5

9 0 0
                                    

5 -
Había pasado malos ratos, es cierto, pero me pareció natural y lógico pasarlos: eran
quizá una contribución que cada cierto tiempo era necesario pagar a alguien, desconocido
aunque exigente, y no era justo que uno solo, mi padre, pagara siempre por todos. Los
cuatro hermanos estábamos ya crecidos y debíamos empezar a aportar nuestras cuotas, y
como no podíamos dar lo que otros dan, trabajo o dinero, dimos lo único que en ese tiempo,
y como hijos de ladrón, teníamos: libertad y lágrimas. Siempre me ha gustado el pan untado
con mantequilla y espolvoreado de azúcar, y aquella tarde, al regresar del colegio, me
dispuse a comer un trozo y a beber un vaso de leche. En ello estaba cuando sonaron en la
puerta de calle tres fuertes golpes. Mi madre, que cosía al lado mío, levantó la cabeza y me
miró: los golpes eran absurdos; en la puerta, a la vista de todos estaba el botón del timbre.
El que llamaba no era, pues, de la casa y quería hacerse oír inequívocamente. ¿Quién podría
ser? Mis hermanos llegaban un poco más tarde y, por otro lado, podían encontrar a ojos
cerrados el botón del timbre; en cuanto a mi padre, no sólo no golpeaba la puerta ni tocaba
el timbre; ni siquiera le oíamos entrar: aparecía de pronto, como surgiendo de la noche o
del aire, mágicamente. Sus hijos recordaríamos toda la vida aquella noche en que apareció
ante la puerta en los momentos en que terminábamos una silenciosa comida; hacía algún
tiempo que no le veíamos -quizá estaba preso-, y cuando le vimos surgir y advertimos la
larga y ya encanecida barba que traía, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo,
rompimos a llorar, tal vez de alegría, quizá de miedo... Mi madre, sin embargo, parecía
saberlo, pues me dijo, levantándose:
-Bébete pronto esa leche.
La bebí de un sorbo y me metí en la boca, en seguida, casi la mitad del pan. Me sentí
azorado, con el presentimiento de que iba a ocurrir algo desconocido para mí. Mi madre
guardó el hilo, la aguja, el dedal y la ropa que zurcía; miró los muebles del comedor, como
para cerciorarse de que estaban limpios o en orden y se arregló el delantal; me miró a mí
también; pero con una mirada diferente a la anterior, una mirada que parecía prepararme
para lo que luego ocurrió. Estaba dándole fin al pan y nunca me pareció más sabroso: la
mantequilla era suave y el azúcar que brillaba sobre ella me proporcionó una deliciosa
sensación al recogerla con la lengua, apresuradamente, de las comisuras de los labios.
Cuando mi madre salió al patio la puerta retembló bajo tres nuevos, más fuertes y más
precipitados golpes y después del último -sin duda eran dos o más personas que esperaban-
sonó el repiqueteo de la campanilla, un repiqueteo largo, sin intervalos; el que llamaba
estaba próximo a echar abajo la puerta. Concluí de comer el pan, recogí el vaso y suplatillo, que puse sobre el aparador, y di un manotón a las migas que quedaban sobre la
mesa.
Entre uno y otro movimiento oí que mi madre abría la puerta y que una voz de hombre,
dura y sin cortesía, casi tajante, decía algo como una pregunta; la voz de mi madre, al
responder, resultó increíblemente tierna, casi llorosa; la frase que pronunció en seguida el
hombre pareció quemar el delicado brote. Hubo un breve diálogo, la puerta sonó como si la
empujaran, con brusquedad y un paso de hombre avanzó por el corredor de baldosas. Yo
escuchaba. La distancia desde la puerta de calle hasta la del comedor era de quince pasos,
quince pasos contados innumerables veces al recorrer la distancia en diversas formas:
caminando hacia adelante o hacia atrás, de este lado y con los ojos abiertos o de este otro y
con los ojos cerrados, sin hallar nunca una mayor o menor diferencia. Detrás de los pasos
del hombre sonaron, precipitados, los de mi madre: para ella, baja de estatura como era, los
pasos eran dieciocho o diecinueve...
Cuando el desconocido -pues no me cabía duda alguna de que lo era- apareció frente a la
puerta del comedor, yo, todavía relamiéndome, estaba de pie detrás de la mesa, los ojos
fijos en el preciso punto en que iba a surgir; no se me ocurrió sentarme o moverme del
lugar en que estaba en el instante en que di el manotón a las migas, o, quizá, el diálogo o
los pasos me impidieron hacerlo. El hombre llegó, se detuvo en aquel punto y miró hacia el
interior: allí estaba yo, con mis doce años, de pie, sin saber qué cara poner a su mirada, que
pareció medir mi estatura, apreciar mi corpulencia, estimar mi desarrollo muscular y
adivinar mis intenciones. Era un hombre alto, erguido, desenvuelto; entró, dio una mirada a
su alrededor y vio, sin duda, todo, los muebles, las puertas, el bolsón con mis cuadernos
sobre una silla, las copas, los colores y las líneas de los papeles murales, quizá si hasta las
migas, y se acercó a mí:
-¿Cómo te llamas?
Hice un esfuerzo, y dije mi nombre. La voz de mi madre, más entonada ahora, irrumpió:
-El niño no sabe nada; ya le he dicho que Aniceto no está en casa.
Otros dos hombres aparecieron en la puerta y uno de ellos, al girar, mostró una espalda
como de madera.
-¿Dónde está tu padre?
Mi madre se acercó, y el hombre, después de mirarla, pareció reaccionar; su voz bajó de
tono:
-Me doy cuanta de todo y no quiero molestarla, señora, pero necesito saber dónde está
El Gallego.
La voz de mi madre tornó a hacerse tierna, como si quisiese persuadir, por medio de su
ternura, a aquel hombre:Ya le he dicho que no sé dónde está; desde ayer no viene a casa.
Si había algo que yo, en esos tiempos, quería saber siempre, era el punto en que mi
padre, en cualquier momento, pudiera encontrarse.
¿Para dónde vas papá?
-Para el norte; tal vez llegue hasta Brasil o Perú.
-¿Por dónde te vas?
-A Rosario, y después..., río arriba.
Marcaba su camino en los mapas de mis textos de estudio y procuraba adivinar el punto
que mencionaría en su próxima carta; venían nombres de pueblos, de ríos, de obscuros
lugares, selvas, montañas; después, sin aviso previo, las cartas empezaban a llegar desde
otro país y entonces me sentía como perdido y sentía que él también estaba un poco perdido
para nosotros y quizá para él mismo. Caminaba, con sus silenciosos y seguros pasos, las
orillas de los ríos del nordeste argentino, las ciudades de las altas mesetas bolivianas y
peruanas, los húmedos pueblos de la costa tropical del Pacífico oriental, los lluviosos del
sur de Chile: Concordia, Tarija, Paso de los Libres, Arequipa, Bariroche, Temuco, eran, en
ciertos momentos, familiares para nosotros.
-Aquí está.
Iba hacia el norte, giraba hacia el este, tornaba al sur; sus pasos seguían el sol o entraban
en la noche; de pronto desaparecía o de pronto regresaba. Aquella vez, sin embargo, a pesar
de haberle visto la noche anterior, ignoraba su paradero:
-No sé.
Uno de los policías intervino:
¿Lo buscamos en la casa?
El hombre rechazó la sugestión.
-No, si estuviese habría salido.
Hubo un momento de indecisión: mi madre, con las manos juntas sobre su vientre y
debajo del delantal, miraba el suelo, esperando; el hombre de la voz tajante pensaba,
vacilando, sin duda sobre qué medida tomar; los otros dos policías, sin responsabilidad, de
pie aún en el patio, miraban, con aire de aburrimiento muscular, los racimos de uva que
pendían del parrón. Yo miraba a todos. El hombre se decidió:
-Lo siento, pero es necesario que me acompañe.¿Adónde? -interrogó mi madre. Su voz, inesperadamente, se hizo dura.
-Al Departamento de Policía.
-Pero, ¿por qué?
-Es necesario.
Mi madre calló; preguntó después:
-¿Y el niño?
El hombre me miró y miró de nuevo el bolsón de mis libros. Dudó un instante: su
mente, al parecer, no veía claramente el asunto pero, como hombre cuya profesión está
basada en el cumplimiento del deber a pesar de todo, optó por lo peor:
-El niño también
-¿Por qué el niño?
Nuevamente vaciló el hombre: el deber lo impulsaba, sin dirigirlo; por fin, como quien
se desprende de algo molesto, dijo:
-Tiene que ir; estaba aquí.
