Oscuridad. Eso era lo único que podía observar...
Abrió los ojos de golpe, y se arrepintió al instante en que la luz llegó a sus pupilas, cegadora, aterrorizando y dando a entender de mala manera donde se encontraba: un hospital.
Nathan recargó con torpeza su peso sobre sus codos. Observó la habitación: blanca, como todo lo demás, con un televisor viejo en la esquina, puesto en un canal de noticias. A su derecha había un sofá color crema, con alguien dormido encima de él. Nathan lo observó por varios minutos, hasta que se decidió por hablar.
—¿Hola?..., ¿quién eres?—estiró el cuello, tratando de ver más—. ¡Hola!...
La figura en el sofá se sobresaltó, para después levantarse con pesadez. Era un hombre mayor, que vestía de manera semejante a Nathan en el día del incidente.
—Nate...—dijó el hombre con un suspiro, Nathan lo reconoció casi de inmediato al verlo. Era su padre. Se acercó con el rostro congestionado, tratando de ocultar las lágrimas, sin lograr mucho. Abrazó a su hijo con fuerza, casi asfixiándolo.
Nathan estaba paralizado, incapaz de devolver el abrazo a su viejo padre. Los hospitales le aterraban. Las manos le temblaban y le costaba trabajo respirar, la habitación se movía de manera extraña.
—¿Des...desde hace... cuanto estoy aquí?—entrelazó sus manos sudorosas, retorciéndose a sí mismo los dedos, en un intento desesperado por mantener la calma. El viejo bajó la cabeza y le tomó las manos en un gesto tranquilizante.
—Sólo 3 días, Nathan...
—Quiero irme.
—Nathan... necesitas...
—Quiero irme ya, Elias.
Elias era su nombre. Sabía acerca de la fobia de su hijo, pero jamás había estado con él en uno de sus ataques... eso era trabajo de su mujer. Elias guardó la compostura, esperando el poder razonar con su hijo, soltó las manos, mirándolo con desaprobación.
—Sólo unos días más, Nate, unos cuantos estudios...
—¡Quiero irme YA!- Nathan se levantó de la camilla de un salto, secándose las lágrimas, inexistentes hasta hacia unos segundos. Tropezó incluso antes de tocar el suelo y cayó de bruces al piso, llevando detrás de si la máquina que marcaba su pulso. Una de las esquinas golpeó la frente de Nathan, causándole un corte profundo que no tardó en sangrar.
Elias lo veía con más molestia que lástima. Lo obligó a levantarse por su cuenta, sin preocuparse por la herida que acababa de hacerse. Se dio cuenta de lo que hacía y se arrepintió de inmediato. Era un mal padre, y en el fondo no le dolía.
Nathan se tocaba la cara, con el dolor y el terror entremezclados. Elias se acercó con rapidez, buscando el perdón, lo rodeó con los brazos, sin recibir respuesta.
A la habitación entró una enfermera, morena, de ojos verdes cual aceitunas. Los separó con algo de esfuerzo, mientras ayudaba al herido a sentarse en su cama. No se molestó en preguntar, había visto todo el espectáculo por el vidrio de doble cara. Nathan temblaba de pies a cabeza, mirando al vacío. La mujer sonrió con ternura, como si mirara a un niño pequeño.
—No se preocupe—le dijo a Elias, el viejo se dejó caer sobre el sofá, con las manos enterradas en la cabeza.—Se le pasara luego...
La enfermera le dió varios calmantes a Nathan, que hicieron que dejara de temblar. Sus ojos se sentían pesados, mientras veía como la mujer le desinfectaba la herida para despues comenzar a curarle. Justo antes de quedarse dormido, Nathan quiso resolver una duda que lo atacaba desde el momento que despertó.
—Papá...—Elias se sorprendió al escucharlo llamar de esa manera, se acercó casi de inmediato— ¿Dónde estaba yo antes de que ocurriera todo?...
El hombre tenía un nudo en la garganta, tragó saliva, esperaba esa pregunta...
—Estabamos en el entierro de tu madre...
Cerró los ojos y cayó dormido.