Capítulo único

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El día es azul; es un miércoles, al menos eso dices tu, como cuando eras un niño. Es un año amarillo, como todos los bisiestos, ese 1904. Admiras a la multitud en el otro lado de la campiña, quienes esperan ansiosos el inicio de la prueba de tu nuevo invento. No te importa. Ellos no te importan. Lo único que te importa es que, luego de tantos años, al fin lo lograrás. Lograrás verlo nuevamente. Verás nuevamente al niño de los columpios.

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El día es azul; es un miércoles, te paseas aburrido alrededor del campo de recreo; nunca adentro. Sabes perfectamente que si pisas adentro es más probable que alguien se choque contigo y que te grite algo sin coherencia. Caminas en circulos, sin rumbo como el número phi. Caminas viendo como los demás hablan y ríen; vacío.

No soportas más el bullicio y el desorden y decides irte hacia el lado más desolado del patio. Unos columpios y un castillito yacen olvidados en una esquina del patio, una pequeña ampliacion sin mantenimiento, oxidada y chirriante que usualmente está desolada. Solo que esta vez no, hay un niño.

No sabes si acercarte. Por un lado estás deseando botarlo, pero el niño tiene una apariencia extraña. De todas las caras que has visto en el orfanato; enfermeras, maestras y alumnos, nunca habías visto esa. Instantáneamente la grabas en tu mente, cada detalle; las pequeñas pecas, los ojos verdosos y apagados, los mechones claros y cortos... y su expresión. Reconoces tristeza, pero, ¿Cómo reconocer algo que apenas experimentas?

Tu curiosidad te vence y te dirijes hacia el niño; ¡pero no lo botas...! Sencillamente lo miras nuevamente. En un instante sabes que el niño está allí por culpa de una guerra. Nunca entiendes cómo, pero se te hace tan fácil saber que a alguien casi lo adoptan como quien ve una mancha de salsa en el polo de alguien. Simplemente es así.

El niño te mira. Tú lo miras. Sigues sintiendo que tu espacio ha sido invadido y solo quieres decirle que se vaya, pero no puedes. No te atreves a botarlo. Hay algo acerca del niño que lo impide. Con un rostro insensible y frío te paras, decidido a botarlo... pero de tu boca solo sale una pregunta:

<<¿Afganistán o Irak?>>

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Escuchas al director de la institucion sin atenderlo realmente. Luego de tu pregunta, el niño te mandó al piso de un golpe, y tu solo lo miraste con sorpresa mientras que éste se iba llorando a decirle a una de las señoritas. Pero su expresión no era la de un niño mimado y acusete, era de rabia. Ves como te mira nuevamente; te fulmina con una mirada de odio puro y tu solo lo ves de lejos con cara de nada.

El director es un gordo marrón*, como todos los gordos. Su pelo es marrón, su ropa es marrón, sus ojos son marrones, sus lentes son marrones, su nombre es marrón y su gordura es marrón. Al ver que no lo escuchas realmente, exala frustración y te coge del hombro. El hombre marrón es el único en la institución que te quiere, y el único en quien confías algo, pero nunca te has llevado bien con los gordos marrones. Probablemente sea culpa de tu hermano, que también es un gordo marrón, con pelo marrón, ojos marrones y paraguas marrón. El hombre marrón es directo, y eso te agrada. En medio de su directa y marrón charla, te dice que él trajo al niño, él es quién insistió en que lo trasladaran a ésta institución y él es quién le dijo al niño de los columpios que vaya hacia los columpios, por ti. Poco te importa su nombre, así que no lo escuchas. El hombre marrón exhala nuevamente. Te dice que te disculpes. Tu lo miras, luego miras hacia su nombre marrón de cuatro letras; dos consonantes marrones y dos vocales marrones. El hombre marrón sabe que no te puede obligar, así que solo te levantas y caminas hacia afuera, con la extraña sensación de tener que hacer lo que te dijo el hombre marrón.

●■To the Sky with You■● Johnlock One-ShotDonde viven las historias. Descúbrelo ahora