prólogo

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—Deberíamos volver ya —instó Gared mientras los bosques se tornaban más y más oscuros a su alrededor—. Los salvajes están muertos.
—¿Te dan miedo los muertos? —preguntó ser Waymar Royce, insinuando apenas una sonrisa.
—Los muertos están muertos —contestó Gared. No había mordido el anzuelo.
Era un anciano de más de cincuenta años, y había visto ir y venir a muchos jóvenes señores—. No tenemos nada que tratar con ellos.
—¿Y de veras están muertos? —preguntó Royce delicadamente—. ¿Qué Prueba tenemos?
—Will los ha visto —respondió Gared—. Si él dice que están muertos, no necesito más pruebas.
—Mi madre me dijo que los muertos no cantan canciones —intervino Will.
Sabía que lo iban a meter en la disputa más tarde o más temprano. Le habría
gustado que fuera más tarde que temprano.
—Mi ama de cría me dijo lo mismo, Will —replicó Royce—. Nunca te creas nada de lo que te diga una mujer cuando estás junto a su teta. Hasta de los
muertos se pueden aprender cosas. —Su voz resonó demasiado alta en el
anochecer del bosque.
—Tenemos un largo camino por delante —señaló Gared—. Ocho días, hasta puede que nueve. Y se está haciendo de noche.
—Como todos los días alrededor de esta hora —dijo ser Waymar Royce después de echar una mirada indiferente al cielo—. ¿La oscuridad te atemoriza,
Gared?
Will percibió la tensión en torno a la boca de Gared y la ira apenas contenida en los ojos, bajo la gruesa capucha negra de la capa. Gared llevaba cuarenta
años en la Guardia de la Noche, buena parte de su infancia y toda su vida de adulto, y no estaba acostumbrado a que se burlaran de él. Pero aquello no era todo. Will presentía algo más en el anciano aparte del orgullo herido. Casi se palpaba en él una tensión demasiado parecida al miedo.
Will compartía aquella intranquilidad. Llevaba cuatro años en el Muro. La primera vez que lo enviaron al otro lado, recordó todas las viejas historias y se le revolvieron las tripas. Después se había reído de aquello. Pero ya era veterano de
cien expediciones, y la interminable extensión de selva oscura que los sureños
llamaban el bosque Encantado no le resultaba aterradora.
Hasta aquella noche. Aquella noche había algo diferente. La oscuridad tenía un matiz que le erizaba el vello. Llevaban nueve días cabalgando hacia el norte,
hacia el noroeste y hacia el norte otra vez, siempre alejándose del Muro, tras la pista de unos asaltantes salvajes. Cada día había sido peor que el anterior, y aquel era el peor de todos. Soplaba un viento gélido del norte, que hacía que los árboles susurraran como si tuvieran vida propia. Durante toda la jornada, Will se había sentido observado, vigilado por algo frío e implacable que no le deseaba nada bueno. Gared también lo había percibido. No había nada que Will deseara más que cabalgar a toda velocidad hacia la seguridad que ofrecía el Muro, pero no era un sentimiento que pudiera compartir con un comandante.
Y menos con un comandante como aquel.
Ser Waymar Royce era el hijo menor de una antigua casa con demasiados herederos. Era un joven de dieciocho años, atractivo, con ojos grises, gallardo y esbelto como un cuchillo. A lomos de su enorme corcel negro, se alzaba muy por
encima de Will y Gared, montados en caballos pequeños y recios adecuados para el terreno. Calzaba botas de cuero negro, y vestía pantalones negros de lana, guantes negros de piel de topo y una buena chaquetilla ceñida de brillante cota de malla sobre varias prendas de lana negra y cuero curtido. Ser Waymar llevaba
menos de medio año como hermano juramentado en la Guardia de la Noche, pero sin duda se había preparado bien para su vocación. Al menos en lo que a la ropa respectaba.
La capa era su may or orgullo: de marta cibelina, gruesa, suave y negra como el carbón.
—Apuesto algo a que las mató a todas con sus propias manos —había comentado Gared en los barracones, mientras bebían vino—. Seguro que nuestro
gran guerrero les arrancó las cabecitas él mismo.
Todos se habían reído.
« Es difícil aceptar órdenes de un hombre del que te burlas cuando bebes» ,
reflexionó Will mientras tiritaba a lomos de su montura. Gared debía de estar pensando lo mismo.
—Mormont dijo que siguiéramos sus huellas, y ya lo hemos hecho —dijo Gared—. Están muertos. No volverán a molestarnos. Nos queda un camino duro por delante. No me gusta este clima. Si empieza a nevar, tardaremos quince días en volver, y la nieve es lo mejor que podemos encontrarnos. ¿Habéis visto alguna tormenta de hielo, mi señor?
El joven señor no parecía escucharlo. Observaba la creciente oscuridad del
crepúsculo con aquella mirada suya, entre aburrida y distraída. Will había cabalgado el tiempo suficiente junto al caballero para saber que era mejor no
interrumpirlo cuando mostraba aquella expresión.
—Vuelve a contarme lo que has visto, Will. Con todo detalle. No te dejes nada.
Will había sido cazador antes de unirse a la Guardia de la Noche. Bueno, en realidad había sido furtivo. Los jinetes libres de los Mallister lo habían atrapado
con las manos manchadas de sangre en los bosques de los Mallister, mientras despellejaba un ciervo de los Mallister, y tuvo que elegir entre vestir el negro y
perder una mano. No había nadie capaz de moverse por los bosques tan sigilosamente como Will, y los hermanos negros no tardaron en explotar su talento.
—El campamento está casi una legua más adelante, pasado aquel risco, justo al lado de un arroyo —dijo Will—. Me he acercado tanto como me he atrevido.
Eran ocho, hombres y mujeres. Niños no, al menos no he visto ninguno. Habían puesto una especie de tienda contra la roca. La nieve y a la había cubierto casi del todo, pero la he visto. No había hoguera, aunque el lugar donde había estado encendida se distinguía claramente. Ninguno se movía; los he observado un buen rato. Ningún ser vivo ha estado jamás tan quieto.
—¿Has visto sangre?
—La verdad es que no —admitió Will.
—¿Y armas?
—Algunas espadas, unos cuantos arcos… Uno de los hombres tenía un hacha. De doble filo, parecía muy pesada, un buen trozo de hierro. Estaba en el suelo,
junto a su mano.
—¿Recuerdas en qué postura se encontraban los cuerpos?
—Un par de ellos estaban sentados con la espalda contra la roca —contestó Will encogiéndose de hombros—. La mayoría, tendidos en el suelo. Como caídos.
—O dormidos —sugirió Royce.
—Caídos —insistió Will—. Había una mujer en la copa de un carpe, medio oculta entre las ramas. Una vigía. —Esbozó una sonrisa—. He tenido buen
cuidado de que no me viera. Cuando me he acercado, he visto que ella tampoco se movía. —Muy a su pesar, se estremeció.
—¿Tienes frío? —preguntó Royce.
—Un poco —murmuró Will—. El viento, mi señor.
El joven caballero se volvió hacia el soldado de pelo cano. Las hojas que la escarcha había hecho caer de los árboles pasaron susurrantes junto a ellos, y el corcel de Roy ce se movió, inquieto.
—¿Qué crees que pudo matar a esos hombres, Gared? —preguntó ser Waymar en tono despreocupado. Se ajustó el pliegue de la larga capa de marta.
—El frío —replicó Gared con certeza férrea—. Vi a hombres morir congelados el pasado invierno, y también el anterior, cuando era casi un niño.
Todo el mundo habla de nieve de veinte varas de espesor, y de cómo el viento gélido llega aullando del norte, pero el verdadero enemigo es el frío. Se echa encima de uno más sigiloso que Will; al principio se tirita y castañetean los dientes, se dan pisotones contra el suelo, y se sueña con vino caliente y con una buena hoguera. Y quema, vaya si quema. No hay nada que queme como el frío.
Pero solo durante un tiempo. Luego se mete dentro y empieza a invadirlo todo, y al final no se tienen fuerzas para combatirlo. Es más fácil sentarse, o echarse a
dormir. Dicen que al final no se siente ningún dolor. Primero se está débil yamodorrado, y todo se vuelve nebuloso, y luego es como hundirse en un mar de
leche tibia. Como muy tranquilo todo.
—Qué elocuencia, Gared —observó ser Waymar—. No me imaginaba que te expresaras así.
