Capítulo I

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CAPÍTULO 1

Nunca sabré si mis padres de verdad se querían o se casaron por el simple hecho de llamarse Mary y Joseph. Lo que puedo corroborar es que, con el paso de los años, el amor adolescente que en algún momento pudieron haber sentido se convirtió en aversión y odio; y no poder divorciarse hizo que aquellos sentimientos incrementaran. Pero, ¿Cómo iba a divorciarse el reverendo de la comunidad? Era algo impensable. Si hubiera nacido chico, seguramente me llamaría Jesús. Nosotros éramos la viva imagen de una perfecta familia cristiana; el ejemplo a seguir para el resto. Claro que, a puerta cerrada, nada era lo que parecía.

–¡María! –mi madre gritó desde la planta de abajo por tercera vez.

Si no me daba prisa, llegaríamos tarde. Y no más tarde de la hora realmente acordada, que eran las 19:00, sino más tarde de las 18:45, la hora que mi madre había decidido que era la ideal para llegar. Siempre éramos los primeros en aparecer, listos y preparados para recibir incluso al demonio.

Me eché una última mirada en el espejo de cuerpo entero de mi habitación, recolocando mi cabello negro en la coleta alta que llevaba y secando mis manos en el vestido blanco de manga larga.

–Puedes hacerlo –me susurré a mí misma, clavando mis ojos marrones en la sonrisa que acababa de fingir –. No es nada nuevo.

Bajé las escaleras con cuidado de no tropezar con las nuevas bailarinas que me quedaban un poco sueltas. En cuanto puse un pie en el pasillo, mi madre salió echa una fiera de la cocina. Mi padre la seguía de cerca murmurando algo sobre lo histérica que era su querida y apreciada mujer. Rodé los ojos instintivamente, pero me arrepentí en el momento. Si alguno de ellos me veía hacer un gesto como aquel estaba acabada.

Yo tenía que ser perfecta. La hija perfecta que nunca rompía las reglas; la estudiante perfecta que siempre sacaba sobresalientes; la amiga perfecta que nunca fallaba; la vecina perfecta que siempre estaba dispuesta a ayudar. María Adams, la chica perfecta de Telluride.

–A la alcaldesa le gusta llegar antes de la hora, no podemos dejar que...

Mi madre seguía a lo suyo mientras entrabamos en nuestro Audi negro. Papá simplemente se limitaba a ignorarla, como acostumbraba hacer cuando teníamos algún evento importante al que asistir. Era un hecho innegable que si le seguía el rollo, ambos acabarían gritándose de todo y no serían capaz de fingir delante de nadie. Así era nuestra vida, una continua rutina de discusiones, silencios incómodos y más discusiones.

–Mañana empiezan las clases –señaló mi padre como si mamá no estuviera hablando –, supongo que tienes claro cuál es tu papel en el instituto –me miró a través del espejo retrovisor con sus severos ojos verdes, suavizándose al encontrarse con los míos. Sabían que los malos rollos entre ellos estaban afectando nuestra relación y tenían efectos en mí. Intentaban discutir cuando yo no estaba presente, pero era algo casi imposible. Sabía que la familia que alguna vez fuimos estaba completamente destruida. 

–Claro –me limité a contestar, como una niña buena.

–Espero que no se vuelva a repetir el incidente del año pasado –replicó mi madre, sin siquiera mirarme, posando sus ojos chocolate en algún punto del paisaje.

Era la viva imagen de mi madre: los mismos ojos marrones, el mismo pelo negro rizado, la misma nariz fina e incluso el mismo metro cincuenta y cinco de altura. Y últimamente, me temía, también la misma amargura. Mary Adams había sido una mujer guapa, la había visto en fotos, pero los años le estaban pasando factura. 

–Por supuesto que no.

Hubo un silencio incomodo en el coche hasta que mi padre volvió a hablar.

Cuando el ángel bajó al infiernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora