Espérame dónde tengas que esperar

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Me senté a esperar: a esperarte, mientras, contaba a las personas que transitaban por la vereda. Tenía una vista esplendida, sentado en la mesa número trece del café, ubicado al frente del edificio de mi oficina, contemplaba esperando que, en cualquier momento cruzaras la avenida y salieras de la muchedumbre a saludarme, como aquella vez cuando te encontré... Esperé, como todos los jueves a las cuatro de la tarde, y como todos los jueves pedí un café sin azúcar y una media luna, mientras te imaginaba sentada frente a mí, con la cabeza ladeada hacia la derecha, tu tierna mirada fija en mis ojos y tus caricias en mis manos y mis mejillas, siempre escuchabas mis reclamos contra todo el mundo y sonreías, me sonreías: sólo a mí, calmándome, durante media hora, para luego volver a nuestros trabajos... El primero de esos millones de jueves de aquellas casuales reuniones; entraste con ese vestido amarillo, repleto de mariposas blancas y una rosa roja en el peinado, yo esperaba sentado, aguardando terminar pronto mi café, para volver a trabajar. Caminaste por el pasillo e inconscientemente levanté mi mano para saludarte, cuando te reconocí; apenas lo hice me arrepentí y recordé lo tímido que suelo ser para iniciar una conversación. Tú jamás dudaste y me contestaste el saludo, porque me recordaste, aunque con los años, admitiste que me habías mentido, que sólo lo habías hecho por educación, que jamás pensaste en que habíamos sido vecinos cuando pequeños, hasta que me mudé de ciudad, al sur a vivir con mi padre. Nos unió esa coincidencia, en ese café y no dejamos de coincidir más: en el café, en un bar, en una plaza, en una casa, en una vida, en ambas vidas, en el momento exacto en que ya sentía que todo había acabado, que mi vida había pasado sin dejar algo útil en ella. Pero ahí estuviste tú, desde ahí en adelante, y yo, ahí para ti, incluso cuando ese inolvidable jueves de julio, con una lluvia de los mil demonios, me llamaste: "no sé dónde estoy", me dijiste, y salí a buscarte. Y cuando dos años después, un tres de noviembre, te llamó ese estúpido policía, para comunicarte en un minuto y cuarenta y tres segundos, que tu hijo había muerto en un accidente automovilístico, borracho se había desviado de su pista y estrellado de frente contra otro vehículo. No lloraste, sólo te limitaste a dejar de hablar, durante siete semanas, a contestar a mis preguntas con movimientos de cabeza, para un breve sí o un rotundo no. Tú silencio acabó cuando te confesé que te amaba tanto que jamás te dejaría sola, tú detuviste tu caminar apresurado y rebelde, te volviste para mirarme y me dijiste: "Lo sé". Con el tiempo, cuando la herida de la pérdida de tu único hijo cicatrizó o, por lo menos, eso aparentabas, me dijiste que siempre evocarías ese momento; pero por supuesto que mentiste, aunque para entonces no lo sabías. Extraviaste nuestro anillo de matrimonio, cuando nos comprometimos unos años después, y si bien me mentiste, en un principio, explicándome que te habían asaltado, luego me confesaste la verdad: "No sé dónde lo dejé", no me preocupé y trabajé un poco más, para comprarte otro nuevo. Yo era feliz a tu lado, y esos detalles jamás me importaron. No obstante, un día te levantaste y arreglaste la casa para el cumpleaños de tu hijo, era un tres de noviembre. Me acerqué con miedo, temeroso, no comprendía qué pasaba en un principio y lentamente te expliqué que tu hijo estaba muerto. Lloraste todo el día, aunque supuse que después de un momento, ni siquiera sabías el motivo de tu angustia. "Amor, ¿Qué me está pasando?" gritabas con las manos cubriéndote el rostro, pero no sabía que responderte: simplemente no tenía idea que te estaba pasando. Dejaste de ir al trabajo, porque de un día para otro ya no te gustaba hacer, lo que habías amado toda tu vida. Dejaste de leer, dejaste de cocinar, debí obligarte a salir acompañada... Me gusta extrañarte y recordarte, sentado esperando que vuelvas al café que nos unió, para saludarte instintivamente, para que finjas recordarme, para que inclines tu cabeza y sonrías: me sonrías, para que me mires comer mi media luna, para sentir tus caricias en mis manos y mejillas, mientras cierro los ojos y pienso en lo mucho que te extraño, en lo mucho que me recrimino por no haber disfrutado cada segundo de tu compañía... Me miraste con los ojos perdidos: no sabías quien era, una vez más. Hoy era tu abuelo Eduardo. Intentaste preguntarme un por qué a mí, que jamás salió de tus labios, pero que deduje del movimiento de tu cuerpo, de rabia, de incomprensión. "Todo estará bien, bebé", le mentí por primera y última vez, mientras me despedía con la mirada. 

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⏰ Última actualización: Apr 18, 2019 ⏰

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