A veces, las cosas no suceden cómo esperamos o simplemente, no suceden. La vida es una caja llena de sorpresas y para mí han habido más sorpresas malas que buenas. Aún recuerdo cuando me dijeron que no podía montar en una atracción, donde todos mis amigos disfrutaban como locos, por no medir lo preciso. Esa fue la primera sorpresa amarga que me dio la vida: era un tapón con piernas, brazos y cabeza. Pero bueno, cuando cumplí los trece años, di el estirón y ahora mido aproximadamente un metro con sesenta y cinco. No es mucho, todos mis amigos suelen sacarme una cabeza, pero, al menos, puedo montar en las atracciones.
Actualmente, tengo diecisiete años y aún sigo recibiendo sorpresas. Amargas, por supuesto. Aprobé primero de bachillerato con unas notas bestiales y he pasado un verano digno de un rey. Demasiado bueno para mí. Pero estaba todo preparado. Era una estrategia del destino: me hacía pensar que todo iba a salir bien, hasta que lanzó sus malignas garras contra mi madre e hicieron que creyese que me había matriculado en el instituto. Menuda sorpresa cuando encontré la matrícula rellena detrás del sofá. Mi corazón se paró por varios segundos. Pensé que todo podía arreglarse. Cuando llegó Septiembre y el instituto abrió sus puertas, mi madre y yo fuimos corriendo para ver qué solución había. Todavía me acuerdo del rostro de la secretaria cuando nos vio, esbozó una sonrisa que me dio escalofríos. Me quedó claro que esa mujer trabaja para el señor Destino. Total, que nos dijo con un tono arrogante, que todas las plazas para bachillerato estaban ocupadas, por lo tanto, no había solución. Que alguien me explique qué problema hay en meter a un alumno que ni siquiera se ve cuando está en tercera fila. Pues nada. He tenido que matricularme en el instituto que está al otro lado de la ciudad, dejando a todos mis amigos en el otro.
Mañana es la presentación. Me van a comer vivo.
Además, tengo otro problema, no pienso cómo suelen hacerlo la mayoría de los chicos de mi edad. A ellos se les ve más maduros, más racionales. No sé si será porque al igual que mi cuerpo, mi cerebro no ha crecido tanto como el de ellos, o porque me he acostumbrado a pensar así, pero según me dicen mis amigos: soy demasiado infantil para un chaval de diecisiete años. Podría pasar por un niño de trece, no me jodas. Pero llevan razón, yo veo a todos pensando qué carrera estudiarán el año que viene, cómo se van a preparar el acceso a la universidad, o cómo deberían estabilizar su relación.
Yo solo pienso en que no debe darme mucho el sol, me gusta ser pálido, además de evitar enfermedades futuras; o de buscar dinero para algún libro nuevo. Porque claro, además de tener un cerebro más pequeño que el resto de chicos de mi edad, también tengo unos gustos diferentes: leer o ver series.
Me hace gracia, pero si no recuerdo mal, la última vez que salí de fiesta fue con quince años y solo porque era mi graduación. Me bebí una copa de vodka y aún me arrepiento de haberla probado. Total, que a pesar de poder presumir de amigos, no salgo mucho de fiesta con ellos. Llamadme raro.
Suelto un suspiro cuando oigo la puerta sonar y me preparo para recibir la charla que mi madre trae preparada. Dios -o lo que haya ahí arriba-, dame paciencia para soportar esto.
-¿Puedo pasar?
Ya has pasado, mujer, ¿para qué preguntas? Aún así, asiento esbozando la mejor de mis sonrisas.
-¿Cómo estás, cielo? Mañana es el primer día.
Cielo. Ha dicho cielo. Empezamos bien. Va a ser una charla cariñosa con ápices de "pobrecito que va a estar solo y va a ser comido por más de veinte compañeros".
Me encojo de hombros y desvío mi mirada hacia la ventana. Hora de mentir: -estoy bien, mamá. Nervioso por saber que todo es nuevo, pero con ganas de empezar.
Sonríe. Era lo que quería escuchar. A mí me gustaría sentirme así, pero no es la verdad. Tengo miedo, pánico, terror... Va a ser la caza del ratón, pero no por gatos, sino por verdaderas fieras sedientas de carne fresca.
-Menos mal. No sé cómo se me pudo pasar matricularte, cielo. Juraría que lo hice -el Señor Destino, mamá. Don Puto Señor Destino-. Pero bueno, esto es una oportunidad para empezar de cero, poder hacer más amigos y disfrutar de la experiencia.
Qué bien suena todo, joder. Qué capacidad para envolverlo todo en color de rosa. ¿Cómo lo hará?
-Solo quiero que sepas que pase lo que pase, yo estoy aquí, ¿vale? Apoyándote en todo.
-Lo sé.
-Eder, si no te sientes a gusto, dímelo. ¿Me lo prometes?
Esa es otra. Mi querido nombre. Según mi padre es precioso. Dice que significa siervo de Dios. ¡Siervo de Dios! Él es creyente, racional, alto, guapo y listo. Pero a mí no me la da. Mi nombre es jodidamente feo. Cuando me quejo, suele decirme: en vasco significa hermoso. Sí, y también significa pato y rebaño. ¿A que eso ya no es tan bonito? Pero lo peor es que mi madre quería un nombre compuesto y, como no estaba satisfecha con ponerme Eder, decidió hacerme la vida más dura, adjudicándome de segundo nombre Noé. Eder Noé. Manda huevos.
-¿Eder?
-¿Eh? Ah, sí. Te lo prometo. Pero tranquila. Sé arreglármelas solo.
JAJAJAJA. Mi gran don es la mentira, por cierto.
-De acuerdo, cielo. Voy a preparar la comida.
Coloco el rostro sobre la almohada, deseando ahogarme. No lo consigo. Siempre hay algún hueco por dónde el oxígeno llega a entrar.
Realmente estoy nervioso. No quiero volver a ser el raro de la clase o que todos los chicos vayan a por mí. No quiero. Ya lloré bastante cuando empecé el instituto y logré superarlo el año pasado. No era el más guay, pero al menos contaban conmigo para hacer los trabajos de clase. Ahora empieza todo de cero y no estoy preparado para volver a ser la diana de todos.
Señor Destino, nunca le he pedido nada, me he quejado mucho, sí, pero jamás he pedido nada. Por favor, deja que sea invisible para todos.
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En mi piel
Teen FictionCuando mi mundo ha dejado de dar vueltas y yo he dejado de golpearme una y otra vez contra el suelo, mi madre me informa de que tengo que cursar Bachillerato en otro instituto. Estoy aterrado, pero tengo una misión: ser invisible. Sin embargo, no v...