Después de vestirse mi madre y de hablar con una vecina, encargándole la casa, salimos
a la calle. No fuimos, sin embargo, al Departamento de Policía: el resto de esa tarde y la
para nosotros larga noche que siguió, permanecimos sentados en los bancos de una
comisaría: allí nos dejaron, sin explicaciones previas, los tres policías, que desaparecieron.
Mi madre no habló casi nada durante esas doce o catorce horas, excepto al pedir a un
gendarme que nos comprara algo de comida: no lloró, no suspiró. Por mi parte, la imité;
mientras estuviera al lado de ella me era indiferente que hablara o enmudeciera; lo
importante era que estuviese. A las siete u ocho de la mañana, con el cuerpo duro, nos
sacaron de allí: ella debía ir al Departamento de Policía, pero a la sección de mujeres; a mí
se me consideraba ya hombre y debía ir a la sección correspondiente. Tampoco habló nada
al bajar del carro policial, frente al Departamento, donde nos separaron, yéndose ella en
compañía de un agente y siguiendo yo a otro. ¿Qué podía decirme? Su corazón, sin duda,
estaba atribulado, pero cualquier frase, aún la más indiferente, habría empeorado las cosas;
por otra parte, ¿cómo decir nada, allí, delante de los policías?
Al entrar en el calabozo común, empujado por la mano de un gendarme, vi que los
detenidos me miraban con extraordinaria curiosidad: no era aquél sitio adecuado para un
niño de doce años, de pantalón corto aún, vestido con cierta limpieza y de aspecto tímido.
¿Quién era y qué delito podía haber cometido? A un Departamento de Policía no se entra
así como así: es lugar destinado a individuos que han cometido, que se supone han
cometido o que se les atribuye haber cometido un hecho punible, llegar por una
contravención municipal, por haber roto un vidrio o por haberse colgado de un tranvía, estrastornar todo el complicado aparato jurídico. Debía ser, dada mi edad, un raterillo, aunque
un raterillo extraordinario. Pero el ellos no sabían quién era yo, yo, por mi parte, no podía
decirlo; apenas entrado en el calabozo sentí que toda mi entereza, todo el valor que hasta
ese momento me acompañara, y que no era más que el reflejó de la presencia de mi madre,
se derrumbaba. Busqué a mi alrededor dónde sentarme y no vi otro asiento que los tres
escalones de ladrillo que acababa de pisar para llegar hasta el piso del calabozo, en desnivel
con el del patio; allí me senté, incliné la cabeza, y mientras buscaba, a prisa, un pañuelo en
mis bolsillos, lancé un espantoso sollozo que fue seguido de un torrente de lágrimas.
Los presos que se paseaban se detuvieron y los que hablaban, callaron. Ignoro cuánto
tiempo sollocé y lloré. Una vez que hube llorado bastante, apaciguado mis nervios, secado
mis ojos y sonado mis narices, sentí que me invadía una sensación de vergüenza y miré a
mi alrededor; un hombre estaba frente a mí, un hombre que no sentí acercarse -usaba
alpargatas- y que, a dos pasos de distancia, esperaba que terminara de llorar para hablarme.
Sonreía, como disculpándose o como queriendo ganar mi confianza y me dijo, acercándose
más y poniéndose en cuclillas ante mí:
¿Por qué lo traen?
Su voz resultó tan bondadosa que casi rompí a llorar de nuevo. Me retuve, sin embargo y,
como no supe qué contestar, me encogí de hombros:
¿Viene con proceso?
No sabía qué significaba aquello y callé. El hombre, era poco más que un mocetón, se
turbó y miró a los demás presos, pidiendo ayuda. Un individuo entrado ya en la vejez, bajo
y calvo, derrotado de ropa, la barba crecida y la cara como sucia, se acercó. Los demás
presos esperaron:
-¿Por qué está preso? ¿Qué ha hecho?
Su voz era menos suave que la del joven, aunque más directa y urgente. ¿Era curiosidad
o simpatía? Contesté:
-No he hecho nada.
-¿Por qué lo trajeron, entonces?
Buscaban a mi padre; no estaba y nos trajeron a nosotros.
-¿Quién más?
-Mi madre.
-¿Quién es su padre?
-Aniceto Hevia.¿El Gallego? -preguntó el joven.
Asentí, un poco avergonzado del apodo: en la intimidad mi madre lo llamaba así y era
para nosotros un nombre familiar. Allí resultaba tener otro sentido y casi otro sonido. Los
hombres se miraron entre sí y el viejo habló de nuevo, siempre urgente, como si no hubiera
tiempo que perder:
-Pero usted ha hecho nada...
-Nada -dije, encogiéndome de hombros, extrañado de la insistencia.
El viejo se irguió y se alejó. Los inocentes no le importaban. El joven dijo:
-Su padre está aquí.
Miré hacia el patio.
-No puede ser. No estaba en casa y nadie sabía dónde estaba.
Aseguró:
-Lo tomaron anoche.
Lo miré, incrédulo.
-Sí, acaba de pasar; lo llevaban a la jefatura.
Me tranquilicé por una parte y me dolí por otra: me tranquilicé porque supe dónde
estaba y me dolí porque estuviese allí. De modo que lo habían detenido... Me expliqué el
abandono en que nos dejaron en la comisaría. Durante aquellas horas lo imaginé marchando
hacia el sur, no caminando ni viajando en tren, sino deslizándose a ras del suelo, en el aire,
rápida y seguramente -tal como a veces me deslizaba yo en sueños-, inaprensible e
incontrolable, perdiéndose en la pampa.
-Lo tomó Aurelio.
-¿Aurelio?
-Sí. ¿No lo conoce?
La conversación era difícil, no sólo porque no existía ningún punto de contacto entre
aquel hombre y yo, sino porque, con seguridad, no lo habría aunque los dos llegáramos a
ser -¿quién sabe si ya lo éramos?- de la misma categoría. Veía en él algo que no me gustaba
y ese algo era su excesivo desarrollo muscular, visible principalmente en las piernas,
gruesas en demasía, y en sus hombros, anchos y caídos. ¿Quién era? A pesar de su voz
bondadosa no había en él nada fino, y ni sus ojos claros ni su pelo rubio y ondeado, ni supiel blanca, ni sus manos limpias me inclinaban hacia él. Noté, de pronto, que me hacía con
los ojos un guiño de advertencia: «Mire hacia el patio». Miré: el hombre de la tarde
anterior, el de la voz tajante, atravesaba el patio, saliendo de la sombra al sol. Caminaba
con pasos firmes, haciendo sonar los tacones sobre las baldosas de colores.
-Ese es Aurelio.
Durante un instante sentí el deseo de llamarle: «Eh, aquí estoy», pero me retuve. Estaba
yo en una zona en que la infancia empezaba a transformarse y mi conciencia se daba un
poco cuenta de ese cambio. Una noche en una comisaría y un día, o unas horas nada más,
en el calabozo de un Departamento de Policía, junto a unos hombres desconocidos, era toda
mi nueva experiencia y, sin embargo, era suficiente. En adelante nada me sorprendería y
todo lo comprendería, por lo menos en los asuntos que a mí y a los míos concernieran. No
tenía ningún resentimiento contra el hombre cuyo nombre acababa de conocer; sospechaba
que cumplía, como mi padre y como todos los demás hombres, un deber que no podía
eludir sin dejar de ser obligatoriamente era; pero nuestros planos eran diversos debíamos
mantenernos en ellos, sin pasar del uno al otro sino algunas veces, forzados por las
circunstancias y sin dejar de ser lo que éramos: un policía y un hijo de ladrón: No era
antipático, no se mostró ni violento ni insolente con mi madre y su conducta era su
conducta. Sería para mí, en adelante y para siempre, el hombre que por primera vez me
llevó preso.
En el momento en que giraba la cabeza para mirar al hombre con quien mantenía aquel
diálogo, sentí unos pasos que conocía y que me hicieron detener el movimiento: los paso de
mi padre, esos pasos que sus hijos y su mujer oíamos en la casa, durante el día, cuando
caminaba sólo para nosotros, haciendo sonar el piso rápida y lentamente, pero con
confianza, sin temor al ruido que producían o a quienes los escuchaban, esos pasos que iban
disminuyendo de gravedad y de sonido en tanto se acercaba la noche, tornándose más
suaves, más cautelosos, hasta hacerse ineludibles: parecía que a medida que se dilataban las
pupilas de los gatos los pasos de mi padre perdían su peso. Giré de nuevo la cabeza, al
mismo tiempo que me erguí para verlo a mi gusto y para que él también me viera. Dio
vuelta al extremo del corredor: era siempre el hombre delgado, alto, blanco, de bigote
canoso, grandes cejas, rostro un poco cuadrado y expresión adusta y bondadosa Miraba
hasta el suelo mientras caminaba, pero al entrar en patio y alcanzar la luz levantó la cabeza:
frente a él y tras la reja de un calabozo para detenidos comunes estaba su tercer hijo. Su
paso se entorpeció y la dirección de su marcha sufrió una vacilación: pareció detenerse;
después, arrepentido, tomó hacia la derecha y luego hacia la izquierda.
-Por aquí -le advirtió el gendarme, tocándole el brazo.
Él sabía de sobra para dónde y por dónde debía ir. Me vio, pero nada en él, fuera de
aquella vacilación en su marcha, lo denotó. Llevaba un pañuelo de seda alrededor del cuello
y su ropa estaba limpia y sin arrugas, a pesar de la mala noche que, como nosotros, había
pasado. Desapareció en el otro extremo del patio y yo, volviéndome, me senté de nuevo en
el escalón. Los hombres del calabozo, testigos de la escena, estaban todavía de pie,
inmóviles, mirándome y esperando la reacción que aquello me produciría. Pero no hubo
reacción visible: había llorado una vez y no lloraría una segunda. Lo que sentí les pasóinadvertido y era algo que no habría podido expresar con palabras en aquel momento: una
mezcla de sorpresas, de ternura, de pena, de orgullo, de alegría; durante un rato sentí un
terrible espasmo en la garganta, pero pasó. Mi padre sabía que yo estaba allí y eso era lo
importante. Los hombres, abandonando su inmovilidad y su mudez, se movieron de nuevo
para acá y para allá y reanudaron sus conversaciones, y hasta el joven, que pareció al
principio tener la esperanza de ser actor o testigo de una escena más larga y más dramática,
quedó desconcertado e inició un paso para irse; otro ruido de pasos lo detuvo: era ahora un
caminar corto y rápido, un poco arrastrado, pero tan poco que sólo un oído fino podía
percibir la claudicación; unos años más, sin embargo, y la claudicación sería evidente. La
marcha se detuvo detrás de mí y en el mismo momento sentí que una mano tocaba mi
hombro. El joven detuvo su movimiento, como yo antes el mío, y se inmovilizó, en tanto
yo, girando de nuevo, me erguí; detrás de la reja, dentro de un traje gris verdoso de
gendarme, estaba un viejecillo pequeño y delgado: sus cejas eran quizá tan largas y tan
canosas como sus bigotes, y unos ojos azules, rientes, miraban como de muy lejos desde
debajo de un quepis con franja roja; me dijo, con voz cariñosa:
-¿Es usted el hijo de El Gallego?
No sé por qué, aquella pregunta y aquel tono de voz volvieron a hacer aparecer en mi
garganta el espasmo que poco antes logré dominar. No pude hablar y le hice un gesto
afirmativo con la cabeza.
-Acérquese -me dijo.
Me acerqué a la reja y el viejecillo colocó su mano como de niño, pero arrugadita, sobre
mi antebrazo:
-Su papá pregunta por qué está aquí; qué ha pasado.
Me fijé en que llevaba en la mano izquierda, colgando de un gran aro, una cantidad de
llaves de diversos tamaños. Respondí, contándole lo sucedido. Me. preguntó:
¿Así es que su mamá también está detenida?
-En la Sección de Mujeres.
-Y usted, ¿necesita algo?
-Nada.
-¿Dinero?
-No. ¿Para qué?
-¿Qué le preguntaron en la comisaría?Nadie nos hizo el menor caso en la comisaría: los policías nos miraban con sorpresa,
como preguntándose qué hacíamos allí. Alguien, sin embargo, sabría qué hacíamos allí y
por qué estábamos, pero era, de seguro, alguien que no tenía prisa para con nadie, tal vez ni
consigo mismo: nos consideraba, y consideraría a todo el mundo, como abstracciones y no
como realidades; un policía era un policía y un detenido era un detenido, es decir,
substantivos o adjetivos, y cuando por casualidad llegaba a darse cuenta de que eran,
además, seres humanos, sufriría gran disgusto; tenía que preocuparse de ellos. El viejecillo
volvió a palmearme el brazo:
-Bueno; si necesita algo, haga llamar a Antonio; vendré en seguida.
