La vio y enseguida supo quien era.
Un mediodía bochornoso dio pasó a una tarde templada; las campanadas de las numerosas iglesias de la ciudad anunciaban el fin de la jornada laboral: las de la catedral, atronadoras y fuertes, las de la iglesia franciscana, más claras y suaves.
Junto a él discurrian por el muelle las habituales cuadrillas de obreros, y entre ellos un coche de caballos chirriante cargado de turistas japoneses que recorrían el casco antiguo.
Todos aquellos ruidos se extinguieron en cuanto la vio. Y las masas humanas que en aquel momento desfilaban sin descanso parecían haberse vuelto invisibles. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Cuando apenas se había alejado cinco pasos, se levantó de uno de los bancos de Salzach y fue tras ella. Tenía la mirada clavada en su espalda, como si una soga invisible lo impulsará a seguirla.
Daba igual a donde fuera, hacia donde se dirigiera, que planeara, como viviera: a partir de aquel momento la seguiría y jamás la dejaría escapar.
Le bastó una fracción de segundo para entrever los rincones más oscuros de su alma.
Era una de las elegidas.
Y el la había encontrado, ya fuera por casualidad o gracias a un plan urdido por un remoto poder del destino.
Se sentía electrizado, avanzaba a pasos cada vez más grandes y se le aceleraba la respiración, aunque, cuando se recuperó un poco del impacto de aquella repentina revelación, logró dominar la emoción, No debía llamar la atención, no podía presentarse sin más. Todavía no.
Era una de las ventajas de vivir una vida tan larga, tan angustiosamente larga, de hecho, que después de tanto tiempo no sólo podía confíar en la infalibilidad de su instinto, sino que, además, la magia del amor ya no le cegaria ni le anularía la fuerza de voluntad como antes. Controlaba sus sentimientos, aunque fueran intensos, los más intensos, fascinantes, vivos, ansiosos.
Disfruto de su maravilloso olor, grabó cada detalle de su silueta. Otras personas -superficiales, precipitadas, indiferentes, carentes de su mirada cultivada- tal vez no se habrían fijado en ella ni se habrían percatado de su belleza, de la delicadeza de sus rasgos, la claridad de su piel, su cabello rubio y ligeramente rizado, el color miel de sus ojos, su caminar suave y silencioso, la elegancia de sus movimientos. Tenía la cabeza un poco ladeada, pero los hombros erguidos, y erizado el vello de los desnudos antebrazos. Sus manos eran delgadas y finas. No se le marcaban las venas ni se apreciaban en ella arrugas o surcos que entorpecerian el aspecto alabastrino de su tez. Aún era joven, una cría, probablemente no había cumplido los veinte años.
Ella caminaba con obstinación, y no se detuvo frente a un escaparate ni ante la mujer que vendía pequeños títeres a los que hacia bailar. Tampoco permitió que un grupo de jóvenes que gritaban, mientras se pasaban cigarrillos y botellas de cerveza, la distrajera de su camino.
Cuando el vio que una gota de cerveza le salpicaba la blusa clara, sintió rabia ante tanta desconsideración y falta de respeto. Sin embargo, también logró contenerla, igual que la necesidad de dirigirse a ella, agarrarla.
Lo que no consiguió reprimir fue el grito que profirió al topar con una sombra. Una silueta del mismo tamaño que el, igual de grácil, delgada y, al parecer, fuerte, se interpuso en su camino.
Abrió los ojos de par en par y durante unos segundos se quedó paralizado.
La desazón, el asco y el odio surgieron de lo más profundo de su alma. Aquellos sentimientos eran viejos, antiquisimos conocidos, y aún así no desaparecían, sino que eran cada vez más intensos. Le apretaban el cuello.
-¡Tú!- exclamó con voz ronca.
El delicioso olor de la chica se evaporó, su cabellera rubia desapareció entre la multitud. Se alejó de el, y con ella se desvaneció el triunfo de haberla encontrado.
-¡No des ni un paso más!- exclamó el otro con expresión amenazadora y aire siniestro.
-¿Qué me harás si no?- replicó el entre dientes.
Sintió una mano en el cuello que le apretaba sin compasión. Una mano caliente.
¡Como odiaba ese calor! Le recordaba a la frialdad de su propio cuerpo.
Apartó la mano con búsquedad, al tiempo que desviaba la mirada con disimulo hacia el cinturón del otro.
Por supuesto, iba armado. ¿Como no?
Lo que odiaba, más aún que el calor del otro, era la sensación de sentirse, constantemente acechado y perseguido, la certeza de que siempre, incluso en un momento mágico como aquel, se encontraría con un adversario.
-¡Largate- le ordenó el otro-. ¡No se te ha perdido nada aquí!
Miro alrededor y decidió que debía evitar una lucha encarnizada delante de tanta gente.
Eso también se lo había enseñado su larga vida: era mejor trabajar en su obra a escondidas y sin testigos. La paciencia es una virtud mayor que la temeridad de meterse en una pelea inoportuna.
Se midieron en silencio durante un rato, luego el asintió supuestamente abatido. Sin apartar la mirada de su adversario, se retiró dando pasos pequeños.
En cuanto se hubo alejado unos diez metros, se dio media vuelta y desapareció a toda prisa en el laberinto de callejuelas retorcidas.
Si, se juró a si mismo, lo prudente era retirarse, pero eso no significaba que fuera a renunciar a ella. Lucharía por ella hasta derramar la última gota de sangre o lo que fuera que corriera por sus venas.
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Nefilim: El Beso del Amanecer
De TodoCuando la joven estudiante de música Sophie conoce en Salzburgo al virtuoso y enigmático violonchelista Nathanael Grigori, lo que siente es amor a primera vista. Sin embargo, al terminar el verano él la abandona de forma repentina. A Sophie lo único...