La chica de color rojo

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Sos vos.

Mi nariz lo supo antes que mis propios ojos, cuando tu esencia se coló por mis fosas nasales y atravesó mi cerebro por primera vez. ¿Mi cerebro? ¡Mi cuerpo entero! Sentí que se me erizaba la piel a la par de un escalofrío desconocido que recorrió mi espina dorsal. Incluso mis extremidades temblaron.

Era rojo, como mi color preferido. Tu aroma era rojo, feroz y lleno de pasión. Al olerlo supe que eras de ese tipo de personas a las que es difícil detener una vez que algo se les planta en la cabeza; debo admitir que quizás eso fue lo primero que me cautivó de ti: la determinación de la que la gente que vive alrededor de este bosque carece, porque el miedo supera cualquier otro sentimiento que pudieran tener. Me hace reír qué tan patéticos que son.

Pero vos eras diferente. Sos diferente.

Me tomó un tiempo encontrarte luego de sentirte a la distancia. Tardé en comprender que era porque no vivías en la zona, sino que solo visitabas. Esa fue otra razón para no perderte de vista. Nadie visitaba este bosque si no era para cazar y, después de que varios cazadores desaparecieran, incluso la caza dejó de contaminar nuestro hogar.

La primera vez que te vi, que logré posar mis ojos en vos, fue gracias a tu sangre. Seguí su esencia y te entreví entre los árboles, tirada en el suelo y haciendo una mueca, tus ojos pegados al corte que te habías hecho en la rodilla. Había una bicicleta tirada a un costado, una de sus ruedas aún rodaba, y una bolsa de nailon blanca se había caído de la canasta no muy lejos de allí.

Tus pantalones se rasgaron en la rodilla y estaban manchados de tierra y de sangre; y, a pesar de que tu buzo de abrigo era tan blanco que casi no me dejaba ver, el color rojo invadió mis pensamientos al verte los pies.

Tu sangre, tus zapatillas, tu olor. Rojo. Todo rojo. Mi color preferido.

Noté tu pelo marrón, la piel pálida de tu rostro, el poco abrigo que llevabas a pesar de la fresca brisa otoñal. Y, aun así, el rojo era todo lo que podía ver en vos cuando te escupiste la rodilla, acomodaste tu bicicleta y continuaste por tu camino.

Corrí hacia donde tu sangre había salpicado y la lamí sin importarme que estuviera mezclada con la tierra. Se me cerraron los ojos por el placer de sentir que tu esencia bajaba por mi garganta y purificaba mis entrañas

Ah. Eras vos. Eras vos, eras vos, eras vos.

Sos vos.

Todavía podía olerte y sentirte metros delante de mí. Volví a mi escondite anterior y me aseguré de tu ubicación.

Te seguí. Mantuve un ojo en mi camino y otro en vos, en el sendero que parecías recorrer cuando aparecías, lo cual me hizo sentir como un idiota. ¿Cómo no consideré antes el buscarte por el sendero? En ese momento no me importaba nada más que el hecho de al fin haberte encontrado.

No te diste cuenta de que había alguien siguiéndote. Hasta el día de hoy, cuando aparecés en la boca del bosque y pedaleás por el sendero que el resto del mundo parece haber olvidado, no tenés idea de que te estoy observando en todo momento. Que no estás sola en el bosque que parece desolado.

Ese fortuito día comprendí que tu aparición no había sido suerte. Al ser testigo del final de tu rumbo, de la pequeña cabaña escondida entre sauces llorones y eléctricos, supe que tus visitas habían sido premeditadas. Me importó poco y nada porque seguías siendo vos. Seguís siendo vos. No importa nada más.

Visitás todos los días, justo después del mediodía. Te espero en esa curva donde te habías caído, donde probé tu sangre y confirmé tu destino, y no te pierdo de vista hasta que entrás a la cabaña de los sauces. Siempre usás zapatillas rojas. Mi color preferido.

La chica de color rojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora