Paris salió corriendo por la puerta de su apartamento, tras Milan, el que había cogido su sombrero en la boca y había salido corriendo.
-¡Milan, maldición, dame el sombrero!- exclamó Paris corriendo tras él.
Subió los peldaños de las escaleras de dos en dos e iba tan acelerada que chocó contra alguien y cayó hacia atrás.
-Perdón -murmuró Paris levantándose.
Frente a ella había una chica al menos media cabeza más alta que ella, con cabello por los hombros pelirrojo, ojos esmeralda y sonrisa desordenada.
-¿Es este tu gato? -dijo con una voz suave y agradable, sosteniendo a Milan en una mano y el sombrero en otra.
-Sí, él es Milan y ese es mi sombrero -dijo Paris con una pequeña sonrisa.
-Pues toma -dijo la chica, devolviéndole a Milan y el sombrero-. Por cierto, yo soy Lissa Sanders.
-Yo soy Paris Allen -dijo ella, estrechando la mano de la pelirroja.
****
-Lo siento, la casa está un poco desastrosa -se disculpó Paris, poniendo una taza de café humeante en la mesa de café frente a Lissa.
-Oh, deberías ver la mía. Soy un auténtico desastre -dijo Lissa, con una sonrisa.
Paris miró un momento la sonrisa de Lissa y se sentó en un sillón junto a la chica.
-Y, ¿eres de Denver o...? -preguntó Paris.
-Oh, sí, soy de aquí desde siempre, pero antes vivía en las afueras con mis padres y cuando terminé el instituto me mudé a aquí, ¿y tú?
Paris sonrió levemente. Le pareció algo bonito, una típica infancia a las afueras de la ciudad, con un columpio verde en el patio trasero y una rayuela dibujada con tiza en la acera delantera, y en el césped un gnomo de cerámica con el gorro rojo que rompería el niño del vecino con un balón.
-Yo simplemente cumplí dieciocho y me mudé -susurró Paris, sin querer dar más datos sobre su infancia.
Paris se levantó y cogió a Milan de la cama, y caminó por la habitación, acariciando la suave tripa del gato, el cual ronroneaba.
Lissa y Paris trabaron miradas, y compartieron sonrisas. Esa chica la hacía sentir bien.
****
Paris caminaba por la calle de adoquines, con una diminuta, casi inexistente sonrisa. Pero, de repente, la melodía volvió.
Esa odiosa melodía que ya cansaba a Paris, y que más bien era una mezcla entre una batería descoordinada y una guitarra desafinada.
Paró en seco, haciendo que la persona detrás chocara contra ella, soltando un taco y desapareciendo.
Paris cerró los ojos, respiró hondo varias veces y notó como la melodía se iba atenuando hasta desaparacer. Y continuó caminando hasta la tienda de segunda mano en la que ayudaba, ya que el dinero ahí ganado iba para un orfanato cercano, al que iba los jueves a leerle a los niños.
Entró por la puerta de madera y cristal, y la pequeña campana sobre esta emitió un sonoro ding.
-¡Paris, hola, muchacha! -exclamó Denise, la gerente.
-Hola, Denise. Vengo a relevarte -dijo Paris.
-De acuerdo, muchacha, porque ya estoy harta -se quejó ella, mientras cogía su bolso-. ¡Adiós, Paris! -exclamó Denise desapareciendo por la puerta.
Paris se sentó en un taburete tras el mostrador y rebuscó bajo este una caja de cartón celeste con lunares blancos, y de esta sacó una máquina de escribir de segunda mano que le había regalado Denise. La máquina era celeste, con las teclas ligeramente amarillentas y el resto de detalles en negro.
Paris sacó de otra caja una cinta de tinta, la colocó y sacó un folio. Lo colocó en su sitio, y puso sus dedos suavemente en las teclas amarillentas.
Sin pensarlo dos veces, sus dedos comenzaron a moverse a una velocidad vertiginosa.
Querido Leo:
Te echo de menos, es duro seguir sin ti. Ya nada es lo mismo, y mi apartamento está muy vacío.
He conocido a una chica. Es simpática y bonita, como una muñeca. Te encantaría.
Te escribo estas cartas ya no sé por qué, pero me ayudan a superar tu ida.
Siempre tuya,
-Paris Allen.
Paris sacó el papel con cuidado de la máquina de escribir y la dobló, para luego introducirlo en un sobre amarillento.
La guardó en su bolsillo, mientras atendía a una niña de cinco años que preguntaba por un viejo libro.