—¿Por qué ella acaba de decir que tú...? —niega con la cabeza e intenta serenarse—. No. Tú no estás muerto.
La pequeña niña se arrastró entre las sábanas y llegó al borde de la cama, sonriendo con los ojos a la cálida oscuridad y esperando de nuevo a su extraño amigo.
—Padre me desterró.
—¡Exacto! Él puso el odio en ti para que quisieras vivir aunque fuera sin luz —se sabía de memoria su historia—. ¡Es asombroso!
—Las mejores sesenta y cuatro horas de mi muerte me obligaron a querer verte de nuevo.
—Sé que nadie te cree. Pero tranquilo, yo sí lo hago.
—Y es por eso que ahora puedo vivir debajo de tu cama.
La enfermera cerró la puerta y tendió su pañuelo a la madre de la niña.