Eddard

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EDDARD
Los visitantes entraban como un río de oro, plata y acero bruñido por las
puertas del castillo, más de trescientos, la élite de sus vasallos, los caballeros, las
espadas juramentadas y los jinetes libres. Sobre ellos ondeaba una docena de
estandartes dorados, agitados por el viento del norte, en los que se veía el venado
coronado de Baratheon.
Ned conocía a muchos de los jinetes. Allí estaba ser Jaime Lannister, de
cabellos tan brillantes como el oro batido, y Sandor Clegane, con el espantoso
rostro quemado. El muchachito alto que cabalgaba junto a él únicamente podía
ser el príncipe heredero, y el hombrecillo atrofiado que iba detrás de ellos era sin
lugar a dudas el Gnomo, Tyrion Lannister.
Pero el hombretón corpulento que cabalgaba al frente de la columna,
flanqueado por dos caballeros con las capas níveas de la Guardia Real, era casi
un desconocido para Ned… hasta que se bajó del caballo de guerra con un rugido
harto familiar, y lo estrechó en un abrazo de oso que le hizo crujir los huesos.
—¡Ned! ¡Cómo me alegro de verte! ¡Sigues igual, no sonríes ni aunque te
maten! —El rey lo examinó de pies a cabeza y soltó una carcajada—. ¡No has
cambiado nada!
Ned habría deseado poder decir lo mismo. Habían pasado quince años desde
que cabalgaran juntos para conquistar un trono. El señor de Bastión de Tormentas
era entonces un joven de rostro afeitado, ojos claros y torso musculoso; el sueño
de cualquier doncella. Con casi dos varas y media de altura, se erguía por
encima de todos los demás, y cuando se ponía la armadura y el gran yelmo
astado de su casa, se convertía en un verdadero gigante. También tenía la fuerza
de un gigante, y su arma favorita era un martillo de guerra de hierro que Ned
apenas si podía levantar. En aquellos tiempos, el olor del cuero y la sangre lo
envolvía como un perfume.
Muchos años después era el perfume lo que lo envolvía como un perfume, y
tenía una circunferencia tan excepcional como su estatura. Ned había visto al rey
por última vez nueve años atrás, durante la rebelión de Balon Greyjoy, cuando el
venado y el lobo huargo se unieron para poner fin a las pretensiones del que se
había proclamado rey de las islas del Hierro. Desde aquella noche en que
estuvieron juntos ante la fortaleza vencida, donde Robert aceptó la rendición del
señor y Ned se llevó a su hijo Theon como rehén y pupilo, el rey había
engordado al menos cuatro arrobas. Lucía una barba negra y tan basta como el
alambre, que por lo menos servía para ocultar la papada y los temblorosos
mofletes del rey, pero nada podía disimular la barriga ni las bolsas oscuras bajo
los ojos.
Pero Robert era también el rey de Ned, ya no era solo un amigo. No podía decirle aquello.
—Alteza —fue su saludo—. Invernalia está a vuestra disposición.
El resto del grupo también había desmontado, y los mozos de cuadra
acudieron a llevarse los caballos. La reina consorte de Robert, Cersei Lannister,
entró a pie junto con sus hijos menores. La casa sobre ruedas en que habían
viajado, un enorme carruaje de dos pisos hecho de roble y metales dorados, que
remolcaban cuarenta caballos de tiro, era tan ancha que no podía pasar por las
puertas del castillo. Ned hincó una rodilla en la nieve para besar el anillo de la
reina, mientras Robert abrazaba a Catelyn como si fuera una hermana largo
tiempo ausente. A continuación presentaron a sus respectivos hijos, con los
comentarios típicos por parte de los adultos.
—Llévame a tu cripta, Eddard —le dijo el rey a su anfitrión en cuanto
terminaron las formalidades del recibimiento—. Quiero presentar mis respetos.
El corazón de Ned se llenó de afecto hacia el rey, por recordarla aún después
de tantos años. Pidió una lámpara de aceite. No hacía falta decir más. La reina
había iniciado una protesta: llevaban viajando desde el amanecer, todos estaban
cansados y tenían frío; lo primero era descansar un rato. Que los muertos
esperasen. No dijo más. Robert le había dirigido una mirada, y su hermano
mellizo, Jaime, la agarró por un brazo y la apartó de allí en silencio.
Ned y aquel rey al que apenas reconocía bajaron juntos a la cripta. Los
tortuosos peldaños de piedra eran estrechos. Ned iba delante con la lámpara.
—Ya pensaba que no íbamos a llegar nunca a Invernalia —se quejó Robert
mientras descendían—. Tal como se habla de mis Siete Reinos en el sur, uno tiene
tendencia a olvidar que tu parte es tan grande como los otros seis juntos.
—Espero que hayáis tenido un buen viaje, alteza.
—Pantanos, bosques, campos y ni una posada decente al norte del Cuello —
dijo Robert con un bufido—. En la vida había visto nada tan inhóspito. ¿Dónde
vive toda tu gente?
—Puede que sea demasiado tímida para salir —bromeó Ned. Ya notaba el
frío que subía de la cripta, un aliento gélido procedente del centro de la tierra—.
No se ven muchos reyes en el norte.
—En cambio, sí se ven muchas nevadas de finales de verano. ¡Nieve, Ned!
¡Nada menos que nieve! —Tuvo que apoyarse contra la pared para mantener el
equilibrio en la bajada.
—Sí, aquí son frecuentes —dijo Ned—. Espero que no os molestaran. Por lo
general son nevadas ligeras.
—Los Otros se lleven tus nevadas ligeras —maldijo Robert—. ¿Cómo será
este lugar en invierno? No quiero ni pensarlo.
—Los inviernos son duros —admitió Ned—. Pero los Stark lo soportaremos,
como siempre hemos hecho.
—Tienes que venir al sur —le dijo Robert—. Tienes que probar el verano
antes de que se acabe. En Altojardín hay campos enteros de rosas doradas que se extienden hasta donde alcanza la vista. Las frutas están tan maduras que estallan
en la boca. Hay melones, melocotones y ciruelas de fuego más dulces que nada
que hay as probado. Ya verás, te he traído unas pocas. Hasta en Bastión de
Tormentas, con ese viento que sopla de la bahía, durante el día hace tanto calor
que no dan ganas ni de moverse. ¡Y no te imaginas cómo están las ciudades,
Ned! Hay flores por todas partes; los mercados están a rebosar de comida; los
vinos veraniegos son tan baratos y tan buenos que te puedes emborrachar solo
con respirar cerca de ellos. Todos los ciudadanos están gordos y borrachos, y se
han hecho ricos. —Se echó a reír y se palmeó el estómago prominente—. ¡Y las
mujeres, Ned! —exclamó, con los ojos chispeantes—. Te juro que parece que,
con el calor, las mujeres se olvidan del recato. Nadan desnudas en el río, justo
ante los muros del castillo. En las calles hace demasiado calor para la ropa de
lana o piel, así que van por ahí con esos vestiditos cortos, de seda si tienen dinero
y de algodón si no, pero qué más da, en cuanto empiezan a sudar, el tejido se les
pega a la piel y es como si fueran desnudas. —El rey se rio con ganas.
Robert Baratheon siempre había sido hombre de apetitos voraces, poco dado
a negarse ningún placer. No era nada de lo que se pudiera culpar a Eddard Stark,
pero Ned advirtió que aquellos placeres se estaban cobrando su precio. Cuando
llegaron al pie de las escaleras, Robert jadeaba, y se le veía el rostro
congestionado a la luz de la lámpara mientras se adentraban en la oscuridad de la
cripta.
—Alteza —dijo Ned con respeto.
Movió la lámpara en un semicírculo amplio. Las sombras se agitaron en torno
a ellos. La luz temblorosa tocó las piedras del suelo, y fue acariciando una larga
procesión de columnas de granito que se alejaban a pares en la oscuridad. Entre
las columnas estaban los muertos, sentados en tronos de piedra contra las
paredes, la espalda apoyada en los sepulcros que contenían sus restos mortales.
—Ella está al final, con mi padre y con Brandon.
Abrió la marcha entre las columnas, y Robert lo siguió sin decir palabra,
tiritando en aquel frío subterráneo. Allí jamás hacía calor. Las pisadas de los dos
hombres resonaban sobre las piedras y despertaban ecos en la bóveda del techo
mientras caminaban entre los muertos de la casa Stark. Los señores de Invernalia
contemplaban su paso. Sus efigies estaban talladas en las piedras que sellaban las
tumbas, sentadas en largas hileras, con los ojos ciegos fijos en la oscuridad eterna
y con grandes lobos huargo de piedra tendidos a sus pies. Las sombras trémulas
hacían que las figuras de piedra parecieran agitarse cuando los vivos pasaban
ante ellas.
Según la antigua costumbre, todos los que habían sido señores de Invernalia
tenían una espada larga cruzada sobre el regazo para mantener a los espíritus
vengativos en sus criptas. Las más viejas se habían ido oxidando hasta reducirse a
polvo hacía ya mucho tiempo, y solo quedaban unas manchas rojas allí donde el metal había descansado sobre la piedra. Ned se preguntó si aquello significaría
que los fantasmas vagaban libremente por el castillo. Esperaba que no. Los
primeros señores de Invernalia habían sido hombres tan duros como la tierra
sobre la que gobernaban. En los siglos previos a que los Señores Dragón llegaran
por mar, nunca habían jurado lealtad a hombre alguno, y se hacían llamar los
Reyes en el Norte.
Por fin, Ned se detuvo y alzó la lámpara de aceite. La cripta se prolongaba
ante ellos en la oscuridad, pero más allá de aquel punto las tumbas estaban vacías
y abiertas; eran agujeros negros a la espera de sus muertos; los esperaban a él y
a sus descendientes. A Ned no le gustaba pensar sobre el tema.
—Es aquí —le dijo al rey.
Robert asintió en silencio, se arrodilló e inclinó la cabeza.
Se encontraban ante tres tumbas juntas. Lord Rickard Stark, el padre de Ned,
había tenido un rostro afilado y adusto. El escultor lo había conocido bien cuando
vivía. Estaba sentado en pose de sosegada dignidad, con los dedos de piedra
aferrados a la espada que tenía sobre el regazo, pero en vida todas las espadas le
habían fallado. A ambos lados, en dos sepulcros más pequeños, se encontraban
sus hijos.
Brandon tenía veinte años cuando murió estrangulado por orden de Aerys
Targaryen, el Rey Loco, pocos días antes de la fecha fijada para su matrimonio
con Catelyn Tully de Aguasdulces. Obligaron a su padre a presenciar su muerte.
Era el heredero legítimo, el primogénito, nacido para gobernar aquellas tierras.
Ly anna solo llegó a cumplir los dieciséis años; era una niña mujer de belleza
insuperable. Ned la había querido mucho. Robert, todavía más; estaba destinada a
ser su esposa.
—Era más hermosa que esta estatua —dijo el rey tras un largo silencio. Los
ojos se le demoraron en el rostro de Ly anna, como si pudiera devolverle la vida a
fuerza de voluntad. Por fin, se levantó con torpeza a causa de su peso—. Ay, Ned,
¿por qué tuviste que enterrarla en un lugar como este? —Tenía la voz ronca por el
dolor rememorado—. Se merecía algo mucho mejor que la oscuridad…
—Era una Starkde Invernalia —dijo Ned con voz suave—. Este es su lugar.
—Debería estar enterrada en alguna colina, bajo un árbol frutal, con un techo
de sol y nubes, donde la pudiera acariciar la lluvia…
—Yo estaba con ella cuando murió —le recordó Ned al rey—. Quería volver
a casa y descansar entre Brandon y nuestro padre.
Todavía le parecía recordar su voz algunas veces.
« Prométemelo —le había suplicado en una habitación que olía a sangre y a
rosas—. Prométemelo, Ned» . La fiebre le había arrebatado las fuerzas, y su voz
era débil como un susurro, pero cuando Ned le dio su palabra, el miedo
desapareció de los ojos de su hermana. Recordaba cómo le había sonreído, con
cuánta fuerza le había aferrado la mano mientras dejaba de resistirse a la muerte, cómo se le habían caído de entre los dedos los pétalos de rosa, negros y
marchitos. Después de aquello, ya no recordaba nada. Lo habían encontrado
muy quieto, mudo de dolor, abrazado a Ly anna. Howland Reed, el menudo
lacustre, había desentrelazado las manos de los hermanos. Ned no recordaba
nada de aquello.
—Le traigo flores siempre que puedo —dijo—. A Lyanna… le gustaban las
flores.
—Juré matar a Rhaegar por esto —dijo el rey después de tocar la mejilla de
la estatua y acariciar la piedra áspera como si esta tuviera vida.
—Y lo hicisteis —señaló Ned.
—Solo una vez —dijo Robert con amargura.
Se habían enfrentado en el vado del Tridente, en el centro mismo de la
batalla: Robert, con su martillo y su enorme yelmo astado; el príncipe Targaryen,
con su armadura negra. Llevaba en el peto el dragón de tres cabezas de su casa,
todo recubierto de rubíes que refulgían a la luz del sol. Las aguas del Tridente
enrojecieron en torno a los cascos de sus corceles mientras ellos cruzaban las
armas una y otra vez, hasta que por último, un golpe del martillo de Robert
destrozó el dragón y el pecho que había debajo. Cuando Ned llegó al lugar,
Rhaegar y acía ya muerto en el río, y hombres de ambos ejércitos se zambullían
en las aguas turbias para buscar los rubíes que se habían desprendido de la
armadura.
—Lo mato todas las noches en mis sueños —admitió Robert—. Pero un millar
de muertes sigue siendo menos de lo que merece.
Ned no pudo disentir.
—Tenemos que regresar, alteza —señaló al final—. Vuestra esposa os está
esperando.
—Los Otros se lleven a mi esposa —murmuró Robert con amargura. Pero,
pese a todo, echó a andar con pasos pesados por donde habían llegado—. Por
cierto, si me sigues tratando con tanta formalidad, haré que te corten la cabeza y
la claven en una pica. Entre nosotros hay mucho más que esas tonterías.
—No lo he olvidado —replicó Ned con tranquilidad. Al ver que el rey no
decía nada, siguió hablando—. Dime qué le pasó a Jon.
—Jamás había visto a nadie enfermar tan deprisa —dijo Robert sacudiendo la
cabeza—. Organizamos un torneo para celebrar el día del nombre de mi hijo. Si
hubieras visto a Jon aquel día, habrías pensado que iba a vivir eternamente. Dos
semanas después estaba muerto. La enfermedad pareció inflamarle las entrañas.
Lo abrasó por dentro. —Se detuvo junto a una columna, ante la tumba de un Stark
muerto mucho tiempo atrás—. Yo amaba a ese anciano.
—Lo sé. Yo también. —Ned hizo una pausa—. Catelyn teme por su hermana.
¿Qué tal lleva Ly sa la tragedia?
—La verdad es que no muy bien —admitió Robert después de fruncir los labios con amargura—. Creo que la pérdida de Jon la ha enloquecido, Ned. Se ha
llevado al chico de vuelta al Nido de Águilas. Es lo contrario de lo que le dije. Yo
quería que se criara como pupilo de Tywin Lannister en Roca Casterly. Jon no
tenía hermanos, y el chiquillo era su único hijo. ¿Cómo iba a permitir yo que lo
educaran solo mujeres?
Ned preferiría confiar un niño a los cuidados de una víbora que a lord Tywin,
pero no quiso decirlo. Algunas heridas no llegan a cerrarse jamás, y sangran de
nuevo a la menor mención.
—La esposa ha perdido al marido —dijo con cautela—. Tal vez la madre
tenga miedo de perder al hijo. Es un niño muy pequeño.
—Tiene seis años, es débil y enfermizo, y ahora es el señor del Nido de
Águilas. Que los dioses nos amparen. Lord Tywin nunca ha tenido un pupilo. Para
Ly sa debería ser un honor. La de Lannister es una casa grande y noble. Pero no
quiso ni hablar del tema. Se marchó en plena noche, sin siquiera pedir mi venia.
Cersei se puso como una fiera. —Suspiró profundamente—. El niño lleva mi
nombre, ¿lo sabías? Robert Arryn. Juré protegerlo. ¿Cómo lo voy a hacer si su
madre se lo lleva a escondidas?
—Si quieres, lo adoptaré y o como pupilo —propuso Ned—. Ly sa daría su
consentimiento. Catelyn y ella estaban muy unidas cuando eran niñas, y también
ella puede vivir aquí si quiere.
—Es una oferta muy generosa, amigo mío —dijo el rey—. Pero llega tarde.
Lord Tywin ya ha dado su consentimiento. Dejar al chico como pupilo de
cualquier otro sería una afrenta.
—Me preocupa más el bienestar de mi sobrino que el orgullo de un Lannister.
—Eso es porque no duermes noche tras noche con una Lannister —rio
Robert, con una carcajada que resonó entre las tumbas y despertó ecos en la
bóveda del techo. Su sonrisa era un relámpago de dientes blancos en la inmensa
espesura de la barba negra—. Ay, Ned —añadió—, sigues siendo demasiado
serio. —Rodeó los hombros de Ned con un brazo inmenso—. Había planeado
esperar unos días antes de hablar contigo, pero y a veo que no hará falta. Vamos a
dar un paseo.
Caminaron entre las columnas. Los ojos ciegos de piedra parecían seguirlos a
su paso. El rey mantuvo el brazo sobre los hombros de Ned.
—Supongo que te preguntarás por qué he venido a Invernalia después de tanto
tiempo —continuó Robert.
—Sin duda por el placer que te produce estar conmigo —dijo Ned a la ligera.
Lo sospechaba, pero prefirió no decir lo que le pasaba por la cabeza—. Y
también está el Muro. Tienes que ir a visitarlo, alteza, debes recorrer sus almenas
y hablar con los hombres que lo defienden. La Guardia de la Noche no es ni una
sombra de lo que fue. Benjen dice que…
—Ya me figuro que sabré muy pronto lo que dice tu hermano —lo interrumpió Robert—. El Muro lleva en pie… ¿Cuánto? ¿Ocho mil años? Puede
esperar unos días más. Tengo problemas más apremiantes. Corren tiempos
difíciles. Necesito hombres de confianza a mi lado. Hombres como Jon Arryn.
Me sirvió como señor del Nido de Águilas, Guardián del Oriente y desempeñó el
cargo de mano del rey. No será fácil encontrar quien lo reemplace.
—Su hijo… —empezó Ned.
—Su hijo heredará el Nido de Águilas con todos los ingresos que eso conlleva
—replicó Robert bruscamente—. Nada más.
Aquello tomó a Ned por sorpresa. Se detuvo, boquiabierto, y se volvió para
mirar a su rey. No pudo contener las palabras que salieron de sus labios.
—Los Arryn han sido siempre los Guardianes del Oriente. El título va con los
dominios.
—Es posible que, cuando sea mayor de edad, le devuelva ese honor —dijo
Robert—. Tengo este año y el siguiente para pensármelo. Pero un niño de seis
años no me vale como jefe guerrero, Ned.
—En época de paz, el título no es más que un honor. Deja que el chico lo
ostente. Aunque solo sea en memoria de su padre. Eso se lo debes a Jon por sus
servicios, qué menos.
—Los servicios que me prestó Jon eran su deber para con su rey y señor. —
El rey no parecía satisfecho. Quitó el brazo de los hombros de Ned—. No soy
ningún ingrato, Ned. Tú lo sabes mejor que nadie. Pero el hijo no es como el
padre. Un niño no puede defender todo el oriente. —Su tono se suavizó—. Bueno,
ya basta del tema. Tengo cosas más importantes que comentar, y no pienso
discutir contigo. —Robert agarró a Ned por el codo—. Te necesito, Ned.
—Siempre a tus órdenes, alteza. Siempre. —Era lo que tenía que decir, y lo
dijo, temiendo lo que llegaba a continuación. Robert no dio señas de haberlo oído.
—Aquellos años que pasamos en el Nido de Águilas… Dioses, fueron buenos
tiempos, ¿eh? Quiero que vuelvas a estar a mi lado, Ned. Te necesito en
Desembarco del Rey, no aquí, en el fin del mundo, donde no le sirves de nada a
nadie. —Robert clavó la vista en la oscuridad, tan melancólico como un Stark
durante un momento—. Te lo juro, sentarse en un trono es mil veces más duro
que conquistarlo. La ley es un asunto tedioso, y contar calderilla, aún más. Y los
súbditos… siempre hay súbditos, siempre, y todos quieren verme. Me tengo que
sentar en esa maldita silla de hierro y escuchar sus quejas hasta que se me
quedan la mente en blanco y el culo en carne viva. Todos quieren algo: dinero,
tierras o justicia. Y las mentiras que me cuentan… ni te imaginas. Y las damas y
caballeros de mi corte son iguales. Estoy rodeado de imbéciles y aduladores. Es
como para volverse loco, Ned. La mitad de ellos no se atreve a decirme la
verdad, y la otra mitad no la sabe. Hay noches en que deseo que nos hubieran
derrotado en el Tridente. Bueno, no, no es en serio, pero…
—Te comprendo —dijo Ned con voz amable.
—Lo sé —dijo Robert mirándolo—. Pero eres el único, amigo mío. —Sonrió
—. Lord Eddard Stark, te nombro mano del rey.
Ned se dejó caer sobre una rodilla. La oferta no lo sorprendía. Si no era para
aquello, ¿qué objetivo tenía el viaje de Robert? El que ejercía el cargo de mano
del rey era el segundo hombre más poderoso de los Siete Reinos. Hablaba con la
voz del rey, tenía el mando de los ejércitos del rey y redactaba las leyes del rey.
En ocasiones incluso se sentaba en el Trono de Hierro para impartir la justicia del
rey, cuando este estaba ausente, o enfermo, o indispuesto por cualquier motivo.
Robert estaba poniendo en sus manos una responsabilidad del tamaño del
mismísimo reino.
Era la última cosa que Ned deseaba en el mundo.
—Alteza —dijo—, no soy digno de ese honor.
—Si quisiera concederte algún honor —gruñó Robert impaciente, pero de
buen humor—, permitiría que te retirases. Mi intención es que controles el reino
y pelees en las guerras mientras y o me dedico a comer, a beber y a acostarme
con chicas; tres actividades que me llevarán pronto a la tumba. —Se dio una
palmada en la barriga y sonrió—. ¿Sabes qué se dice del rey y su mano?
—Lo que el rey sueña, la mano lo crea. —Ned lo sabía.
—Una vez me llevé a la cama a una pescadera que me contó que el pueblo
llano tiene una versión mejor del dicho: « El rey come y la mano limpia la
mierda» .
Echó la cabeza hacia atrás en una estruendosa carcajada. Los ecos resonaron
en la oscuridad, y los muertos de Invernalia parecieron mirar a los dos hombres
con ojos fríos y reprobatorios.
Por fin, las carcajadas cesaron. Ned seguía con una rodilla hincada en el
suelo, mirando hacia arriba.
—Por los dioses, Ned —se quejó el rey—. Al menos podrías sonreír.
—Dice la voz popular que aquí hace tanto frío en invierno que a uno se le
congela la risa en la garganta y lo ahoga —dijo Ned con tono neutro—. Quizá por
eso los Starkno tenemos mucho sentido del humor.
—Ven conmigo al sur y te enseñaré a reír de nuevo —prometió el rey—. Me
ayudaste a conseguir este maldito trono; ay údame ahora a conservarlo. Nuestro
destino era gobernar juntos. De no ser por la muerte de Ly anna habríamos sido
hermanos, nos uniría la sangre, no solo el afecto. Pero no es demasiado tarde.
Tengo un hijo, y tú una hija. Mi Joff y tu Sansa unirán nuestras casas, como en el
pasado quisimos hacer Ly anna y y o.
—Sansa no tiene más que once años. —Aquella oferta sí que lo había
sorprendido.
—Edad suficiente para prometerse —dijo Robert agitando una mano en gesto
impaciente—. Lo del matrimonio puede esperar unos años. —El rey sonrió—.
Maldita sea, ponte de pie y di que sí.
—Nada me sería más grato, alteza —respondió Ned. Titubeó un instante—.
Estos honores son tan inesperados… ¿Te importa si medito un poco antes de
responderte? Tengo que hablar con mi esposa…
—Claro, claro, díselo a Catelyn, consúltalo con la almohada si quieres. —El
rey palmeó a Ned en el hombro y lo ayudó a ponerse en pie, aunque le costó un
esfuerzo—. Pero no me hagas esperar demasiado. No tengo mucha paciencia.
Durante un momento, un presentimiento oscuro y ominoso nubló la mente de
Eddard Stark. Invernalia era su lugar en el mundo; su vida estaba en el norte.
Contempló las figuras de piedra que lo rodeaban y respiró hondo en el silencio
gélido de la cripta. Sentía los ojos de los muertos clavados en él. Sabía que lo
estaban escuchando. Y se acercaba el invierno.

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⏰ Última actualización: Apr 23, 2019 ⏰

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