—Yo también he tenido el frío dentro, joven señor. —Gared se echó la capucha hacia atrás para que ser Waymar le viera bien los muñones, donde había tenido las orejas—. Las dos orejas, tres dedos de los pies y el meñique de
la mano izquierda. Salí bien parado. A mi hermano lo encontramos congelado en
su turno de guardia, con una sonrisa en los labios.
—Tendrías que usar ropa más abrigada —dijo ser Waymar encogiéndose de hombros.
Gared miró al joven señor y se le enrojecieron las cicatrices en torno a los oídos, allí donde el maestre Aemon le había amputado las orejas.
—Ya veremos hasta qué punto podéis abrigaros cuando llegue el invierno. — Se subió la capucha y se encorvó sobre su montura, silencioso y hosco.
—Si Gared dice que fue el frío… —empezó Will.
—¿Has hecho alguna guardia esta semana pasada, Will?
—Sí, mi señor. —No había semana en que no hiciera una docena de guardias de mierda. ¿Adónde quería llegar con aquello?
—¿Y cómo estaba el Muro?
—Lloraba —dijo Will con el ceño fruncido. Ahora que el joven señor lo señalaba, estaba claro—. Si el Muro lloraba, no se pudieron congelar. No hacía
suficiente frío.
—Muy perspicaz —asintió Royce—. La semana pasada tuvimos unas cuantas heladas ligeras, y algunas ráfagas de nieve, pero en ningún momento hizo tanto
frío para que ocho adultos murieran congelados. Y te recuerdo que eran hombres
con ropa de piel y cuero, que estaban cerca de un refugio y que sabían encender una hoguera. —La sonrisa del caballero no podía ser más confiada—. Llévanos hasta ese lugar, Will. Quiero ver a los muertos con mis propios ojos.
Y y a no hubo más que hablar. La orden estaba dada, y el honor los obligaba a obedecerla.
Will abrió la marcha con su montura desgreñada, eligiendo cauteloso el camino entre la maleza. La noche anterior había caído una ligera nevada, y
había piedras, raíces y depresiones ocultas al acecho del descuidado y el imprudente. A continuación iba ser Waymar Royce sobre el gran corcel negro,
que piafaba impaciente. Un corcel no era montura adecuada para una expedición de exploración, pero cualquiera se lo decía al joven señor. Gared
cerraba la marcha. El anciano soldado iba murmurando para sus adentros mientras cabalgaba.
Caía la noche. El cielo despejado se volvió de un tono púrpura oscuro, el color de un moretón viejo, y se fue tornando negro. Empezaron a aparecer las estrellas y una media luna. Will agradeció la luz en su fuero interno.
—Seguro que podemos ir a mejor paso —dijo Royce cuando la luna brilló en el cielo.
—Con este caballo, no —replicó Will. El miedo lo había vuelto insolente—. ¿Quiere mi señor abrir la marcha?
Sir Waymar Roy ce no se dignó responder.
En algún lugar del bosque, un lobo aulló.
Will hizo que su caballo se situara bajo un viejo carpe nudoso, y desmontó.
—¿Por qué te detienes? —preguntó ser Waymar.
—Mejor vamos a pie el resto del camino, mi señor. Está cerca, tras aquel risco.
Roy ce se detuvo un instante, mirando a lo lejos con gesto reflexivo. El viento frío soplaba entre los árboles. La larga capa de marta se agitó tras él como una cosa semiviva.
—Aquí falla algo —murmuró Gared.
—¿De verdad? —dijo el joven caballero con una sonrisa desdeñosa.
—¿No lo notáis? —preguntó Gared—. Escuchad la oscuridad.
Will sí lo notaba. Llevaba cuatro años en la Guardia de la Noche, y nunca
había tenido tanto miedo. ¿Qué pasaba?
—Viento. El susurro de los árboles. Un lobo. ¿Cuál de esos ruidos es el que
asusta tanto, Gared?
Al ver que Gared no respondía, Roy ce se bajó del caballo con gesto elegante.
Ató el corcel a una rama baja, a buena distancia de los otros caballos, y
desenvainó la espada larga. La empuñadura refulgía con el brillo de las piedras
preciosas, y la luz de la luna parecía fluir por el acero pulido. Era un arma
magnífica, forjada en castillo, y estaba nueva. Will pensó que nadie la había
blandido jamás con ira.
—Aquí, los árboles están muy juntos —avisó—. La espada se os va a enredar
con las ramas, mi señor. Es mejor llevar un cuchillo.
—Cuando necesite consejos, los pediré —replicó el joven señor—. Tú
quédate aquí, Gared, vigila los caballos.
—Nos hará falta una hoguera. —Gared desmontó—. Yo me encargo.
—¿Eres completamente idiota, viejo? Si hay enemigos al acecho en este
bosque, lo que menos falta nos hace es una hoguera.
—El fuego mantendría alejados a algunos enemigos —señaló Gared—. Osos,
lobos huargo y… y otras cosas.
—Nada de hogueras. —Ser Waymar apretó los labios.
La capucha de Gared le ensombrecía el rostro, pero Will advirtió que tenía un
brillo duro en los ojos al mirar al caballero. Durante un momento temió que el
anciano fuera a desenvainar la espada. Era un arma corta y fea, con la
empuñadura descolorida por el sudor y melladuras en la hoja tras muchos años de uso frecuente, pero Will no habría apostado nada por la vida del joven señor si
Gared llegaba a esgrimirla.
—Nada de hogueras —murmuró Gared entre dientes bajando la vista.
Royce lo consideró un acatamiento y dio media vuelta.
—Guíame —dijo a Will.
Will se abrió camino por un bosquecillo y ascendió por la ladera hasta el
pequeño risco donde podía ocupar una posición ventajosa junto al árbol centinela.
Bajo la capa fina de nieve, el terreno estaba húmedo y fangoso, resbaladizo,
plagado de piedras y raíces ocultas con las que cualquiera podía tropezar. Will no
hacía el menor ruido al avanzar. A su espalda, oía el suave tintineo de la cota de
malla del joven señor, el crujir de las hojas y maldiciones entre dientes cada vez
que la espada se le enredaba con las ramas y se le enganchaba la espléndida
capa de marta.
El enorme centinela estaba justo en la cima del risco, donde Will recordaba;
las ramas más bajas, a apenas un codo del suelo. Will se tendió de bruces sobre
la nieve y el lodo, y se deslizó bajo ellas para espiar el claro desierto de abajo.
El corazón le dio un vuelco. Durante un instante no se atrevió ni a respirar. La
luz de la luna iluminaba el claro, las cenizas de la hoguera, la tienda cubierta de
nieve, la gran roca y el arroyuelo casi congelado. Todo estaba igual que unas
horas antes.
Habían desaparecido. Todos los cadáveres habían desaparecido.
—¡Dioses! —Oy ó a su espalda. Ser Waymar Royce acababa de cortar una
rama con la espada. Se encontraba junto al centinela, con el arma todavía
empuñada y la capa ondeando al viento; las estrellas iluminaban el noble perfil
que cualquiera podía ver.
—¡Agachaos! —susurró Will, apremiante—. Algo va mal.
Royce no se movió. Contempló el claro desierto al pie del risco, y dejó
escapar una carcajada.
—Por lo visto, tus cadáveres han levantado el campamento.
Will se había quedado mudo. Las palabras no le acudían a la mente. Aquello
era imposible. Recorrió una y otra vez el campamento con la mirada. Un hacha
de combate enorme, de doble filo, seguía tirada donde la había visto la vez
anterior. Un arma de gran valor…
—Ponte de pie, Will —ordenó ser Waymar—. Ahí no hay nadie. No te quiero
ver escondiéndote bajo un arbusto. —Will obedeció de mala gana. Ser Waymar
lo miró con desaprobación—. No pienso fracasar en mi primera expedición y ser
el hazmerreír del Castillo Negro. Encontraremos a esos hombres cueste lo que
cueste. —Miró a su alrededor—. Sube a ese árbol. Venga, deprisa. A ver si divisas
una hoguera.
Will dio media vuelta sin decir nada. Era inútil discutir. El viento soplaba y se
le clavaba en los huesos. Llegó junto al árbol, el centinela gris verdoso, y empezó a trepar. Ya tenía las manos pegajosas de resina antes de desaparecer entre las
ramas. El miedo le atenazaba las entrañas como una comida mal digerida.
Susurró una plegaria a los dioses sin nombre del bosque y sacó un puñal de la
vaina. Se lo puso entre los dientes para seguir trepando con las dos manos. El
sabor del hierro frío le proporcionó cierto consuelo.
De pronto, oy ó la voz del joven señor al pie del árbol.
—¿Quién anda ahí?
Will detectó cierta inseguridad pese al tono desafiante. Se detuvo. Escuchó.
Miró.
Los bosques le dieron la respuesta: el rumor de las hojas, el gélido discurrir
del arroy o, el ulular lejano de un búho de las nieves…
Los Otros no hacían ruido.
Will divisó un movimiento por el rabillo del ojo. Unas sombras claras se
deslizaban entre los árboles. Giró la cabeza y vio otra sombra blanca en la
oscuridad. Desapareció al instante. El viento agitaba suavemente las ramas y
hacía que se arañaran unas a otras con dedos de madera. Will tomó aliento para
lanzar un grito de advertencia, pero las palabras se le congelaron en la garganta.
Quizá estuviera equivocado. Quizá hubiera sido solo un pájaro, un reflejo sobre la
nieve, un espejismo de la luz de la luna. Al fin y al cabo, ¿qué había visto?
—¿Dónde estás, Will? —preguntó ser Waymar desde abajo—. ¿Ves algo? —
Caminaba con cautela, de pronto alerta, espada en mano. Él también debía de
haber advertido su presencia, aun sin verlos—. ¡Responde! ¿Por qué hace tanto
frío? —añadió.
Era cierto, hacía mucho frío. Will, tiritando, se aferró todavía con más fuerza
a la rama. Apretó la cara contra el tronco del centinela. Notó la savia dulce y
pegajosa en la mejilla.
Una sombra surgió de la oscuridad del bosque. Se alzó ante Royce. Era alta,
tan dura y flaca como los huesos viejos, con carne pálida como la leche. Su
armadura parecía cambiar de color cada vez que se movía; en un momento dado
era blanca como la nieve recién caída, al siguiente negra como las sombras, o
salpicada del oscuro verde grisáceo de los árboles. Con cada paso que daba, los
juegos de luces y sombras danzaban como la luz de la luna sobre el agua.
Will oyó como a ser Waymar Roy ce se le escapaba el aliento en un sonido
siseante.
—No te acerques más —dijo el joven señor.
Tenía la voz chillona como la de un niño. Se retiró la larga capa de marta de
los hombros para tener libertad de movimiento en los brazos durante el combate,
y agarró la espada con ambas manos. El viento había cesado. Hacía mucho,
mucho frío.
El Otro se deslizó adelante con pasos silenciosos. Llevaba en la mano una
espada larga que no se parecía a ninguna que Will hubiera visto en la vida. En su forja no había tomado parte metal humano alguno. Era un rayo de luna
translúcido, una esquirla de cristal tan delgada que casi no se veía de canto.
Aquella arma emitía un tenue resplandor azulado, una luz fantasmagórica que
centelleaba en su filo, y sin saber por qué, Will comprendió que era más cortante
que cualquier hoja.
—Adelante si quieres, bailemos. —Ser Waymar le hizo frente con valentía.
Alzó la espada por encima de la cabeza, desafiante. Le temblaban las manos
a causa del peso, o tal vez fuera por el frío. Pero Will pensó que en aquel
momento ya no era un crío, sino un hombre de la Guardia de la Noche.
El Otro se detuvo. Will le vio los ojos; azules, más oscuros y más azules que
ningún ojo humano, de un azul que ardía como el hielo. Estaban fijos en la
espada temblorosa, sobre la cabeza de ser Waymar, en la luz de luna que fluía
por el metal. Durante un instante, se atrevió a albergar esperanzas.
Salieron de entre las sombras en silencio, todos idénticos al primero. Eran
tres… cuatro… cinco… Quizá ser Waymar llegó a sentir el frío que emanaba de
ellos, pero no los vio, no oyó como se aproximaban. Will tenía que lanzar un grito
de aviso. Era su deber. Y su muerte, si osaba hacerlo. Se estremeció, se aferró al
árbol con más fuerza y guardó silencio.
La espada transparente hendió el aire.
Ser Waymar la detuvo con acero. Cuando las hojas chocaron, no se oy ó el
ruido de metal contra metal; tan solo un sonido agudo, silbante, apenas por
encima del umbral de audición, como el grito de dolor de un animal. Royce paró
el segundo golpe, y el tercero, y luego retrocedió un paso. Otro intercambio de
golpes, y volvió a retroceder.
Tras él, a derecha e izquierda, los observadores aguardaban pacientes,
silenciosos, sin rostro; el dibujo cambiante de sus delicadas armaduras los hacía
casi invisibles en el bosque. Pero no hicieron ademán alguno de intervenir.
Las espadas chocaron una y otra vez, hasta que Will sintió deseos de taparse
los oídos para protegerse del lamento angustioso que emitían. Ser Waymar
jadeaba ya por el esfuerzo, el aliento le surgía en nubecillas blancas a la luz de la
luna. La hoja de su espada estaba cubierta de escarcha; la del Otro brillaba con
luz azul.
Entonces, el quite de Royce llegó un instante demasiado tarde. La hoja
transparente le cortó la cota de malla bajo el brazo. El joven señor lanzó un grito
de dolor. La sangre manó entre las anillas. Despedía vapor en medio de aquel
frío, y las gotas eran rojas como llamas al llegar a la nieve. Ser Waymar se llevó
la mano al costado. El guante de piel de topo quedó teñido de rojo.
El Otro dijo algo en un idioma que Will no conocía; la voz era como el
crujido del hielo en un lago invernal, y las palabras sonaban burlonas.
—¡Por Robert! —gritó ser Waymar Roy ce haciendo acopio de toda su furia.
Y se lanzó hacia delante con un rugido, blandiendo la espada escarchada con ambas manos y descargando todo su peso en un ataque en arco paralelo al suelo.
El Otro paró el golpe con un movimiento casi fortuito.
Cuando las hojas se encontraron, el acero se quebró.
Un grito despertó ecos en el bosque nocturno, y la hoja tembló y saltó en mil
pedazos que salieron disparados como una lluvia de agujas. Royce cayó de
rodillas entre gritos mientras se cubría los ojos. La sangre le manaba entre los
dedos.
Los observadores se adelantaron al unísono, como si les hubieran dado alguna
señal. Las espadas se alzaron y descendieron en un silencio sepulcral. Fue una
carnicería sin ira. Las hojas translúcidas hendían la cota de malla como si fuera
seda. Will cerró los ojos. Bajo él, sonaban voces y risas agudas como
carámbanos.
Cuando reunió el valor necesario para mirar de nuevo, y a había pasado
mucho tiempo, y el risco estaba desierto.
Siguió entre las ramas, sin apenas atreverse a respirar, mientras la luna se
deslizaba por el cielo negro. Por fin, con los músculos agarrotados y los dedos
entumecidos por el frío, bajó del árbol.
El cadáver de Royce yacía de bruces en la nieve, con un brazo extendido. La
gruesa capa de marta estaba desgarrada por mil sitios. Allí tendido, muerto,
resultaba más obvio que nunca que era muy joven. Un niño.
Encontró a unos pasos lo que quedaba de la espada, con la punta rota y
retorcida como un árbol sobre el que hubiera caído un ray o. Will se arrodilló,
miró a su alrededor con cautela y la recogió. La espada rota sería la prueba que
necesitaba. Gared sabría qué significaba, y si no, lo sabría el Viejo Oso, lord
Mormont, o el maestre Aemon. ¿Seguiría Gared esperando con los caballos?
Tenía que darse prisa.
Will se levantó. Ser Waymar Royce estaba de pie junto a él.
Sus ropas lujosas eran andrajos; el rostro, una máscara ensangrentada. Tenía
un fragmento afilado de su espada clavado en la pupila blanca y ciega del ojo
izquierdo.
El derecho estaba abierto. La pupila ardía con un brillo azul. Veía.
La espada rota se le cay ó de los dedos. Will cerró los ojos para rezar. Unas
manos largas y elegantes le acariciaron la mejilla y se cerraron en torno a su
garganta. Iban enguantadas en piel de topo de la mejor calidad, y estaban
pegajosas por la sangre, pero su roce era frío como el hielo.

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