Se alejó por el patio, tiesecito como un huso, y allí me quedé, como en el aire, esperando
nuevos acontecimientos. ¿Quién vendría ahora? Transcurrió un largo rato antes de que
alguien se preocupara de mí, largo rato que aproveché oyendo las conversaciones de los
presos: procesos, condenas, abogados. ¿De qué iban a hablar? Antonio y un gendarme
aparecieron ante la puerta y me llamaron; salí y fui llevado, a través de largos corredores,
hasta una amplia oficina, en donde fui dejado ante un señor gordo, rosado, rubio, cubierto
con un delantal blanco. Me miró por encima de sus anteojos con montura dorada y procedió
a filiarme, preguntándome el nombre, apellidos, domicilio, educación, nombres y apellidos
de mis padres. Al oír los de mi padre levantó la cabeza:
-¡Hombre! ¿Es usted hijo de El Gallego?
Su rostro se animó.
Respondí afirmativamente.
-Lo conozco desde hace muchos años.
La noticia me dejó indiferente. Se inclinó y dijo, con voz confidencial:
-Fui el primero que le tomó en Argentina las impresiones digitales, y me las sé de
memoria; eran las primeras que tomaba. ¿Qué coincidencia, no? Es un hombre muy serio.
A veces lo encuentro por ahí. Claro es que no nos saludamos.
Se irguió satisfecho.
-A mí no me importa lo que es, pero a él seguramente le importa que yo sea empleado
de investigaciones. Nos miramos, nada más, como diciéndonos: «Te conozco, mascarita»,
pero de ahí no pasa. Yo sé distinguir a la gente y puedo decir que su padre es... cómo lo
diré..., decente, sí, quiero decir, no un cochino; es incapaz de hacer barbaridades y no roba
porquerías, claro, no roba porquerías. No. El Gallego, no.
Mientras hablaba distribuía fichas aquí y allá en cajas que estaban por todos partes.
Luego, tomando un pequeño rodillo empezó a batir un poco de tinta negra sobre trozo de
mármol.Por lo demás, yo no soy un policía, un pesquisa, nada; soy un empleado, un técnico.
Todos sabemos distinguir a la gente. Además, sabemos quién es ése y quién es aquél. ¿Por
qué traen a éste? Acogotó a un borracho para robarle dos pesos. Hágame el favor: por dos
pesos... ¿Y a este otro? Se metió en una casa, lo sorprendieron e hirió al patrón y a un
policía. ¿Qué hace usted con malevos así? Y este otro y el de más allá asaltaron a una mujer
que iba a su trabajo o mataron a un compañero por el reparto de una ratería. Malas bestias,
malas bestias. Palos con ellos; pero hay muchos y son los que más dan que hacer. La
policía estaría más tranquila si todos los ladrones fuesen como su padre. Permítame.
Me tomó la -mano derecha.
-Abra los dedos.
Cogió el pulgar e hizo correr sobre él el rodillo lleno de tinta, dejándomelo negro.
-Suelte el dedo, por favor; no haga fuerza; así.
Sobre una ficha de varias divisiones apareció, en el sitio destinado al pulgar, una mancha
chata, informe, de gran tamaño.
-El otro; no ponga los dedos tiesos, suelto, si me hace el favor; eso es. ¿Sabe usted lo
que ocurrió- cuando por primera vez tomaron preso a su padre? Se trataba de ciento treinta
mil pesos en joyas. ¿Se da cuenta? Ciento treinta mil de la nación... Bueno, cuando lo
desnudaron para registrarlo -se había perdido, ¿sabe?, un solitario que no apareció nunca-,
se armó un escándalo en el Departamento: toda su ropa interior era de seda y no de
cualquiera, sino de la mejor. Ni los jefes habían visto nunca, y tal vez no se pondrían nunca,
una ropa como aquélla. El director se hizo llevar los calzoncillos a su oficina; quería verlos.
Usted sabe: hay gente que se disloca por esas cosas. El Gallego... salió en libertad a los tres
meses. A los pocos días de salir mandó un regalo al gendarme del patio en que estuvo
detenido y que, según parece, se portó muy bien con él: dicen que le escondió el solitario;
quién sabe, un juego de ropa interior, pura seda; pero con eso arruinó al pobre hombre;
renunció a su puesto y se hizo ratero, a los dos o tres meses, zas, una puñalada y si te he
visto no me acuerdo; y no crea usted que lo mató un policía o algún dueño de casa o de
negocio bueno para la faca; nada; sus mismos compañeros, que cada vez que lo miraban se
acordaban de que había sido vigilante. El otro: así. Venga para acá.
Me hizo sacar los zapatos y midió mi estatura.
-¡Qué pichón! Le faltan cinco centímetros para alcanzar a su padre. ¿Usted estudia?
-Sí, señor.
-Hace bien: hay que estudiar; eso ayuda mucho en la vida. ¿Y dónde estudia?
-En el Colegio Cisneros.Buen colegio. ¿Tiene alguna señal particular en el cuerpo? ¿En la cara? Una cicatriz en
la ceja derecha; un porrazo, ¿eh?, ojos obscuros; orejas regular tamaño; pelo negro; bueno,
se acabó. Seguramente le tocará estar al lado de su padre, no por las impresiones, que son
diferentes, sino por el nombre y el apellido. Váyase no más.
Tocó el timbre y apareció el gendarme.
-Lléveselo: está listo. Que le vaya bien, muchacho.
Volví al calabozo. Los detenidos continuaban paseando y conversando. Se había
formado una hiera que marchaba llevando el paso; al llegar al final del espacio libre, frente
al muro, giraban al mismo tiempo y quedaban alineados, sin equivocarse.
-Le dije al juez: soy ladrón, señor, no tengo por qué negarlo y si me toman preso es
porque lo merezco; no me quejo y sé que alguna vez- me soltarán: no hay tiempo que no se
acabe ni tiento que no se corte; no soy criminal, robo nada más; pero me da ira que me
tome preso este individuo: ha sido ladrón y ha robado junto conmigo; sí, señor, ha robado
conmigo; hemos sido compañeros y nos hemos repartido algunos robos. No quiero que me
tome preso: que llame a otro y me haga llevar, pero no quiero que me lleve él y siempre me
le resistiré. Es agente ahora, dice usted; lo sé, pero que tome a otro, no a mí, que he sido su
compañero. Un día me va a tomar con luna y no sé qué le va a pasar.
-Es un desgraciado. También robó conmigo y si resulta tan buen agente como era buen
ladrón, dentro de poco lo echarán a patadas.
Paseando y conversando daban la sensación de que sus preocupaciones eran muy
limitadas, que muy poco les importaba algo y que podrían estar allí todo el tiempo que a
alguien, quienquiera que fuese, se le ocurriera, en tanto que escribientes, jueces, secretarios,
copistas, abogados, ministros, receptores, agentes, se ocupaban de sus causas y procesos,
escribiendo montañas de papel con declaraciones de testigos y contratestigos, recusaciones,
pruebas, apelaciones, considerandos, resoluciones, sentencias, viajes para acá, viajes para
allá, firme aquí y deme veinte pesos para papel sellado, pídaselos a la vieja, la vieja dice
que no tiene un centavo ni para yerba; a mi hermano, entonces; también está preso, qué le
parece que se los dé cuando salga, ¿cuándo salga?, ¿tengo cara de zonzo?, y por fin, a la
Penitenciaría o a la calle, a seguir robando o a languidecer en una celda durante meses o
años. El hombre joven, sentado en el suelo, sobre una colcha, parecía pensativo; a su lado,
otro individuo, tendido sobre una frazada, dormía y roncaba suavemente. En todos ellos se
notaba algo inestable y hablaban de asuntos que acentuaban esa sensación. Durante el largo
rato, casi un día, que estuvo oyéndoles, ninguno habló de sus hijos, de sus padres, de su
mujer, de su familia, y todos la tendrían o la habrían tenido, y aunque sin duda no era ese
sitio adecuado para intimidades familiares y sentimentales, ¿cómo era posible que entre
algunos de ellos, compañeros entre sí, no hablasen, aunque fuese a media voz, en un rincón,
de cosas íntimas?
-Me notificaron de sentencia y apelé.
Sí; el abogado pide doscientos pesos; el reloj no valía ni veinte. Lindo negocio ser
ladrón.
Con el tiempo, y sobre asuntos de su especialidad y profesión, oiría hablar así, aburrida
y continuamente, a decenas de personas que parecían no tener más preocupaciones que las
de su profesión o especialidad: carpinteros y albañiles, médicos y abogados, zapateros y
cómicos. El hombre bajo y calvo, derrotado de ropas, de barba crecida y cara como sucia,
se detuvo en el centro del calabozo.

Hijo De Ladrón!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora