1

51 8 2
                                    


Ahí estaba el campo luego de la tormenta, y ahí estaba ella, con las ropas empapadas, caminando.

Sus zapatos hacían un ruido chicloso cuando se despegaban del suelo convertido en lodo. No tenía miedo, o quizás solo un poco. No sabía qué hacer en ese extenso campo sin caminos. Llevaba puesto un suéter amarillo y unos jeans que no camuflaban el frío; su cabello rojo brillando aún sin recibir aunque fuera un rayo de sol.

¿Por qué se movía sin tener un destino? No lo sabía. A lo mejor buscaba un refugio, o sólo creía que era menos tonto que quedarse parada sin hacer nada.

No se le había olvidado nada de lo acontecido durante toda su vida. Jamás se le había escapado ni el más mínimo detalle, a menos que fuera algo que no le interesaba. Había cosas que desearía olvidar de algún modo, a pesar de que formaron su carácter, de haberla llevado a lo que ahora era. Y es que, ¿ella realmente era alguien? y de ser así, ¿quién era? ¿cómo sentirse orgullosa de un pasado tan caótico y decir que gracias a eso estaba allí? No. Esas cosas no pasaban en lo absoluto.

Captó algo de reojo, y se giró para mirar sin entender. Sabía qué era, pero no cómo había aparecido. Ni siquiera lucía real. Era una casa abandonada. Sabía que era su hogar por las paredes de ladrillo y los bordes azules. Podía ser que su interior estuviera igual que el exterior, pero aun así avanzaba hacia ella, segura como alguien podría estar al llegar a un lugar sumamente familiar. Atravesó la verja y, para su sorpresa, en el interior se encendieron luces. Un gato y un perro, ambos viejos amigos, salieron a recibirla. Se detuvo cuando escuchó voces estridentes, y se acercó con sigilo a la ventana, atenta a lo que estas decían.

«Este es el primer pecado. El que jamás cometí, pero por el que tuve que pagar al nacer».

Su padre y su madre reflejaban tal violencia que la atacó un escalofrío. Ahí estaban ellos, en medio de una sala intacta, bañados por la luz amarillenta, gritándose. Esa era la rutina a la que más tarde su hija se acostumbraría. Los contemplaría en paz hasta que entendiera el significado de todas aquellas palabras.

Tenía la esperanza de encontrar algo nuevo, pero no fue así. Entonces simplemente volvió a la puerta y la cruzó. Agradeció el silencio que su presencia generó.

—Hoy dormiré contigo— anunció su madre.

—Lleva tu almohada.

Anhelaba volver al exterior. El aire de afuera era mucho más helado, pero también más cómodo que el de esa casa. No estaba tan impregnado de esos olores a los que ahora les huía.

Su habitación estaba ordenada, apta para encontrar con facilidad su ropa y poder cambiarse.

Quería otra de sus blusas amarillas. Una chaqueta y un pantalón de tela gruesa podrían terminar de protegerla; también unas botas de material impermeable. Guardó en su mochila un gorro, peines, objetos de aseo y paquetes de galletas con chispas de chocolate para comer. El maquillaje había estado allí desde siempre; era de lo único que permanecía en medio de ese embrollo.

Miró su teléfono, considerando llevarlo. Tenía poca batería, y sólo dos mensajes.

«¿Cuándo llegas? Te estamos esperando».

Y:

«Hey, tú, bonita. Quiero verte esta noche».

Pero esa noche fue hace mil años, y ya no existía posibilidad alguna de que llegara. Ambas propuestas eran más que tentadoras; no obstante, no cumplió con ninguna de las dos.

Tiró el teléfono en la cama. Ahora tampoco podía responder esos mensajes. Jamás llegarían, no valía la pena.

Terminó de empacar cuanto pudo en la mochila para procurar su supervivencia una vez estuviera en el campo de nuevo. Fue comiéndose una de sus galletas mientras cruzaba la puerta de la salida, ignorando a sus padres que también la ignoraron. El paquete de comida estaba siendo estrangulado entre sus blancas manos.

La casa desapareció cuando ella llegó lo suficientemente lejos. Ahora todo era bosque: árboles altos y bajos rodeándola, creando un camino para ella. Bajo uno, recostado contra el grueso tronco, él la esperaba.

Sus ojos del color de las hojas la observaban impasibles, como si fueran parte de la naturaleza que los rodeaba. El cabello rojo igual al suyo estaba cepillado hacia atrás, y alcanzó a divisar lo que parecía una coleta recogiéndolo. Llevaba las manos en los bolsillos. Él no tenía frío; nunca lo había tenido. Una vez, hace cien años, le dijo que con el paso del tiempo esas sensaciones se iban perdiendo.

«Mi grillete, mi horca, mi guillotina».

Le sonrió como sólo alguien vacío casi por completo podría hacerlo.

—Hola, Mar.

—Hola, Niebla.

Niebla y tiniebla (Pausada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora