Daenerys

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DAENERYS
Su hermano le mostró el vestido largo para que lo examinara.
—Mira qué belleza. Tócalo. Venga, acaricia la tela.
Dany lo tocó. El tejido era tan suave que parecía deslizarse como agua entre los dedos. Nunca había llevado nada tan delicado. Se asustó y apartó la mano.
—¿De verdad es para mí?
—Un regalo del magíster Illyrio —asintió Viserys con una sonrisa. Aquella
noche, su hermano estaba de buen humor—. Este color te resaltará el violeta de
los ojos. Y también dispondrás de oro, y de joyas de toda clase. Me lo ha
prometido Illy rio. Esta velada debes parecer una princesa.
« Una princesa» , pensó Dany. Ya se había olvidado de cómo era aquello.
Quizá nunca lo hubiera sabido del todo.
—¿Por qué nos ayuda tanto? —preguntó—. ¿Qué quiere de nosotros?
Llevaban casi medio año viviendo en la casa del magíster, comiendo en su
mesa y mimados por sus criados. Dany tenía trece años, edad suficiente para
saber que regalos como aquellos rara vez eran desinteresados allí, en la Ciudad
Libre de Pentos.
—Illy rio no es ningún idiota —dijo Viserys. Era un joven flaco, con manos
nerviosas y ojos color lila, siempre febriles—. El magíster sabe que, cuando esté
sentado en mi trono, no olvidaré a mis amigos.
Dany no dijo nada. El magíster Illyrio comerciaba con especias, piedras
preciosas, huesodragón y otras mercancías menos delicadas. Según los rumores,
tenía amigos repartidos por las Nueve Ciudades Libres, y aún más lejos, en Vaes
Dothrak y en las legendarias tierras que se extendían más allá del mar de Jade.
También se decía que jamás había tenido un amigo al que no hubiera vendido de
buena gana por un precio razonable. Dany oía los comentarios en las calles y se
enteraba de aquellas cosas, pero nunca se le ocurriría discutir con su hermano
mientras este tejía sus redes de sueños. No quería, bajo ningún concepto, suscitar
su ira, lo que Visery s llamaba « despertar al dragón» .
—Illy rio va a enviar a las esclavas para que te bañen —dijo su hermano
después de colgar el vestido largo junto a la puerta—. Quítate bien la peste a
establo. Khal Drogo ya tiene mil caballos; esta noche busca una montura distinta.
—La examinó con gesto crítico—. Sigues igual de desgarbada. Enderézate. —Le
empujó los hombros hacia atrás con las manos—. Que se enteren de que y a
tienes formas de mujer. —Le rozó ligeramente los pechos incipientes y pellizcó
un pezón—. No me falles esta noche. Si me fallas, lo pagarás caro. No querrás
despertar al dragón, ¿verdad? —Le dio un pellizco retorcido y doloroso a través
del tejido basto de la túnica—. ¿Verdad? —insistió.
—No —respondió Dany dócilmente.
—Muy bien. —Le dedicó una sonrisa y le tocó el pelo casi con afecto—.Cuando escriban la historia de mi reinado, dirán que comenzó esta noche,
hermanita.
En cuanto él se marchó, Dany se dirigió hacia la ventana y contempló
pensativa las aguas de la bahía. Las torres cuadradas de ladrillo que conformaban
el perfil de Pentos eran siluetas negras ante el cielo del ocaso. Dany alcanzaba a
oír los cánticos de los sacerdotes rojos, que estaban encendiendo las hogueras
nocturnas, y los gritos de los chiquillos harapientos que jugaban al otro lado de los
muros de la hacienda. Durante un momento deseó con todas sus fuerzas estar allí
fuera con ellos, descalza, jadeante y vestida con harapos; sin pasado a sus
espaldas, sin futuro, y sobre todo sin la perspectiva de asistir a un banquete en la
mansión de Khal Drogo.
En algún lugar hacia el poniente, más allá del mar Angosto, se extendía una
tierra de colinas verdes, llanuras en flor y anchos ríos caudalosos, donde torres de
piedra oscura se alzaban entre imponentes montañas grisáceas y caballeros con
armadura cabalgaban hacia la batalla bajo los estandartes de sus señores. Los
dothrakis denominaban aquel lugar Rhaesh Andahli, Tierra de los Ándalos. En las
Ciudades Libres se hablaba de los ponientis y de los Reinos del Ocaso. Su
hermano utilizaba un nombre más sencillo, la llamaba nuestra tierra. Para él,
aquellas palabras eran como una plegaria. Si las repetía con frecuencia
suficiente, los dioses acabarían por escucharlas. « Nuestra por derecho de sangre;
solo la traición nos la arrebató, pero sigue siendo nuestra, será nuestra
eternamente. No se le puede robar a un dragón lo que es suyo. No, no. El dragón
recuerda» .
Quizá el dragón recordara, pero Dany no. Nunca había visto aquella tierra
que, según su hermano, les pertenecía, aquel reino más allá del mar Angosto. Los
lugares de los que le hablaba, Roca Casterly y el Nido de Águilas, Altojardín y el
Valle de Arryn, Dorne y la isla de los Rostros… no eran más que palabras para
ella. Visery s tenía ocho años cuando salieron huy endo de Desembarco del Rey
para escapar de los ejércitos del Usurpador, pero en aquellos días Daenerys no
era más que un proyecto en el vientre de su madre.
Pero su hermano le había contado tantas veces aquellas historias que, en
ocasiones, Dany llegaba a imaginar cómo había sido todo. La huida a
medianoche hacia Rocadragón, con la luz de la luna reflejada en las velas negras
del barco. Su hermano Rhaegar luchando contra el Usurpador en las aguas
ensangrentadas del Tridente y muriendo por la mujer a la que amaba. El saqueo
de Desembarco del Rey a manos de aquellos a los que Viserys llamaba los
perros del Usurpador, los señores Lannister y Stark. La princesa Elia de Dorne
suplicando piedad mientras le arrancaban del pecho al heredero de Rhaegar y lo
asesinaban ante sus ojos. Los cráneos bruñidos de los últimos dragones, mirando
sin ver desde las paredes del salón del trono donde el Matarreyes le había abierto
la garganta a su padre con una espada dorada.
Ella había nacido en Rocadragón nueve lunas después de la huida, durante
una tormenta de verano que amenazaba con quebrantar la solidez de la propia
isla. Se dijo que la tormenta había sido espantosa. La flota de los Targaryen,
anclada cerca de allí, quedó destruida; el viento arrancó enormes bloques de
piedra de los parapetos y los precipitó a las aguas embravecidas del mar
Angosto. Su madre había muerto en el parto, y aquello jamás se lo había
perdonado Visery s.
Dany tampoco tenía recuerdos de Rocadragón. Habían huido de nuevo justo
antes de que el hermano del Usurpador se hiciera a la mar con la nueva flota.
Para entonces, de los Siete Reinos que habían sido suy os ya solo les quedaba
Rocadragón, la cuna de su antigua casa. No lo conservarían mucho tiempo. La
guarnición tenía intención de venderlos al Usurpador, pero una noche ser Willem
Darry y otros cuatro leales entraron en las habitaciones de los niños y se los
llevaron junto con su aya. Protegidos por la oscuridad, pusieron rumbo hacia el
refugio que les ofrecía la costa braavosi.
Recordaba vagamente a ser Willem, un hombretón corpulento y canoso, casi
ciego, que rugía órdenes desde el lecho de enfermo. Los criados le tenían pánico,
pero con Dany siempre fue amable. La llamaba princesita y, a veces, mi señora,
y tenía las manos suaves como el cuero viejo. Pero nunca salía de la cama, y el
hedor a enfermedad, un olor dulzón, cálido y húmedo, lo envolvía día y noche.
Aquello fue mientras vivieron en Braavos, en la casa grande con la puerta roja.
Allí Dany había tenido una habitación para ella sola, y junto a su ventana crecía
un limonero. Cuando murió ser Willem, los criados les robaron el poco dinero
que les quedaba y se marcharon, y poco después el dueño de la gran casa los
puso de patitas en la calle. Dany lloró amargamente cuando la puerta roja se
cerró tras ellos para siempre.
Desde entonces habían seguido vagando, de Braavos a Myr, de Myr a
Tyrosh, y de allí a Qohor, a Volantis y a Ly s. Nunca se quedaban mucho tiempo
en ningún lugar. Su hermano se negaba. Insistía en que los asesinos a sueldo del
Usurpador les pisaban los talones, aunque Dany jamás había visto a ninguno.
Al principio los magísteres, arcontes y príncipes mercaderes estaban
encantados de recibir a los últimos Targary en en sus hogares y a sus mesas, pero
a medida que pasaban los años y el Usurpador seguía ocupando el Trono de
Hierro, las puertas se les cerraron y sus vidas eran cada vez más míseras. Hacía
mucho que se habían visto obligados a vender los últimos tesoros que
conservaban, y y a no les quedaba ni el dinero de la corona de su madre. En los
callejones y tabernuchas de Pentos llamaban a su hermano el Rey Mendigo.
Dany prefería no saber cómo la llamaban a ella.
—Algún día lo recuperaremos todo, hermanita —le prometía él. A veces le
temblaban las manos al hablar del tema—. Las joy as y las sedas, Rocadragón y
Desembarco del Rey, el Trono de Hierro y los Siete Reinos. Volveremos a tener todo lo que nos arrebataron.
Viserys vivía pensando solo en aquel día. En cuanto a Dany, lo único que
quería recuperar era la casa grande de la puerta roja y el limonero junto a su
ventana, la infancia que no había llegado a tener.
Llamaron suavemente a la puerta.
—Adelante —dijo Dany mientras se apartaba de la ventana.
Las criadas de Illy rio entraron, hicieron una reverencia y pusieron manos a
la obra. Eran esclavas, un regalo de uno de los muchos amigos dothrakis del
magíster; en la Ciudad Libre de Pentos no existía la esclavitud. Sin embargo, eran
esclavos. La anciana, menuda y gris como un ratoncillo, no abría nunca la boca,
pero la jovencita lo compensaba con creces. Aquella chica de ojos azules y pelo
rubio que no paraba de parlotear mientras trabajaba era, a sus dieciséis años, la
favorita de Illy rio.
Le llenaron la bañera con agua caliente que habían subido de la cocina, y la
perfumaron con aceites aromáticos. La jovencita ay udó a Dany a quitarse la
túnica de algodón basto por encima de la cabeza y a meterse en la bañera. El
agua estaba casi hirviendo, pero Daenerys no hizo ni un gesto, no dijo nada. Le
gustaba el calor. La hacía sentir limpia. Además, su hermano le decía a menudo
que nada era demasiado caliente para un Targaryen.
« Nuestra casa es la casa del dragón. Llevamos el fuego en la sangre» ,
aquellas eran sus palabras.
La anciana le lavó la larga cabellera, tan rubia que era casi plateada, y se la
desenredó suavemente, siempre en el más completo silencio. La chica le frotaba
la espalda y los pies, y le comentaba la suerte que tenía.
—Drogo es tan rico que hasta sus esclavos llevan collares de oro. En su
khalasar cabalgan cien mil hombres; su palacio de Vaes Dothrak tiene doscientas
habitaciones, todas con puertas de plata maciza.
Y siguió sin cesar, largo rato, acerca de lo guapo que era el khal, alto y
valiente, audaz en la batalla, el mejor jinete que jamás hubiera montado a lomos
de un caballo, un arquero perfecto… Daenerys no dijo nada. Siempre había dado
por supuesto que, cuando llegara a la mayoría de edad, se casaría con Visery s.
Los Targaryen se habían casado entre hermanos durante siglos, desde que Aegon
el Conquistador había desposado a sus hermanas. Viserys le había dicho mil
veces que tenían que mantener pura la estirpe; por sus venas corría sangre de
rey es, la sangre dorada de la vieja Valy ria, la sangre del dragón. Los dragones
no se apareaban con las bestias del campo, y los Targaryen no mezclaban su
sangre con la de hombres inferiores. Sin embargo, Visery s hacía planes para
vendérsela a un extraño, a un bárbaro.
Cuando estuvo aseada, las esclavas la ay udaron a salir del agua y la secaron
con toallas. La chica le cepilló la cabellera hasta que quedó brillante como plata
fundida, mientras la anciana la ungía con el perfume florespecia de las llanuras dothraki: una gota en cada muñeca, detrás de las orejas, en los pezones, y la
última, toda frescor, entre las piernas. La vistieron con las prendas etéreas que le
había enviado el magíster Illyrio y le pusieron el vestido largo, de oscura seda
color ciruela para que le resaltara el violeta de los ojos. La joven le calzó las
sandalias doradas mientras la anciana le colocaba la diadema en el pelo y le
deslizaba pulseras de oro con incrustaciones de amatistas en las muñecas. Por
último le pusieron el collar, un grueso torques dorado con grabados de antiguos
jeroglíficos valyrios.
—Ahora pareces toda una princesa —le dijo la chica, asombrada, cuando
terminaron.
Dany contempló su imagen en el espejo azogado que Illy rio, siempre atento,
le había proporcionado.
« Una princesa» , pensó. Pero recordó lo que le había dicho la joven, que
Khal Drogo era tan rico que hasta sus esclavos llevaban collares de oro. Sintió un
escalofrío repentino y se le erizó el vello de los brazos desnudos.
Su hermano la esperaba en el fresco salón recibidor. Estaba sentado al borde
de la piscina y removía el agua con los dedos. Al verla llegar, se levantó y la
examinó con ojo crítico.
—Quédate ahí —le dijo—. Da una vuelta. Sí. Bien. Tienes un aspecto…
—Regio —intervino el magíster Illyrio, que en aquel momento cruzaba el
arco de la entrada. Se movía con una delicadeza sorprendente en un hombre tan
corpulento. Bajo las prendas sueltas de seda de colores llamativos, los pliegues de
grasa se le movían al caminar. Llevaba anillos en todos los dedos, y su criado le
había aceitado la barba amarilla dividida en dos partes para que brillara como
oro de verdad—. Que el Señor de Luz os llene de bendiciones en este día
venturoso, princesa Daenery s —añadió al tiempo que le tomaba la mano. Hizo
una inclinación galante con la cabeza, y los dientes amarillentos y podridos se le
asomaron durante un momento entre el oro de la barba—. Es una auténtica
visión, alteza, una auténtica visión —le dijo a su hermano—. Drogo se quedará
extasiado.
—Está muy flaca —replicó Visery s. Tenía el pelo rubio plata, como ella, y lo
llevaba recogido hacia atrás y sujeto con un prendedor de huesodragón. Le daba
un aspecto severo, que le enfatizaba los rasgos duros y huesudos del rostro.
Apoy ó la mano en el puño de la espada que le había prestado Illyrio—. ¿Estás
seguro de que a Khal Drogo le gustan las mujeres tan jóvenes?
—Ya le ha llegado la primera sangre. Es suficientemente mayor para el khal
—le respondió Illy rio por enésima vez—. Y miradla ahora. Ese pelo tan rubio,
esos ojos violeta… La sangre de la antigua Valyria corre por sus venas, no cabe
duda, no cabe duda. Además, es la hija del viejo rey y la hermana del nuevo;
Drogo enloquecerá por ella.
Cuando le soltó la mano, Dany se dio cuenta de que la suy a temblaba.
—Tienes razón —dijo su hermano, titubeante—. A esos bárbaros les gustan
cosas muy raras. Niños, caballos, ovejas…
—Será mejor que no se lo digáis a Khal Drogo —señaló Illy rio.
—¿Me tomas por idiota? —La ira relampagueó en los ojos lila de Viserys.
—Os tomo por un rey —contestó el magíster con una ligera reverencia—.
Los rey es no adoptan las mismas precauciones que los hombres vulgares.
Perdonadme si os he ofendido. —Se volvió y dio unas palmadas para llamar a los
porteadores.
Las calles de Pentos estaban y a oscuras cuando se pusieron en marcha en el
palanquín de Illyrio, decorado con tallas muy elaboradas. Dos criados
caminaban delante para iluminarles el camino con recargadas lámparas de
aceite de cristal azul claro, mientras una docena de hombres fuertes cargaban las
varas sobre sus hombros. Dentro, tras las cortinas, hacía calor e iban demasiado
apretados. Dany percibía con claridad el hedor de las carnes pálidas de Illyrio
incluso a través de sus perfumes pegajosos.
Su hermano, que iba junto a ella tendido entre almohadones, no se daba
cuenta. Su mente estaba muy lejos, al otro lado del mar Angosto.
—No nos hará falta todo su khalasar —dijo Viserys. Jugueteaba con el pomo
de la espada prestada, aunque Dany sabía que nunca había blandido ninguna por
necesidad—. Me bastará con diez mil. Sí, con diez mil dothrakis puedo arrasar los
Siete Reinos. Y hay otros que tampoco quieren al Usurpador. Tyrell, Redwy ne,
Darry, Greyjoy… Los de Dorne arden en deseos de vengar la muerte de Elia y
de sus hijos. Y el pueblo llano estará con nosotros. Claman por su rey. —Miró a
Illy rio con ansiedad—. ¿No es cierto?
—Son vuestro pueblo, y os aman —dijo el magíster Illyrio, afable—. A lo
largo y ancho de todo el reino, en todos los poblados, los hombres brindan por vos
en secreto y las mujeres bordan dragones en los estandartes y los esconden a la
espera del día en que volváis cruzando las aguas. —Se encogió de hombros—. Al
menos, eso me dicen mis agentes.
Dany no disponía de agentes ni de manera alguna de saber qué hacía o
pensaba el pueblo al otro lado del mar Angosto, pero desconfiaba de las palabras
aduladoras de Illy rio. En realidad, desconfiaba de todo lo que procediera de él.
En cambio, su hermano asentía con entusiasmo.
—Yo mismo me encargaré de dar muerte al Usurpador —prometió el joven,
que nunca había matado a nadie—, igual que él mató a mi hermano Rhaegar. Y
también acabaré con Lannister, el Matarrey es, por lo que le hizo a mi padre.
—Eso sería de lo más apropiado —dijo el magíster Illy rio.
Dany vio asomarse una sonrisa entre los labios regordetes, pero su hermano
no se dio cuenta. Visery s asintió y apartó una cortina para contemplar la calle.
Dany supo que estaba luchando una vez más en la batalla del Tridente.
La mansión de nueve torreones de Khal Drogo se alzaba junto a las aguas de la bahía, con los altos muros de ladrillo cubiertos de hiedra clara. Illy rio les había
dicho que fue un regalo de los magísteres de Pentos al khal. Las Ciudades Libres
siempre eran así de generosas con los señores de los caballos.
—No es que tengamos miedo de esos bárbaros —les explicó con una sonrisa
—. El Señor de Luz defendería los muros de nuestra ciudad contra un millón de
dothrakis… o eso nos aseguran los sacerdotes rojos. Pero ¿para qué correr
riesgos, cuando la amistad se puede comprar a tan bajo precio?
El palanquín se detuvo ante la puerta de la finca, y uno de los guardias de la
casa apartó bruscamente los cortinajes. Tenía la piel cobriza y los ojos
almendrados de los dothrakis, pero iba afeitado y llevaba el casco de bronce con
punta de los Inmaculados. Les dirigió una mirada fría. El magíster Illy rio le
gruñó algo en el áspero idioma dothraki; el guardia replicó de la misma manera y
les hizo una señal para que cruzaran la puerta.
Dany advirtió que su hermano tenía la mano crispada sobre la empuñadura
de la espada ajena. Parecía casi tan asustado como ella.
—Eunuco insolente —murmuró Visery s mientras el palanquín se alzaba de
nuevo y se dirigía hacia la casa.
—Esta noche habrá muchos hombres importantes en el banquete. —Las
palabras del magíster Illy rio eran pura miel—. Son personas que tienen
enemigos. El khal está obligado a proteger a sus invitados, sobre todo a vos,
alteza. No cabe duda de que el Usurpador pagaría mucho por vuestra cabeza.
—Sí, claro —asintió Viserys, sombrío—. Ya lo ha intentado más de una vez,
Illyrio. Sus asesinos a sueldo nos siguen adondequiera que vayamos. Soy el
último dragón, y no podrá dormir tranquilo mientras yo viva.
El palanquín aminoró la marcha y se detuvo. Alguien apartó los cortinajes, y
un esclavo le tendió la mano a Daenery s para ayudarla a salir. Dany se fijó en
que el collar que llevaba era de bronce corriente. Su hermano la siguió, todavía
con la mano sobre la empuñadura de la espada, aferrándola con fuerza. Hizo
falta la ayuda de dos hombres fuertes para poner de nuevo en pie al magíster
Illyrio.
En el interior de la casa, el olor a especias, a limón dulce y a canela creaba
una atmósfera casi palpable. Los acompañaron hasta un salón recibidor en el que
había una vidriera de cristal coloreado que representaba la Maldición de Valyria.
A lo largo de las paredes se quemaba aceite en lámparas de hierro negro. Un
eunuco situado bajo un arco de piedra con motivos vegetales anunció su llegada.
—Visery s de la casa Targaryen, el tercero de su nombre —proclamó con voz
alta y clara—, rey de los ándalos, los rhoynar y los primeros hombres, señor de
los Siete Reinos y Protector del Reino. Su hermana, Daenery s de la Tormenta,
princesa de Rocadragón. Su honorable anfitrión, Illyrio Mopatis, magíster de la
Ciudad Libre de Pentos.
Pasaron junto al eunuco para acceder a un patio de muros cubiertos de hiedra clara. La luz de la luna teñía las hojas con tonalidades hueso y plata mientras los
invitados paseaban ante ellas. Muchos eran señores dothrakis de los caballos,
hombres corpulentos de piel rojiza, con largos bigotes adornados con anillos de
metal y cabelleras negras bien aceitadas, trenzadas y llenas de campanillas. Pero
entre ellos había también jaques y mercenarios de Pentos, Myr y Tyrosh; un
sacerdote rojo aún más gordo que Illyrio; hombres velludos del Puerto de Ibben,
y señores de las islas del Verano, de piel oscura como el ébano. Daenerys los
miró, maravillada… y, de pronto, con un escalofrío de temor, se dio cuenta de
que era la única mujer entre los presentes.
—Aquellos tres de allí son jinetes de sangre de Drogo —les susurró Illy rio,
inclinándose hacia ellos—. El que está junto a la columna es Khal Moro, con su
hijo Rhogoro. El hombre de la barba verde es el hermano del arconte de Tyrosh,
y el que está detrás de él es ser Jorah Mormont.
—¿Un caballero? —preguntó Daenery s. El último nombre le había llamado la
atención.
—Ni más ni menos. —Illy rio sonrió tras la barba—. Ungido con los siete
óleos por el mismísimo septón supremo.
—¿Qué hace aquí?
—El Usurpador quería ajusticiarlo —les dijo Illy rio—. Alguna disputa sin
importancia. Creo que vendió unos cazadores furtivos a un esclavista tyroshi en
vez de entregarlos a la Guardia de la Noche. Una ley absurda. Cada uno tendría
que ser libre de hacer lo que quisiera en sus tierras.
—Quiero hablar con ser Jorah antes de que acabe la velada —dijo su
hermano.
Dany se sorprendió a sí misma mirando al caballero con curiosidad. Era un
hombre de cierta edad, más de cuarenta años, y tenía una calvicie incipiente,
pero parecía fuerte y en forma. Sus ropas no eran de seda y algodón, sino de
lana y cuero. Llevaba una túnica color verde oscuro, con el bordado de un oso
negro alzado sobre las patas traseras.
Aún estaba mirando a aquel hombre extraño de su tierra natal al que no había
visto nunca cuando el magíster Illyrio le puso una mano húmeda en el hombro
desnudo.
—Venid, mi querida princesa —susurró—. Ahí está el khal en persona.
Dany sintió deseos de huir y esconderse, pero su hermano estaba mirándola.
Sabía que, si lo disgustaba, despertaría al dragón. Se volvió con el corazón en un
puño, y miró al hombre que, si Visery s se salía con la suy a, la pediría en
matrimonio antes de que acabara la noche.
« La joven esclava no andaba desencaminada» , pensó. Khal Drogo era un
palmo más alto que el hombre de may or estatura de la sala, pero su andar era
ligero, tan elegante como el de la pantera de la casa de fieras de Illyrio. También
era más joven de lo que Dany pensaba; no tendría más de treinta años. Tenía la piel del color del cobre bruñido, y lucía muchos anillos de oro y bronce en el
espeso bigote.
—Tengo que ir a presentar mis respetos —dijo el magíster—. Esperad aquí, le
diré que venga.
—¿Le has visto la trenza, hermanita? —le preguntó Visery s mientras Illy rio se
alejaba, agarrándola del brazo con tanta fuerza que le hizo daño.
La trenza de Drogo era negra como la noche; estaba impregnada de aceites
aromáticos y adornada con multitud de campanillas que tintineaban suavemente
cada vez que se movía. Le colgaba por debajo de la cintura, más abajo incluso
de las nalgas, y la punta le rozaba la parte trasera de los muslos.
—¿Ves lo larga que la lleva? —continuó Visery s—. Cuando un dothraki cae
derrotado en combate, le cortan la trenza para que todo el mundo sepa que ha
sido avergonzado. Khal Drogo nunca ha perdido una batalla. Es la reencarnación
de Aegon Lordragón, y tú vas a ser su reina.
Dany contempló a Khal Drogo. Tenía el rostro severo y cruel, con ojos tan
fríos y oscuros como el ónice. Su hermano la golpeaba a veces, cuando ella
despertaba al dragón, pero no le daba miedo de la misma manera que aquel
hombre.
—No quiero ser su reina —se oyó decir con voz frágil, queda—. Por favor,
Viserys, por favor, no quiero. Quiero irme a casa.
—¿A casa? —No levantó la voz, pero la ira reverberaba en ella—. ¿Cómo
vamos a volver a casa, hermanita? ¡Nos quitaron nuestra casa! —La arrastró
hacia las sombras, fuera de la vista de los demás; hundía los dedos en la piel de la
niña—. ¿Cómo vamos a volver a casa? —repitió, pensando en Desembarco del
Rey y en Rocadragón, y en todo el reino que habían perdido.
Dany se refería solo a sus habitaciones en la hacienda de Illyrio, que sin duda
no eran su verdadero hogar, pero no tenían otra cosa. Su hermano ni siquiera
pensaba en aquello. Allí no tenía nada parecido a un hogar. Ni la casa grande de
la puerta roja había sido un hogar para él. La aferró con más fuerza todavía,
exigiendo una respuesta.
—No lo sé… —dijo al final Dany con la voz quebrada y los ojos llenos de
lágrimas.
—Yo sí —dijo él con voz cortante—. Vamos a volver a casa con un ejército,
hermanita. Vamos a volver con el ejército de Khal Drogo. Y si para eso tienes
que casarte y acostarte con él, lo harás. —Sonrió—. Si hiciera falta dejaría que te
follara todo su khalasar, hermanita, los cuarenta mil hombres uno tras otro, y
también sus caballos si con eso consiguiera mi ejército. Da gracias de que sea
solo Drogo. Con el tiempo, hasta puede que te guste. Venga, sécate los ojos.
Illyrio lo trae hacia aquí, y no quiero que te vea llorar.
Dany se giró y vio que era verdad. El magíster Illyrio, todo sonrisas y
reverencias, acompañaba a Khal Drogo hacia ellos. Se secó con el dorso de la mano las lágrimas que no había llegado a derramar.
—Sonríe —susurró Viserys, nervioso, con la mano otra vez en la empuñadura
de la espada—. Y haz el favor de erguirte. Que vea que tienes tetas. Ya andas
bastante escasa aunque te pongas derecha.
Daenerys sonrió y se irguió.

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