Mi tía Panchita era una mujer bajita, menuda, que peinaba sus cabellos carnosos en dos trenzas, con una frente grande y unos ojos pequeñines y risueños. Iba siempre de luto, y entre la casa protegía su falda negra con delantales muy blancos. En sus orejas, engarzados en unos pendientes de oro se agitaban dos de mis dentenzuelos de leche. Quizá por esto soñé una vez que yo era chirrisca como un frijol y que estaba suspendida de un columpio de oro asegurado en una de las orejas de la tía Panchita. Yo me columpiaba y hacía cosquillas con los pies en su marchita cara, lo cual la ponía a reír a carcajadas. Ella solía decir que los tenía allí prisioneros, en castigo de los mordiscos que hincaron en su carne cuando estaban firmes en las encías de su dueña, quien solía tener tremendas indiadas.
Diligente y afanosa como una hormiga era la anciana, y amiga de hacer el real con cuanto negocio honrado se le ponía al frente. Eso sí, no era egoísta como la antipática hormiga de la fábula, que en más de una ocasión la sorprendí compartiendo sus provisiones con alguna calavera cigarra.
Habitaba con mi tía Jesús, impedida de las manos por un reuma, en una casita muy limpia en las inmediaciones del Morazán. La gente las llamaba "Las Niñas" y hasta sus hermanos Pablo y Joaquín, cuando me enviaban donde ellas, me decían: -Vaya donde "Las Niñas".
Hacía mil golosinas para vender, que se le iban como agua y que tenían fama en toda la ciudad. En el gran armario con puertas de vidrio que había en el pequeño corredor de la entrada, estaban los regalos que sus manos creaban para el paladar de los josefinos: las cajetas de coco y de naranja agria más ricas que he comido en mi vida; quesadillas de chiverre que muchas veces hicieron flaquear mi honradez; muñequillos y animales fantásticos de una pasta de azúcar muy blanca que jamás he vuelto a encontrar; bizcocho y tamal asado que atraían compradores de barrios lejanos: del Paso de La Vaca y de la Soledad; en frascos de cristal estaban sus perfumados panecillos de cacao Matina con los que se hacía un chocolate cuyo sabor era una delicia, y que coronaba las tazas con un dedo de rubia espuma.
Ella fue quien me narró casi todos los cuentos que poblaron de maravillas mi cabeza.
Las otras personas de mi familia, gentes muy prudentes y de buen sentido, reprochaban a la vieja señora su manía de contar a sus sobrinos aquellos cuentos de hadas, brujas, espantos, etcétera, lo cual, según ellas, les echaba a perder su pensamiento. Yo no comprendía estas sensatas reflexiones. Lo que sé es que ninguno de los que así hablaban, logró mi confianza y que jamás sus conversaciones sesudas y sus cuentecitos científicos, que casi siempre arrastraban torpemente una moraleja, despertaron mi interés. Mi tío Pablo, profesor de Lógica y Ética en uno de los colegios de la ciudad, llamaba despectivamente cuenteretes y bozorola los relatos de la vieja tía. Quizá las personas que piensen como el tío Pablo les den los mismos calificativos y tendrán razón, porque ello es el resultado de sus ordenadas ideas. En cuanto a mí, que jamás he logrado explicarme ninguno de los fenómenos que a cada instante ocurren en torno mío, que me quedo con la boca abierta siempre que miro abrirse una flor, guardo las mentiras de mi tía Panchita al lado de las explicaciones que sobre la formación de animales, vegetales y minerales me han dado profesores muy graves que se creen muy sabios.
¡Qué sugestiones tan intensas e inefables despertaban en nuestras imaginaciones infantiles, las palabras de sus cuentos, muchas de las cuales fueron fabricadas de un modo incomprensible para la Gramática, y que nada decían a las mentes de personas entradas en años y en estudios!
Recuerdo el cuento de "La Cucarachita Mandinga" ("La Hormiguita", de Fernán Caballero, vaciado en molde quizá americano, quizá tico solamente), que no nos cansábamos de escuchar.
¡La Cucarachita Mandinga!
Jamás podré expresar el picaresco encanto que este adjetivo de "mandinga" puesto con tanta gracia a la par de "La Cucarachita", por los labios de quién sabe qué abuela o vieja china, vaciaba en nuestro interior.
¿Mandinga? Ninguna de las definiciones que sobre esta palabra da el diccionario responde a la que los niños nos dábamos, sin emplear palabras, de aquel calificativo que se agitaba como una traviesa llamita nacarada sobre la cabeza de la coqueta criaturilla.
Los cuentos de la tía Panchita eran humildes llaves de hierro que abrían arcas cuyo contenido era un tesoro de ensueños.
En el patio de su casa había un pozo, bajo una chayotera que formaba sobre el brocal un dosel de frescura.
A menudo, sobre todo en los calores de marzo, mi boca recuerda el agua de aquel pozo, la más fría y limpia que hasta hoy probara, que ya no existe, que agotó el calor; y sin quererlo mi voluntad, mi corazón evoca al mismo tiempo la memoria de mi alegría de entonces, cristalina y fresca, que ya no existe, que agotó la experiencia.
La viejecilla me contaba sobre este pozo, mentiras que hacían mis delicias; en el fondo había un palacio de cristal, donde las lámparas eran estrellas. Allí vivían un rey y una reina que tenían dos hijas muy lindas: una morena de cabellera negra que le llegaba a la rodilla, con un lunar en forma de flor junto a la boca; la otra blanca, con el cabello de oro que le arrastraba y con un lunar azul en forma de estrella. La rubia era mi predilecta, y el lunar azul en forma de estrella, de su mejilla, era una fuente de encanto para mí.
Yo gozaba cuando la tía Panchita cogía su tinaja y se encaminaba al pozo. La precedía brincando cual si fuese a una fiesta.
¡Qué sonidos más extraños y atrayentes subían de aquel profundo agujero umbrío, en cuyo fondo dijérase que se encendían y apagaban luces! (Más tarde me di cuenta de que eran los temblorosos jirones de claridad que había entre el follaje que lo cubriera, pero entonces imaginaba que eran las lámparas de que me hablara la anciana). El brocal y las paredes estaban tapizados por un musgo verde y dorado. Las gotas que rezumaban caían y producían una música tan delicada: ¡...Tin... tan...! La anciana decía que eran los cascabeles de plata que llevaban al cuello los perritos de las princesas, suspendidos en una cinta de oro.
Si la tía Panchita, en ciertas ocasiones, hubiese logrado fisgonear dentro de mi pensamiento, se habría horrorizado de sus encantadores embustes, y habría temblado por mi vida que deseaba ardientemente ir a jugar con princesas y perrillos en el palacio de cristal. ¡Y la sonrisa de compasivo triunfo que habría plegado los labios del tío Pablo, el profesor de Lógica y Ética, si hubiese asomado sus anteojos por los campos de mi fantasía cultivada por su hermana, a quien, según él, le faltaban dos tornillos! ¿Serían el del buen sentido y el de la lógica? Ahora cierro los ojos y el recuerdo de la querida viejecilla, que fue mil veces más armada para mí que el tío Pablo, a pesar de que ignoraba que existiera Lógica y Ética en este mundo, se sienta en su silla baja y me narra sus cuentos, mientras sus dedos diligentes arrollan cigarrillos. Yo estoy a sus pies en el taburetito de cuero que me hizo el tío Joaquín. Siento el olor del tabaco curado con hojas de higo, aguardiente y miel. Es en una gran sala de paredes enjalbegadas y de pavimento enladrillado. En alguna parte hay el cuadro de una pastora que pone un collar de flores a su cordero. Sobre la cómoda, el fanal que protege "El Paso" de las inclemencias del tiempo y a los lados, unas gallinas de porcelana echadas en sendos nidos.
¡Qué largos se hacían para mi impaciencia los segundos en que ella dejaba de narrar para "subir su cigarro" o ir a encenderlo en una brasa del hogar!
Son los cuentos siempre queridos de "La Cenicienta", de "Pulgarcito", de "Blancanieves", de "Caperucita", de "El Pájaro Azul", que más tarde encontré en libros. Son otros cuentos que quizá no estén en libros. De estos, algunos me han vuelto a salir al paso, no en libros sino en labios.
¿De dónde los cogió la tía Panchita?
¿Qué muerta imaginación nacida en América los entretejió, cogiendo briznas de aquí y de allá, robando pajillas de añejos cuentos creados en el Viejo Mundo? Ella les ponía la gracia de su palabra y de su gesto que se perdió con su vida.
¡La querida viejita que no sabía de Lógicas y Éticas, pero que tenía el don de hacer reír y soñar a los niños!
María Isabel Carvajal (Carmen Lyra)
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Cuentos de mi Tía Panchita
Historia CortaCarmen Lyra-1926 De lo mejor de la literatura infantil costarricense.