Aquella noche extraña, apática, inefable pero estrellada, sentado entre millones de seres que dormitaban en la gran planicie, ni estaba cómodo en mi puesto ni podía conciliar el sueño por más que lo intentaba; así que decidí deambular por los pasillos de las colas con la penumbra como única aliada; pues en este nuevo mundo, cuando el astro que nos alumbraba, muy similar a ese sol del que dependíamos en la tierra, se ocultaba en el horizonte, la oscuridad se hacía patente por la lejanía de las tres lunas que, perezosas y a duras penas, clareaban la explanada; nos teníamos que conformar con la extensa, lejana y tenue luz que desprendía la bóveda estelar. A hurtadillas, con la humedad de la noche me movía como alma en pena hacia el final de las colas. Procuraba no pisar a alguien que con sus gritos me delatara y, en consecuencia, alertara a los coisómanos (controladores del orden) y fuera detenido; pues de noche, habitualmente, y salvo raras excepciones, nadie osaba moverse por las colas; luego debía ser precavido, aunque hoy no temiese a las resultas que se originaran por mi escapada ni me iba por curiosidad u obligado, ni tan siquiera convencido, pero algo en mi interior me decía que debía alejarme de aquel lugar que me estaba devorando. Cuanto más me retiraba de mi puesto, más miedo sentía y aun así no podía dejar de caminar. Me preguntaba si tenía sentido lo que estaba haciendo y, ya ofuscado, me respondía que no lo sabía. Andaba solo, ausente y perdido, aunque rodeado por millaradas de seres que esperaban culminar su destino: traspasar las puertas de la muralla. Seguía caminando como un sonámbulo que se hubiera despertado aturdido y angustiado en una pesadilla y al que le entraban ganas de gritar a rienda suelta pidiendo ayuda; pero al que debía de preocuparle despertar a los durmientes y tener que pedir perdón por su impertinencia.
Sin apenas darme cuenta, me alejé de los últimos de las filas y, durante varias horas de andadura, me adentré en un paraje que no había visitado en mis anteriores viajes. Aunque las estrellas vislumbraban aquel terreno estepario, no veía a más de un palmo ni advertía rocas, plantas u objeto alguno que me situara en algún lugar y, abrigado por la espesa oscuridad, que daba escalofríos, parecía caminar hacia ninguna parte. Por la desigualdad de aquella superficie repleta de baches se hacía complicado transitar, pues los pétreos terrones que cubrían el sendero por el que empezaba a penetrar me hacían tropezar a cada paso que daba. Bajando a rastras por badenes, agarrándome a las piedras o reptando sobre el firme rocoso, iba avanzando despacio, con sigilo, hasta que, resbalando por el musgo adherido a las rocas, caí en un socavón; gracias a que su base se encontraba embarrada y, tras una mera inmersión en el barro, pude contarlo. Manoteando, salí del lodazal, me puse en pie, me sacudí el barro como haría un perro en las mismas circunstancias y, a duras penas, conseguí gatear por las paredes graníticas hasta alcanzar de nuevo el sendero. Allí me senté, cogí aire, me arrepentí de lo que estaba haciendo y, sin ganas, pero obligado y, sin saber por qué, me dispuse a continuar aun estando extenuado.
El camino llaneaba y en este, aunque sembrado de hoyos, podía avanzar sin aparente riesgo; así anduve hasta que vi que en los extremos de aquella destartalada senda se alzaban unas rocas que aumentaban tanto en cantidad como en tamaño según iba avanzando hasta convertirse en tremendos muros negruzcos y brillantes, marcados con fisuras verticales de gran largura y profundidad; estos presagiaban un inminente resquebrajamiento. Miraba asustado y con recato a cada lado del sendero intuyendo su posible derrumbamiento y, para mi desgracia, en su interior, contemplaba puntitos blancos parpadeantes que recelarían de mi atrevida impertinencia. Aceleré el paso con miedo a un posible ataque de los seres que se ocultaran tras aquellas lucecitas al pensar que estaba invadiendo su territorio. Chocando con matojos espinosos y peñas punzantes me desollaba el cuerpo sin importarme los escozores que me produjeran, dando pasos largos para alejarme lo antes posible de aquel maldito lugar. Desfilando velozmente, sin apenas visión de lo que me rodeaba, tropecé con un peñasco que, obviamente, no vi. Mientras mi cuerpo rodaba por aquella depresión tan inclinada y con intermitencia, observaba millares de mariposas gigantes que salían de las grietas de las rocas y, como mantas voladoras, tapaban la poca luz que desprendía el cielo estrellado; que lentamente amainaba su presencia al empezar a clarear el día. Me perseguían y llegué a creer que intentaban sujetarme y frenar mi rodaje; lo cual no consiguieron, pues caí en picado en un abismo que ocultaba su fondo. En el aire, a gran velocidad, procuraba agarrarme a las ramas salientes de la capa vegetal sobre la roca sesgada en lanchas, pero se partían, o las arrancaba incluso con su raíz, mientras seguía descendiendo inexorablemente hacia otra muerte y, para mi desgracia, dentro de las entrañas de la misma.
Pensaba que todo esto era debido a mi obcecación y a intentar esclarecer lo que tal vez no se me estaba permitido. El intento de fuga se había frustrado y, aun así, mi delicado estado no me dejaba tener pánico por lo que estaba aconteciendo ni tenía miedo, como sería natural, pero tampoco me gustaba la idea de haberla liado de nuevo (o cagado, como se expresaría en el orfanato). Intentaba relajarme, ser positivo, pero el aire me ahogaba y no dejaba a mis pensamientos deliberar con claridad. Bajando aquel recorrido que parecía eterno, distinguía la infinidad de colores que las alas de las mariposas mostraban para mi deleite según se dejaban ver los primeros rayos solares. Las había de muchas especies, colorido, tamaño y, como muestrario de insectos de coleccionista, pero vivas, aleteaban a mi lado como azafatas de este fatídico viaje hacia las profundidades del insondable precipicio. Queriendo poner remedio a esta debacle, me convencía de que no me disgustaría la idea de volver a morir ante tanta belleza por tener el privilegio de haberlas contemplado, en tanto en cuanto, a la mayoría de los traslúcidos se les había negado por imposición o, tal vez, por ser reacios a la aventura al implantarse el conformismo en sus vidas o, simplemente, así debería de ser desde su aparición en la explanada y, posiblemente, en el transcurrir de su espera. Pero esa promiscuidad, que me delataba en la otra vida ante tanta belleza, unida a mi insolencia, parece que no le gustó a una de las mariposas más grandes del grupo que, en picado, cayó en barrena hacia mí de una forma inexplicable (como queriendo picarme), pero, para mi sorpresa, descubrí que no era una mariposa común, sino mi gran amigo Sondhojo (mi protector en este plano), que, frenando en seco, a una cuarta de mis ojos, me sonrió como cortés e inicial saludo, pero me preguntó malhumorado:
—¿Qué haces en el sendero de las mariposas?
—Querrás decir en su abismo —le contesté con sorna.
—¡Vale!, en su espacio.
—La verdad es que no lo sé.
—Aquí de nada te sirve mentir, menos en tu delicada situación.
—¡Eso sí, te cuento…, si me da tiempo!, antes de llegar a estamparme contra el suelo.
—Lo tendrás, continúa.
No sabía por dónde empezar, aunque presagiaba que él conocía de memoria el guion de mi relato, pero se hacía el interesante ocultándolo, o ponía en duda y a prueba mi intelecto sin saber sus intenciones a la vez que, casi sin notarlo, descendía a menos velocidad. Ese retardo en la celeridad del recorrido me hizo amorrar de la nube narcisista en la que me había introducido; avergonzado, seguí narrando:
—Anoche no me encontraba cómodo en mi puesto, no podía dormir y, sin saber por qué, me dio por caminar hasta el final de las colas; empecé a andar y andar sin pensar que me perdería de nuevo, como llegó a pasarme en la arboleda y antesala del infierno. —Después de mencionar estas palabras, con un leve palmoteo de sus alitas me frenó en el aire. Levitando y otra vez alucinado, como tiempo atrás me ocurrió con él, proseguí con el relato—: Me adentré en un sendero que volvía a recordarme aquel lugar, me asusté y, al querer alejarme de allí precipitadamente, tropecé; aunque las mariposas intentaron ayudarme, no lo lograron; lo que sucedió después, ya lo estás viendo.
—¡Ya!, ¿y nada más? —dijo con riguroso semblante.
—Nada más, es todo…, lo que pasaba por mi mente no me gustaba y quería tomar aire fresco.
—¡Y lo que tomaste fue un baño de barro! —Se carcajeaba burlándose de mi aspecto, quizá como pago a mi impudicia—. Con lo que, unido a la pigmentación de las alas de las mariposas, pareces una especie nueva. Pero dejemos tu pinta para más tarde, pues siento decirte que vas encaminado al desastre menos recomendado.
Aquella amenaza me hizo meditar, temblar de miedo e incluso menospreciar su ayuda con una inyección de soberbia que enturbió mis pensamientos, pero cambiando de canal, con el mando de la conexión que nos mantenía unidos, aunque en duda constante, le contesté sin tapujos, aunque con discreta y sutil cortesía:
—Así, en el aire y a esta altura, no me cabe la menor duda.
—No me refería a eso.
—Entonces, ¿a qué?
—¡Mira, insensato! Las mariposas, a ti, misterio que desconozco —repuso cansino; volvía a ocultar algo— no te dejarán que te estrelles en la charca.
—¡Ah!, entonces, ¿el fondo es agua? —Sonreía aliviado por la noticia—. Y, si es así, ¿qué problema hay?, creo que no se me habrá olvidado nadar o, ¿igual por el impacto vuelvo a morir?
—¡No!, eso no ocurrirá, simplemente, cabe la posibilidad de que estropees todo lo que habías conseguido hasta ahora por culpa de este viaje.
—¿Por qué, si puede saberse?
—Pues porque no conozco a nadie que haya salido bien parado de este lugar que ni haya podido regresar a las colas.
—¿Y eso por qué?
—El que logra sobrevivir al impacto del agua o no se estampa contra las rocas y sale ileso de la charca, se encuentra con un contratiempo que no espera, sus orillas son de tierras movedizas, peliagudas de traspasar y el resultado, morir; como la mayoría de los que lo han intentado; aparte de que esta peligrosa y absorbente masa es el lindero a un valle que no te interesa conocer, aunque si así lo hicieras, que será bajo tu responsabilidad, no te aseguro que pueda estar en cada peligro que te aceche, ni que en el lugar donde te adentres pueda ayudarte cuando me necesites.
—Y entonces, ¿qué crees que debo hacer?
—Regresar a las colas.
—Pero ¿si no puedo traspasar las tierras movedizas y muero en el intento…?
—No tienes por qué cruzarlas. Cuando te sumerjas en el agua, nada hasta la orilla del frontón rocoso, asciende por él hasta el sendero de las mariposas, lo cruzas, atraviesas el llano desértico y de ahí, de vuelta a tu puesto en las colas.
Desde aquella inusual, temerosa, pero privilegiada posición, podía contemplar la crecida hierba que cubría el valle mencionado. Sondhojo me comentaba, fingiendo estar asustado, que los pocos que salían con vida de las ciénagas se atrincheraban en las montañas que se divisaban a lo lejos, donde concluía aquel esférico valle; muerto de curiosidad, le pregunté:
—Entonces, ¿no podemos ir allí?
—¡No! —me cortó con rotundidad. Ahora sin fingimiento.
Cuando se alejó de mi lado, al tiempo, miles de mariposas me rodearon hasta cubrir la totalidad de mi cuerpo (pensé que él las mandaba). Asustado, creyendo que me estaban atacando, manoteaba sin cesar y las pataleaba para librarme de ellas. Al cabo de un rato, cansado, sin fuerzas y abatido, me rendí a la evidencia: dejé que hicieran conmigo lo que quisieran.
Cuando por fin pude abrir los párpados, las mariposas se habían despegado de mi cuerpo y se alejaban volando, con Sondhojo a la cabeza, como si fueran soldados de su ejército; mi protector me abandonaba y dejaba a merced de la decisión que tomara.
En vez de caer sobre el agua, como tenía pensado, sin lastimarme y como él ya había vaticinado, las mariposas me habían posado sobre el manto verdoso, mullido y fresco que colindaba con el cenagal que cubría todo el extenso, solitario y silencioso valle. Me senté a pensar qué hacer: si traspasar el barrizal, nadar hasta el frontón rocoso, ascender por él hasta el sendero de las mariposas y regresar a las colas o visitar aquel lugar dando otra oportunidad a mi osada y reincidente discrepancia; pero sopesaba los peligros que aquel lugar escondiera, que según la advertencia de Sondhojo debían de ser aterradores ante la insistencia de que regresara. La curiosidad tomaba ventaja al abandono y resolví que, ya que estaba allí, merecía la pena conocer este valle y a sus moradores, poniendo como excusa que podría morir al intentar traspasar las arenas movedizas, pero ¿por qué las mariposas no me depositaron en el agua o en la orilla del frontón rocoso, sino en el valle? En ese rifirrafe de suposiciones, y antes de que me diera cuenta, debí quedarme dormido por cansancio.
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PARA QUÉ NO HAY QUE ESPERAR: VOLUMEN II
FantasíaEn este segundo volumen, el protagonista, sintiéndose incómodo en su puesto, decide pasear bajo la tenue luz de las estrellas para aclarar sus ideas; pero sin darse cuenta se aleja tanto de las colas (asentamiento multitudinario de seres que esperan...