;Por lo demás, yo no soy un policía, un pesquisa, nada; soy un empleado, un técnico.
Todos sabemos distinguir a la gente. Además, sabemos quién es ése y quién es aquél. ¿Por
qué traen a éste? Acogotó a un borracho para robarle dos pesos. Hágame el favor: por dos
pesos... ¿Y a este otro? Se metió en una casa, lo sorprendieron e hirió al patrón y a un
policía. ¿Qué hace usted con malevos así? Y este otro y el de más allá asaltaron a una mujer
que iba a su trabajo o mataron a un compañero por el reparto de una ratería. Malas bestias,
malas bestias. Palos con ellos; pero hay muchos y son los que más dan que hacer. La
policía estaría más tranquila si todos los ladrones fuesen como su padre. Permítame.
Me tomó la -mano derecha.
-Abra los dedos.
Cogió el pulgar e hizo correr sobre él el rodillo lleno de tinta, dejándomelo negro.
-Suelte el dedo, por favor; no haga fuerza; así.
Sobre una ficha de varias divisiones apareció, en el sitio destinado al pulgar, una mancha
chata, informe, de gran tamaño.
-El otro; no ponga los dedos tiesos, suelto, si me hace el favor; eso es. ¿Sabe usted lo
que ocurrió- cuando por primera vez tomaron preso a su padre? Se trataba de ciento treinta
mil pesos en joyas. ¿Se da cuenta? Ciento treinta mil de la nación... Bueno, cuando lo
desnudaron para registrarlo -se había perdido, ¿sabe?, un solitario que no apareció nunca-,
se armó un escándalo en el Departamento: toda su ropa interior era de seda y no de
cualquiera, sino de la mejor. Ni los jefes habían visto nunca, y tal vez no se pondrían nunca,
una ropa como aquélla. El director se hizo llevar los calzoncillos a su oficina; quería verlos.
Usted sabe: hay gente que se disloca por esas cosas. El Gallego... salió en libertad a los tres
meses. A los pocos días de salir mandó un regalo al gendarme del patio en que estuvo
detenido y que, según parece, se portó muy bien con él: dicen que le escondió el solitario;
quién sabe, un juego de ropa interior, pura seda; pero con eso arruinó al pobre hombre;
renunció a su puesto y se hizo ratero, a los dos o tres meses, zas, una puñalada y si te he
visto no me acuerdo; y no crea usted que lo mató un policía o algún dueño de casa o de
negocio bueno para la faca; nada; sus mismos compañeros, que cada vez que lo miraban se
acordaban de que había sido vigilante. El otro: así. Venga para acá.
Me hizo sacar los zapatos y midió mi estatura.
-¡Qué pichón! Le faltan cinco centímetros para alcanzar a su padre. ¿Usted estudia?
-Sí, señor.
-Hace bien: hay que estudiar; eso ayuda mucho en la vida. ¿Y dónde estudia?
-En el Colegio Cisneros.Nadie nos hizo el menor caso en la comisaría: los policías nos miraban con sorpresa,
como preguntándose qué hacíamos allí. Alguien, sin embargo, sabría qué hacíamos allí y
por qué estábamos, pero era, de seguro, alguien que no tenía prisa para con nadie, tal vez ni
consigo mismo: nos consideraba, y consideraría a todo el mundo, como abstracciones y no
como realidades; un policía era un policía y un detenido era un detenido, es decir,
substantivos o adjetivos, y cuando por casualidad llegaba a darse cuenta de que eran,
además, seres humanos, sufriría gran disgusto; tenía que preocuparse de ellos. El viejecillo
volvió a palmearme el brazo:
-Bueno; si necesita algo, haga llamar a Antonio; vendré en seguida.
Se alejó por el patio, tiesecito como un huso, y allí me quedé, como en el aire, esperando
nuevos acontecimientos. ¿Quién vendría ahora? Transcurrió un largo rato antes de que
alguien se preocupara de mí, largo rato que aproveché oyendo las conversaciones de los
presos: procesos, condenas, abogados. ¿De qué iban a hablar? Antonio y un gendarme
aparecieron ante la puerta y me llamaron; salí y fui llevado, a través de largos corredores,
hasta una amplia oficina, en donde fui dejado ante un señor gordo, rosado, rubio, cubierto
con un delantal blanco. Me miró por encima de sus anteojos con montura dorada y procedió
a filiarme, preguntándome el nombre, apellidos, domicilio, educación, nombres y apellidos
de mis padres. Al oír los de mi padre levantó la cabeza:
-¡Hombre! ¿Es usted hijo de El Gallego?
Su rostro se animó.
Respondí afirmativamente.
-Lo conozco desde hace muchos años.
La noticia me dejó indiferente. Se inclinó y dijo, con voz confidencial:
-Fui el primero que le tomó en Argentina las impresiones digitales, y me las sé de
memoria; eran las primeras que tomaba. ¿Qué coincidencia, no? Es un hombre muy serio.
A veces lo encuentro por ahí. Claro es que no nos saludamos.
Se irguió satisfecho.
-A mí no me importa lo que es, pero a él seguramente le importa que yo sea empleado
de investigaciones. Nos miramos, nada más, como diciéndonos: «Te conozco, mascarita»,
pero de ahí no pasa. Yo sé distinguir a la gente y puedo decir que su padre es... cómo lo
diré..., decente, sí, quiero decir, no un cochino; es incapaz de hacer barbaridades y no roba
porquerías, claro, no roba porquerías. No. El Gallego, no.
Mientras hablaba distribuía fichas aquí y allá en cajas que estaban por todos partes.
Luego, tomando un pequeño rodillo empezó a batir un poco de tinta negra sobre trozo de
mármol.Buen colegio. ¿Tiene alguna señal particular en el cuerpo? ¿En la cara? Una cicatriz en
la ceja derecha; un porrazo, ¿eh?, ojos obscuros; orejas regular tamaño; pelo negro; bueno,
se acabó. Seguramente le tocará estar al lado de su padre, no por las impresiones, que son
diferentes, sino por el nombre y el apellido. Váyase no más.
Tocó el timbre y apareció el gendarme.
-Lléveselo: está listo. Que le vaya bien, muchacho.
Volví al calabozo. Los detenidos continuaban paseando y conversando. Se había
formado una hiera que marchaba llevando el paso; al llegar al final del espacio libre, frente
al muro, giraban al mismo tiempo y quedaban alineados, sin equivocarse.
-Le dije al juez: soy ladrón, señor, no tengo por qué negarlo y si me toman preso es
porque lo merezco; no me quejo y sé que alguna vez- me soltarán: no hay tiempo que no se
acabe ni tiento que no se corte; no soy criminal, robo nada más; pero me da ira que me
tome preso este individuo: ha sido ladrón y ha robado junto conmigo; sí, señor, ha robado
conmigo; hemos sido compañeros y nos hemos repartido algunos robos. No quiero que me
tome preso: que llame a otro y me haga llevar, pero no quiero que me lleve él y siempre me
le resistiré. Es agente ahora, dice usted; lo sé, pero que tome a otro, no a mí, que he sido su
compañero. Un día me va a tomar con luna y no sé qué le va a pasar.
-Es un desgraciado. También robó conmigo y si resulta tan buen agente como era buen
ladrón, dentro de poco lo echarán a patadas.
Paseando y conversando daban la sensación de que sus preocupaciones eran muy
limitadas, que muy poco les importaba algo y que podrían estar allí todo el tiempo que a
alguien, quienquiera que fuese, se le ocurriera, en tanto que escribientes, jueces, secretarios,
copistas, abogados, ministros, receptores, agentes, se ocupaban de sus causas y procesos,
escribiendo montañas de papel con declaraciones de testigos y contratestigos, recusaciones,
pruebas, apelaciones, considerandos, resoluciones, sentencias, viajes para acá, viajes para
allá, firme aquí y deme veinte pesos para papel sellado, pídaselos a la vieja, la vieja dice
que no tiene un centavo ni para yerba; a mi hermano, entonces; también está preso, qué le
parece que se los dé cuando salga, ¿cuándo salga?, ¿tengo cara de zonzo?, y por fin, a la
Penitenciaría o a la calle, a seguir robando o a languidecer en una celda durante meses o
años. El hombre joven, sentado en el suelo, sobre una colcha, parecía pensativo; a su lado,
otro individuo, tendido sobre una frazada, dormía y roncaba suavemente. En todos ellos se
notaba algo inestable y hablaban de asuntos que acentuaban esa sensación. Durante el largo
rato, casi un día, que estuvo oyéndoles, ninguno habló de sus hijos, de sus padres, de su
mujer, de su familia, y todos la tendrían o la habrían tenido, y aunque sin duda no era ese
sitio adecuado para intimidades familiares y sentimentales, ¿cómo era posible que entre
algunos de ellos, compañeros entre sí, no hablasen, aunque fuese a media voz, en un rincón,
de cosas íntimas?
-Me notificaron de sentencia y apelé.el abogado pide doscientos pesos; el reloj no valía ni veinte. Lindo negocio ser
ladrón.
Con el tiempo, y sobre asuntos de su especialidad y profesión, oiría hablar así, aburrida
y continuamente, a decenas de personas que parecían no tener más preocupaciones que las
de su profesión o especialidad: carpinteros y albañiles, médicos y abogados, zapateros y
cómicos. El hombre bajo y calvo, derrotado de ropas, de barba crecida y cara como sucia,
se detuvo en el centro del calabozo.Ya no más que preso y creo que moriré dentro de esta leonera. Gracias a la nueva ley,
los agentes me toman donde esté, aunque sea en una peluquería, afeitándome. L. C., ladrón
conocido; conocido, sí, pero inútil. Hace meses que no robo nada. Estoy -acobardado y
viejo. Empecé a robar cuando era niño, tan chico que para alcanzar los bolsillos ajenos
tenía que subirme sobre un cajón de lustrador, que me servía de disimulo. ¡Cuánto he
robado y cuántos meses y años he pasado preso! ¡Cuántos compañeros he tenido y cuántos
han dejado caer ya las herramientas! Los recuerdos a todos, con sus nombres y sus alias,
sus mañas y sus virtudes, y recuerdo sobre todo a El Pesado; era un gran ladrón, aunque
más antipático que todo un departamento de policía; nadie quería robar con él y los que, por
necesidad, lo hacían, lloraban a veces de pura rabia. Tenía un bigotazo que le nacía desde
más arriba de donde terminan las narices y que por abajo le habría llegado hasta el chaleco,
si él, casi diariamente, no se lo hubiera recortado, pero lo recortaba sólo por debajo y de
frente, dejándolo crecer a sus anchas hacia arriba. Robando era un fenómeno; perseguía a la
gente, la pisoteaba, la apretaba, y algunos casi le daban la cartera con tal de que los dejara
tranquilos. Los pesquisas hacían como que no lo veían, tan pesado era, y cuando alguna vez
caía por estas leoneras, los ratas pedían que los cambiaran de calabozo. ¿Qué tenía? Era
enorme, alto, ancho, le sobraba algo por todas partes y era antipático para todo: para hablar,
para moverse, para robar, para comer, para dormir. Lo mató en la estación del sur una
locomotora que venía retrocediendo. De frente no habría sido capaz de matarlo...
«Hace muchos años. Ahora, apenas me pongo delante de una puerta o frente a un
hombre que lleva su cartera en el bolsillo, me tiritan las manos y todo se me cae, la ganzúa
o el diario; y he sido de todo, cuentero, carterista, tendero, llavero. Tal vez debería irme de
aquí, pero ¿adónde? No hay ciudad mejor que ésta y no quiero ni pensar quo podría estar
preso en un calabozo extraño. Es cierto: esta ciudad era antes mucho mejor; se robaba con
más tranquilidad y menos peligros; los ladrones la echaron a perder. En esos tiempos los
agentes lo comprendían todo: exigían, claro está, que también se les comprendiera, pero
nadie les negaba esa comprensión: todos tenemos necesidades. Ahora...»
«No sé si ustedes se acuerdan de Victoriano Ruiz; tal vez no, son muy jóvenes; el caso
fue muy sonado entre el ladronaje y un rata quedó con las tripas en el sombrero. ¡Buen
viaje! Durante años Victoriano fue la pesadilla de los ladrones de cartera. Entró joven al