La armonía de grillos acompañaban a Timo en la oscuridad. Al abrir sus ojos y levantarse del suelo, el niño ignoró el punzante dolor de cabeza y comenzó a palpar la tierra de su alrededor con frenesí. Una nube de vaho salió de sus labios con un suspiro cuando encontró lo que buscaba: su mariquita.
Como si nada más tuviese sentido, se puso en pie y se dirigió a la autovía. Su pequeño brazo se encontraba estirado y con el pulgar hacia arriba. Se dispuso a caminar en sentido opuesto al de los coches aun temiendo ser arrollado.
No pasó mucho tiempo hasta que alguien paró el vehículo.
Era una furgoneta vieja y mal cuidada. El conductor tardó unos segundos en girar la manivela lo suficiente para bajar completamente la ventana, o eso supuso Timo, que no llegaba a ver a través de esta. Tuvo que ponerse de puntillas para ver la cara arrugada del conductor.
- ¿Quieres subir, niño?-preguntó una voz ronca desde dentro. La duda y el temor recorrieron a Timo.
Su madre siempre le había advertido sobre los extraños.
Su madre se decepcionaría si se subiera al coche.
Su madre debería haber vuelto.
Su madre no volvería.