V: Lo que se halla en la luz

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Resulta gracioso cómo cada vez que muerdo un melocotón me pregunto lo mismo. Durante aquella primavera, la última de mi inocencia...  ¿amé o deseé a Laura? Hoy en día me resulta difícil saberlo, puesto que la nostalgia, tinte cálido y artificioso, baña las vivencias y les hace lucir más bellas de lo que realmente fueron. A propósito, una vez oí a alguien decir que la diferencia sustancial entre el amor y el deseo radica en los eventos que continúan tras la obtención del objeto anhelado: el que desea, experimenta una satisfacción transitoria antes de precipitarse hacia un vacío renovado; el que ama, subordinado a sus sentimientos, es condenado a la noble —y en ocasiones, terrible— penitencia de orbitar en torno al objeto de sus pasiones, con una fascinación y minuciosidad inagotables. Me pregunto qué tan ciertas, qué tan unívocas resultan estas acepciones.

            Aquellos días eran calurosos incluso a la sombra; me veo apoyada junto a ella en el balcón prohibido del colegio. A pesar de la dulzura, mi confianza navegaba entre la culpa y la desesperación. Por más que lo anhelaba, el peso de la educación y las miradas se encargaba de retener mi mano curiosa sobre la espalda de Laura. A la hora del receso, incómoda ante los reproches de Romina y las demás, caminaba como de forma inconsciente hacia la banca de mi nueva amiga, quien en ocasiones se hallaba conversando con Esteban. Él, de cabellos negros y un lunar posado con gracia en la barbilla, exhibía sus plumas color verde agua en una danza llamativa para todos. Aquella mata de brillantes colores, con su garbo y sus mil ojos azules, naranjas y verdes, despertaba en mí un horror claustrofóbico, de impotencia y desesperación. Sabía que sus plumas, a diferencia de aquellas que la habían cortejado antes, eran auténticas. Recuerdo haber dado vueltas en la cama pensando en cómo arrancarlas, con qué disfraz mutilarlas, o acaso la forma más dulce de sacar los ojos a la avecilla extraviada que ambos, él y yo, codiciábamos.

            Con el vuelo de una mariposa negra en el salón, Esteban me confió al oído sus tiernos sentimientos por Laura, en busca de consejo en su más allegada. Sentí una cruda lástima por él; Esteban era incapaz de sospechar en mí algún signo de desviación. Con una sonrisa amable en los labios, tracé para él una ruta incierta de tinta rosa. Al final del día, con mi zapato gastado sobre el asfalto de la calle, declaré la guerra sucia en su contra.   

                El camino a casa transcurrió como de costumbre. Laura, bonita, con una pulsera roja, pasadores de mariposa enredados en el pelo, y el olor a gardenias en su cuello, se tambaleaba de un lado a otro con somnolencia. Por las vías del tren cantábamos tonterías, inmersas en una ebriedad pueril sabor cereza; entre la inocencia y el anhelo. Solo entonces, deslumbrada por sus roces y sonrisa celestiales, tomé el valor para abrazarla por la espalda, palpar la suavidad de su cuerpo, entorpeciendo así nuestros pasos y murmurar:

—Te quiero tanto, Laura... me gustas, me gustas.

            En la euforia del momento, aquellas palabras sonaban totalmente coherentes. Sin embargo, la risa solar de la joven cayó en un ocaso azulado. Me miró con gravedad, después con una sonrisa incrédula, y se apartó más de mí a cada paso sobre la grava. Mis mejillas ardían; procuré esconder el rostro tras el cabello, en un estado de pánico del que no sabía cómo escapar. Guardamos silencio, nuestros pasos se alentaron, incluso si todo esto transcurría en segundos.

—¿Cómo? —respondió ella— ¿A qué te refieres con eso, Cecilia?

Pensé en Esteban, en el terror de verla comprometida en sentimientos, más allá del libertinaje corporal.

—Me gustas, Laura —dije con seguridad de papel—. Quisiera yacer contigo, quisiera...

—Ceci, ¿eres lesbiana? ¿Me estás pidiendo que...?

            Ella me miraba con fuerte duda, ojos insistentes, como tratando de reconocer en una extraña a la amiga que segundos antes cantaba con ella. Ante mi silencio y la piel que ardía al roce más tenue, desvió la vista y de reojo adiviné su ensimismamiento, la decepción de unas palabras malentendidas o, lo que es peor, comprendidas en la totalidad que permite el lenguaje. Quise llorar, con los temores que acrecentaban en medio del silencio; pensé en salir corriendo, en rogarle que olvidase mi confesión y que continuáramos hablando sobre su primera visita al mar cuatro años antes... Aquella tarde nos despedimos con una frialdad que torturó mi ánimo la noche entera.

Sin embargo, con la vuelta del sol primaveral, tras un fin de semana separadas, señales difusas, y el rugido de las entrañas que amenazaban con florecer desde mi boca, concretamos un encuentro amoroso sin importancia... un experimento, quizás. Las dos, tan torpes y enajenadas, no dejábamos de reír con las cosquillas sobre el colchón. ¿Qué pensaba Laura cuando me miraba con un dejo de lascivia en sus ojos negros? Para ella ¿aquello era un juego entre amigas? ¿Melancolía y prostitución? ¿Curiosidad? Anhelaba saberlo desde que para mí representaba el rito con el que por fin me deshojaba para dejar a los pies de mi falsa virgen, mi diosa, mi inocencia sacrificada.... o al menos eso creía con ingenuidad, cuando en realidad, incluso al momento, el sexo continuaba siendo un misterio.

De rodillas, contemplé su cuerpo carnoso que así era tan liviano, tan delicado y femenino... Ella señalaba el trocito de carne lubricado, "aquí", "así", y yo sabía que en verdad le gustaba mi lengua en su interior; no solo por la humedad que se confundía con mi saliva, sino por el cúmulo de sangre en su pecho, en su rostro, y el temblor de sus piernas que sostenía con suavidad. Luego ella me tomó como lo habría hecho en solitario, hasta que los besos y las manos dejaron de ser extraños, vergonzosos o incómodos, a pesar de la penetración.

Después de aquel ensayo que yo llamé "amor", en la nube de quimeras, pintaba de rojo las uñas de sus pies. Ella se mantenía en silencio, tranquila, contemplando a través de la ventana el mecer sutil de las flores. Incluso si no lo comprendía, había experimentado el encuentro con lo ajeno, pero también conmigo misma; supongo que estas sensaciones son más claras, tal vez inevitables, cuando la pareja es del mismo sexo. También pensé en las ilustraciones del único libro de arte que poseía en el estante de mi casa, y me pregunté cuáles serían las vivencias de todo aquel que pintó la silueta desnuda de otro a contraluz. Cuando subí el cierre de mi falda y caminé solitaria de regreso a casa, impregnada de aromas y sudores, creí al menos comprender la necesidad de aquellos artistas antes evocados. La imagen petrificada, eterna, inmortaliza los instantes que son siempre efímeros. La pincelada suave, o quizás violenta, no solo conserva la figura... también la emoción, el filtro, la mirada única e irrepetible del momento, que casi siempre se halla en la luz. Para mí, aquella iluminación debía ser como la granada, como las uñas de ciertos pies tan lindos...

El color de la granadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora