De Profundis.

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A: lord Alfred Douglas
[Enero-marzo de 1897] H. M. Przson, Reading
Querido Bosie: Después de larga e infructuosa espera, he decidido es-
cribirte yo, tanto por ti como por mí, pues no me gustaría pensar que he
pasado dos largos años de prisión sin recibir de ti ni una sola línea, ni
aun noticia ni mensaje que no me dieran dolor.
Nuestra infausta y lamentabilísima amistad ha acabado en ruina e in-
famia pública para mí, pero el recuerdo de nuestro antiguo afecto me
acompaña a menudo, y la idea de que el aborrecimiento, la amargura y el
desprecio ocupen para siempre ese lugar de mi corazón que en otro
tiempo ocupó el amor me resulta muy triste; y tú mismo sentirás, creo,
en tu corazón que escribirme cuando me consumo en la soledad de la vi-
da de presidio es mejor que publicar mis cartas sin mi permiso o dedi-
carme poemas sin consultar, aunque el mundo no haya de saber nada de
las palabras de dolor o de pasión, de remordimiento o indiferencia, que
quieras enviarme en respuesta o apelación.
No me cabe duda de que en esta carta en la que tengo que escribir de
tu vida y la mía, del pasado y el futuro, de cosas dulces que se tornaron
amargura y cosas amargas que pueden trocarse en alegría, ha de haber
mucho que hiera tu vanidad en lo vivo. Si así fuera, vuelve a leerla una y
otra vez hasta que mate tu vanidad. Si algo encuentras en ella de lo que
te parezca ser acusado injustamente, recuerda que hay que agradecer
que existan faltas de las que se nos pueda acusar injustamente. Si hu-
biera en ella un solo pasaje que lleve lágrimas a tus ojos, llora como llo-
ramos en la cárcel, donde el día no menos que la noche está hecho para
llorar. Eso es lo único que puede salvarte. Si vas con lamentaciones a tu
madre, como hiciste a propósito del desprecio de ti que manifesté en mi
carta a Robbie, estarás totalmente perdido. Si encuentras una sola excu-
sa falsa para ti, enseguida encontrarás un ciento, y serás exactamente lo
mismo que fuiste antes. ¿Sigues diciendo, como le dijiste a Robbie en tu
contestación, que yo «te atribuyo motivos indignos»? ¡Si tú no tenías moti-
vos en la vida! No tenías más que apetitos. Un motivo es un propósito
intelectual. ¿Que eras «muy joven» cuando empezó nuestra amistad? Tu
defecto no era que supieras muy poco de la vida, sino que sabías mucho.
El alba de la juventud, con su flor delicada, su luz clara y pura, su ale-
gría inocente y expectante, tú la habías dejado muy atrás. Con pies muy
raudos y corredores habías pasado del Romance al Realismo. La cloaca y
las cosas que en ella viven habían empezado a fascinarte. Ése fue el ori-
gen del problema en el que buscaste mi ayuda, y yo, nada sabio según la
sabiduría de este mundo, por compasión y simpatía te la di. Tienes que
leer esta carta de principio a fin, aunque cada palabra sea para ti el fue go o el escalpelo del cirujano, que hace arder o sangrar la carne delicada.
Recuerda que el necio a los ojos de los dioses y el necio a los ojos del
hombre son muy distintos. Siendo enteramente ignorante de los modos
del Arte en su revolución o los estados del pensamiento en su progreso,
de la pompa del verso latino o la música más rica de las vocales griegas,
de la escultura toscana o el canto isabelino, se puede estar lleno de la
más dulce sabiduría. El verdadero necio, ése del que los dioses se ríen o
al que arruinan, es el que no se conoce a sí mismo. Yo fui de ésos dema-
siado tiempo. Tú has sido de ésos demasiado tiempo. No lo seas más. No
tengas miedo. El vicio supremo es la superficialidad. Todo lo que se com-
prende está bien. Recuerda asimismo que lo que para ti sea penoso leer,
aún más penoso es para mí escribirlo. Contigo los Poderes Invisibles han
sido muy buenos. Te han permitido ver las formas extrañas y trágicas de
la Vida como se ven las sombras en un cristal. La cabeza de Medusa, que
petrifica a los hombres, a ti se te ha dado mirarla en espejo solamente.
Tú has caminado libre entre las flores. A mí me han arrebatado el mundo
hermoso del color y el movimiento.
Voy a empezar diciéndote que me culpo terriblemente. Aquí sentado en
esta celda oscura, vestido de presidiario, infamado y hundido, me culpo.
En las noches de angustia perturbadas y febriles, en los días de dolor
largos y monótonos, es a mí a quien culpo. Me culpo por dejar que una
amistad no intelectual, una amistad cuyo objetivo primario no era la
creación y contemplación de cosas bellas, dominara enteramente mi vi-
da. Desde el primer momento hubo demasiada distancia entre nosotros.
Tú habías estado ocioso en el colegio, peor que ocioso en la universidad.
No te dabas cuenta de que un artista, y sobre todo un artista como soy
yo, es decir, aquel en el que la calidad de la obra depende de la intensifi-
cación de la personalidad, requiere para el desarrollo de su arte la com-
pañía de ideas, y una atmósfera intelectual, sosiego, paz y soledad. Tú
admirabas mi obra cuando la veías acabada; gozabas con los éxitos bri-
llantes de mi estreno, y los banquetes brillantes que los seguían; te enor-
gullecías, y era muy natural, de ser el amigo íntimo de un artista tan
distinguido; pero no podías entender las condiciones que exige la pro-
ducción de la obra artística. No hablo en frases de exageración retórica,
sino en términos de fidelidad absoluta al hecho material, si te recuerdo
que durante todo el tiempo que estuvimos juntos no escribí nunca ni una
sola línea. Fuera en Torquay, Coring, Londres, Florencia o en otros luga-
res, mi vida, mientras tú estuviste a mi lado, fue totalmente estéril y na-
da creadora. Y con escasos intervalos estuviste, lamento decirlo, siempre
a mi lado.
Recuerdo, por ejemplo, que en el mes de septiembre del 93, por escoger
un solo ejemplo entre muchos, tomé unas habitaciones, únicamente para
trabajar sin que nadie me molestara, porque había roto lo acordado con
John Hare, para quien había prometido escribir una obra, y que me es-
taba apremiando. Durante la primera semana te mantuviste lejos. Ha-
bíamos disentido, y a decir verdad lógicamente, sobre la cuestión del va-
lor artístico de tu traducción de Salomé, así que te contentaste con man-
darme cartas necias sobre ese tema. En esa semana escribí y terminé
hasta el último detalle, tal y como después se representaría, el primer acto de Un marido ideal. En la segunda semana volviste, y prácticamente
tuve que abandonar el trabajo. Yo llegaba cada mañana a St James's
Place a las once y media, para poder pensar y escribir sin las interrup-
ciones inevitables en mi propia casa, aun siendo esa casa tranquila y pa-
cífica. Pero era vano intento. A las doce llegabas en coche, y te ponías a
fumar y charlar hasta la una y media, en que había que llevarte a almor-
zar al Café Royal o al Berkeley. El almuerzo, con sus copas, solía durar
hasta las tres y media. Durante una hora te retirabas a White's. A la ho-
ra del té volvías a aparecer, y te quedabas hasta la hora de vestirse para
la comida. Comías conmigo en el Savoy o en Tite Street. Por regla general
no nos separábamos hasta después de medianoche, porque había que
rematar el día memorable con una cena en Willis's. Esa fue mi vida du-
rante aquellos tres meses, día tras día, salvo en los cuatro días en que
estuviste fuera del país. Entonces, por supuesto, tuve que ir a Calais a
recogerte. Para una persona de mi naturaleza y temperamento, era una
posición a la vez grotesca y trágica.
Ahora te darás cuenta, ¿no? Ahora tienes que ver que tu incapacidad
de estar solo; tu naturaleza inexorable en su continua exigencia de la
atención y el tiempo de los demás; tu carencia de la menor aptitud para
la concentración intelectual sostenida; el desdichado accidente -porque
quiero pensar que fue sólo eso-- de que no pudieras adquirir el «talante
de Oxford» en materia intelectual, quiero decir no haber llegado nunca al
juego airoso con las ideas, sino sólo a la violencia de la opinión; te darás
cuenta de que todas esas cosas, combinadas con el hecho de tener
puestos tus deseos e intereses en la Vida y no en el Arte, eran tan des-
tructivas para tu propio avance en la cultura como lo eran para mi tra-
bajo de artista. Cuando comparo mi amistad contigo con la de hombres
todavía más jóvenes, como John Gray y Pierre Lout's, me da vergüenza.
Mi vida real, mi vida superior estaba con ellos y con personas como ellos.
De los resultados atroces de mi amistad contigo no hablo por ahora.
Estoy pensando únicamente en su calidad mientras duró. Fue intelec-
tualmente degradante para mí. Tú tenías los rudimentos de un tempe-
ramento artístico en germen. Pero yo te conocí demasiado tarde o dema-
siado pronto, no lo sé. Cuando estabas lejos yo estaba bien. En el mo-
mento, a primeros de diciembre del año al que me he referido, en que
conseguí convencer a tu madre de que te sacara de Inglaterra, volví a re-
coger la trama rota y enredada de mi imaginación, retomé mi vida en mis
manos, y no sólo acabé los tres actos que faltaban de Un marido ideal,
sino que concebí y había casi completado otras dos piezas de índole to-
talmente distinta, la Tragedia florentina y La Sainte Courtisane, cuando
de pronto, sin ser llamado, sin ser bienvenido, y en circunstancias fatídi-
cas para mi felicidad, volviste. Las dos obras que entonces quedaron im-
perfectas no las pude retomar. El estado de ánimo que las había creado
no lo pude recuperar nunca. Ahora que tú mismo has publicado un vo-
lumen de poesía, podrás reconocer la verdad de todo lo que aquí he di-
cho. Puedas o no, sigue siendo una verdad horrible en el corazón mismo
de nuestra amistad. Mientras estuviste conmigo fuiste la ruina absoluta
de mi Arte, y al permitir que constantemente te interpusieras entre el
Arte y yo me cubrí de vergüenza y de culpa en el más alto grado. Tú no lo sabías ver, no lo sabías entender, no lo sabías apreciar. Yo no tenía nin-
gún derecho a esperarlo de ti. Tus intereses empezaban y acababan en
tus comidas y tus caprichos. Tus deseos eran sencillamente diversiones,
de placeres ordinarios o no tan ordinarios. Eran lo que tu temperamento
necesitaba, o creía necesitar en aquel momento. Debería haberte prohi-
bido la entrada en mi casa y en mis habitaciones salvo por invitación. Me
culpo sin paliativos por mi debilidad. Era pura debilidad. Media hora con
el Arte siempre fue más para mí que un ciclo contigo. Realmente nada,
en ningún período de mi vida, tuvo nunca la menor importancia para mí
en comparación con el Arte. Pero en un artista la debilidad es un crimen,
cuando es una debilidad que paraliza la imaginación.
Me culpo también por haber dejado que me llevases a una ruina finan-
ciera absoluta y deshonrosa. Me acuerdo de una mañana a comienzos de
octubre del 92; estaba yo sentado en el bosque ya amarilleante de
Bracknell con tu madre. En aquel tiempo yo sabía muy poco de tu ver-
dadera naturaleza. Había estado de sábado a lunes contigo en Oxford. Tú
habías estado diez días conmigo en Cromer, jugando al golf. La conversa-
ción recayó sobre ti, y tu madre empezó a hablarme de tu carácter. Me
habló de tus dos defectos principales, tu vanidad y, según sus palabras,
tu «absoluta inconsciencia en materia de dinero». Recuerdo muy bien có-
mo me reí. No tenía ni idea de que lo primero me llevaría a la cárcel y lo
segundo a la quiebra. Pensé que la vanidad era una especie de flor airosa
en un hombre joven; en cuanto a la prodigalidad -porque pensé que no
se refería más que a la prodigalidad-, las virtudes de la prudencia y el
ahorro no estaban ni en mi naturaleza ni en mi estirpe. Pero antes de
que nuestra amistad cumpliera un mes más empecé a ver lo que real-
mente quería decir tu madre. Tu insistencia en una vida de abundancia
desenfrenada; tus incesantes peticiones de dinero; tu pretensión de que
todos tus placeres los pagara yo, estuviera o no contigo, me pusieron al
cabo de un tiempo en serios aprietos pecuniarios, y lo que para mí, al
menos, hacía aquellos derroches tan monótonos y faltos de interés, con-
forme tu persistente ocupación de mi vida se hacía cada vez más fuerte,
era que el dinero realmente se gastara poco más que en los placeres de
comer, beber y ese tipo de cosas. De vez en cuando es un gozo tener la
mesa roja de vino y rosas, pero tú ibas más allá de todo gusto y mesura.
Tú exigías sin elegancia y recibías sin gratitud. Diste en pensar que te-
nías una especie de derecho a vivir a mi costa y con un lujo profuso al
que nunca habías estado acostumbrado, y que por eso mismo aguzaba
tanto más tus apetitos, y al final si perdías dinero jugando en un casino
de Argel te bastaba con telegrafiarme a la mañana siguiente a Londres
para que abonase tus pérdidas en tu cuenta del banco, y no volvías a
pensar más en el asunto.
Si te digo que entre el otoño de 1892 y la fecha de mi encarcelamiento
me gasté contigo y en ti más de 5.000 libras en dinero contante y so-
nante, letras aparte, te harás una idea de la clase de vida que exigías.
¿Te parece que exagero? Mis gastos ordinarios contigo para un día cual-
quiera en Londres -en almuerzo, comida, cena, diversiones, coches y de-
más- sumaban entre 12 y 20 libras, y el gasto semanal, lógicamente pro-
porcionado, oscilaba entre las 80 y las 130 libras. Nuestros tres meses en Goring me costaron (contando, por supuesto, el alquiler) 1.340 libras.
He tenido que recorrer paso a paso cada apunte de mi vida con el Re-
ceptor de Quiebras. Fue horrible. «La vida llana y alto el pensamiento»
era, por supuesto, un ideal que en aquella época no podías apreciar, pero
ese despilfarro fue una vergüenza para los dos. Una de las comidas más
deliciosas que recuerdo la hicimos Robbie y yo en un cafetillo del Soho, y
vino a costar en chelines lo que costaban en libras las comidas que yo te
daba. De aquella comida con Robbie salió el primero y mejor de todos
mis diálogos. Idea, título, tratamiento, tono, todo salió con un cubierto
de tres francos y medio. De las comidas desenfrenadas contigo no queda
más que el recuerdo de haber comido demasiado y bebido demasiado. Y
el ceder yo a tus demandas era malo para ti. Eso lo sabes ahora. Te ha-
cía a menudo codicioso; a veces no poco desaprensivo; insolente siempre.
En demasiadas ocasiones había muy poca alegría, muy poco privilegio en
invitarte. Olvidabas, no diré la cortesía formal de dar las gracias, porque
las cortesías formales no van bien con una amistad estrecha, sino sim-
plemente la elegancia de la compañía cordial, el encanto de la conversa-
ción agradable, el rEpirvóvxaxóP, que decían los griegos, y todas esas de-
licadezas amables que embellecen la vida, y que son un acompañamiento
de la vida como podría ser la música, armonización de las cosas y melo-
día en los intervalos desabridos o silenciosos. Y aunque pueda parecerte
extraño que una persona en la terrible situación en que yo estoy en-
cuentre diferencia entre una infamia y otra, aun así reconozco franca-
mente que la locura de tirar todo ese dinero por ti, y dejarte dilapidar mi
fortuna con daño tuyo no menos que mío, para mí y a mis ojos pone en
mi Quiebra una nota de disipación vulgar que me hace avergonzarme de
ella doblemente. Yo estaba hecho para otras cosas.
Pero más que nada me culpo de la total degradación ética en que per-
mití que me sumieras. La base del carácter es la fuerza de voluntad, y la
mía se plegó absolutamente a la tuya. Suena grotesco, pero no por ello es
menos cierto. Aquellas escenas incesantes que parecían ser casi física-
mente necesarias para ti, y en las que tu mente y tu cuerpo se deforma-
ban y te convertías en algo tan terrible de mirar como de escuchar; esa
manía espantosa que has heredado de tu padre, la manía de escribir
cartas repugnantes y odiosas; esa absoluta falta de control sobre tus
emociones que se manifestaba lo mismo en tus largos y rencorosos esta-
dos de silencio reconcentrado como en los accesos súbitos de ira casi
epiléptica; todas esas cosas, en alusión a las cuales una de las cartas
que te escribí, dejada por ti en el Savoy o en otro hotel y por lo tanto pre-
sentada ante el Tribunal por el abogado de tu padre, contenía un ruego
no exento de patetismo, si en aquel tiempo hubieras sido capaz de ver el
patetismo en sus elementos o en su expresión, esas cosas, digo, fueron el
origen y las causas de mi fatídica rendición a tus demandas cada día
mayores. Me agotabas. Era el triunfo de la naturaleza pequeña sobre la
grande. Era esa tiranía de los débiles sobre los fuertes que en no sé dón-
de de una de mis obras describo como «la única tiranía que dura».
Y era inevitable. En toda relación de la vida con otros tiene uno que en-
contrar algún moyen de viere. En tu caso, había que ceder ante ti o de-
jarte. No cabía otra alternativa. Por cariño hacia ti, profundo aunque equivocado; por una gran compasión de tus defectos de modo de ser y
temperamento; por mi proverbial buen carácter y mi pereza celta; por
una aversión artística a las escenas groseras y las palabras feas; por esa
incapacidad para el rencor de cualquier clase que en aquel tiempo me
caracterizaba; por mi negativa a que me amargasen o afeasen la vida lo
que para mí, con la vista realmente puesta en otras cosas, eran meras
minucias que no valían más de un momento de pensamiento o interés;
por esas razones, aunque parezcan tontas, yo cedía siempre. Y el resul-
tado natural era que tus pretensiones, tus ansias de dominio, tus impo-
siciones fueran cada día más descomedidas. Tu motivo más ruin, tu
apetito más bajo, tu pasión más vulgar, eran para ti leyes a las que había
que amoldar siempre las vidas de los demás, y a las cuales, llegado el ca-
so, había que sacrificarlas sin escrúpulo. Sabiendo que con una escena
podías siempre salirte con la tuya, era lo más natural que recurrieras, no
dudo que casi inconscientemente, a todos los excesos de la violencia
ruin. Al final no sabías a qué meta corrías, ni con qué propósito. Habien-
do entrado a saco en mi genio, mi voluntad y mi fortuna, quisiste, con la
ceguera de una codicia sin fondo, mi existencia entera. La tomaste. En el
momento supremo y trágicamente decisivo de toda mi vida, el que prece-
dió al lamentable paso de iniciar mi acción absurda, de un lado estaba tu
padre atacándome con tarjetas repugnantes dejadas en mi club, de otro
lado estabas tú atacándome con cartas no menos detestables. La carta
que recibí de ti en la mañana del día en que te dejé llevarme al juzgado
de guardia para solicitar la ridícula orden de detención de tu padre fue
una de las peores que nunca escribieras, y por la más vergonzosa razón.
Entre vosotros dos perdí la cabeza. Mi juicio me abandonó. El terror ocu-
pó su lugar. No vi escapatoria posible, lo digo francamente, de ninguno
de los dos. Ciegamente avancé como un buey al matadero. Había cometi-
do un error psicológico colosal. Siempre había pensado que el ceder ante
ti en las cosas menudas no significaba nada: que cuando llegase un gran
momento podría reafirmar mi fuerza de voluntad en su superioridad
natural. No fue así. En el gran momento mi fuerza de voluntad me falló
por completo. En la vida no hay verdaderamente cosa pequeña ni grande.
Todas las cosas son del mismo valor y del mismo tamaño. Mi costumbre
-al principio fruto, más que nada, de la indiferencia- de ceder a ti en todo
había venido a ser insensiblemente una parte real de mi naturaleza. Sin
yo saberlo, había estereotipado mi temperamento en un solo estado per-
manente y fatal. Por eso, en el sutil epílogo a la primera edición de sus
ensayos, dice Patter que «El fracaso es formar hábitos». Cuando lo dijo,
los obtusos de Oxford no vieron en la frase más que una inversión travie-
sa del texto un tanto manido de la Ética de Aristóteles, pero lleva escon-
dida una verdad prodigiosa, terrible. Yo te había dejado minar la fuerza
de mi carácter, y para mí la formación de un hábito había sido no ya
Fracaso, sino Ruina. Éticamente habías sido todavía más destructivo pa-
ra mí que en lo artístico.
Una vez obtenida la orden de detención, tu voluntad fue, no hay que
decirlo, la que lo dirigió todo. En unos momentos en los que yo debería
haber estado en Londres asesorándome de personas sabias, y conside-
rando con calma la trampa atroz donde me había dejado meter -la rato nera, como tu padre la sigue llamando hasta el día de hoy- , tú te empe-
ñaste en que te llevara a Montecarlo, de todos los lugares repugnantes
que hay en el mundo, para poder pasarte todo el día jugando, y toda la
noche, mientras estuviera abierto el Casino. En cuanto a mí, que no le
veo el encanto al bacará, yo me quedaba afuera solo. Te negaste a co-
mentar siquiera fuera en cinco minutos la situación en la que tú y tu pa-
dre me habíais puesto. Lo mío era sencillamente pagar tus gastos de ho-
tel y tus pérdidas. La más mínima alusión a la prueba que me aguardaba
era un fastidio. Una nueva marca de champán que nos recomendaran
tenía más interés para ti.
A nuestro regreso a Londres, los amigos que verdaderamente deseaban
mi bien me imploraron que me fuera al extranjero, que no afrontara un
proceso imposible. Tú les imputaste motivos viles para dar ese consejo, y
a mí cobardía por prestarle oídos. Tú me forzaste a quedarme para salir
adelante en el estrado, si era posible, con perjurios tontos y absurdos. Al
final, yo fui, naturalmente, detenido, y tu padre fue el héroe del día; más
aún, en realidad, que el héroe del día; tu familia se codea ahora, mira
qué curioso, con los Inmortales: pues por uno de esos efectos grotescos
que son, por así decirlo, el elemento gótico de la historia, y que hacen de
Clío la menos seria de todas las Musas, tu padre vivirá siempre entre los
padres buenos y puros de la literatura de catequesis, tu sitio está con el
del Niño Samuel, y yo me veo sentado en el cenagal más bajo de Malebol-
ge, entre Gilles de Retz y el marqués de Sade.
Por supuesto que debería haberme librado de ti. Me debería haber sa-
cudido tu persona como se sacude uno de la ropa una cosa que le ha
pinchado. En el más maravilloso de todos sus dramas, Esquilo nos habla
del gran Señor que cría en su casa al cachorro de león, el λέοντος ίνιν, y
le quiere porque acude con mirada encendida a su llamada y le pide mi-
moso la comida: φαιδρωπός ποτί χετρα σαίνων τε γαστρός ένέγχις. Y la cosa
crece y muestra la naturaleza de su raza, ήθος τò πρόσθε τοχήων, y des-
truye al señor y su casa y todas sus pertenencias. Siento que yo fui como
él. Pero mi falta estuvo, no en que no me separara de ti, sino en que me
separé de ti demasiadas veces. Que yo recuerde, ponía fin a mi amistad
contigo cada tres meses sin falta, y cada vez que lo hacía tú te las inge-
niabas con súplicas, telegramas, cartas, la intervención de tus amigos, la
intervención de los míos, etcétera, para persuadirme a dejarte volver.
Cuando a finales de marzo del 93 saliste de mi casa de Torquay, yo había
resuelto no volver a hablar contigo, ni permitir que bajo ninguna cir-
cunstancia te acercases a mí, tan repugnante había sido la escena que
me hiciste la noche antes de tu partida. Escribiste y telegrafiaste desde
Bristol rogando que te perdonara y te recibiera. Tu tutor, que se había
quedado conmigo, me dijo que a su juicio eras a veces totalmente irres-
ponsable de tus palabras y tus actos, y que la mayoría, si no todos, de
los de Magdalena eran de la misma opinión. Yo accedí a recibirte, y por
supuesto te perdoné. Camino de Londres me suplicaste que te llevara al
Savoy. Aquella visita fue funesta para mí.
Tres meses después, en junio, estamos en Goring. Unos amigos tuyos
de Oxford vienen invitados de sábado a lunes. La mañana del día en que
se fueron me hiciste una escena tan espantosa, tan lamentable, que te dije que debíamos separarnos. Lo recuerdo muy bien: estábamos en el
campo llano de croquet, en medio de la hermosa pradera, y te hice notar
que nos estábamos deshaciendo mutuamente la vida, que tú estabas
destrozando la mía por completo y que era evidente que yo no te hacía
realmente feliz, y que lo único sabio y filosófico era una despedida irrevo-
cable, una separación total. Tú te fuiste malhumorado después de co-
mer, dejando una de tus cartas más ofensivas para que el mayordomo
me la entregara después de tu marcha. No habían pasado tres días
cuando me telegrafiaste desde Londres con el ruego de que te perdonara
y te dejara volver. Yo había alquilado aquel sitio para darte gusto. Había
contratado a tus propios criados a petición tuya. Siempre había lamen-
tado muchísimo aquel genio horrible del que verdaderamente eras vícti-
ma. Te tenía cariño. Así que te dejé volver y te perdoné. Otros tres meses
después, en septiembre, hubo nuevas escenas, con ocasión de haberte yo
señalado las faltas elementales de tu intento de traducción de Salomé. A
estas alturas ya debes tener suficiente dominio del francés para saber
que la traducción era tan indigna de ti, como mero oxoniano, como de la
obra que pretendía verter. Claro está que entonces no lo sabías, y en una
de las cartas violentas que me escribiste al respecto decías no tener «obli-
gación intelectual de ninguna especie» hacia mí. Recuerdo que al leer esa
afirmación pensé que era lo único realmente veraz que me habías escrito
en todo el curso de nuestra amistad. Vi que una naturaleza menos culti-
vada realmente te habría ido mucho mejor. No digo esto con ninguna
amargura, simplemente como un hecho de la compañía. A fin de cuentas
el ligamento de toda compañía, sea en el matrimonio o en la amistad, es
la conversación, y la conversación tiene que tener una base común, y
entre dos personas de cultura muy diferente la única base común posible
es el nivel más bajo. Lo trivial en el pensamiento y en la acción es en-
cantador. Yo había hecho de ello la clave de una filosofía muy brillante
expresada en obras de teatro y paradojas. Pero la espuma y la necedad
de nuestra vida a menudo se me hacían muy cansadas; sólo en el cena-
gal nos encontrábamos; y aun siendo fascinante, terriblemente fasci-
nante el único tema sobre el que invariablemente giraba tu charla, aun
así acabó por resultarme absolutamente monótono. A menudo me abu-
rría mortalmente, y lo aceptaba como aceptaba tu pasión por ir al music-
hall, o tu manía de derroches absurdos en la comida y la bebida, o cual-
quier otra de tus características menos atractivas para mí, es decir, como
algo que simplemente había que soportar, una parte del alto precio que
se pagaba por conocerte. Cuando tras salir de Goring fui a pasar dos se-
manas a Dinard te enfadaste muchísimo conmigo por no llevarte, y, an-
tes de mi marcha, hiciste algunas escenas muy desagradables sobre el
tema en el Albemarle Hotel, y me enviaste algunos telegramas igualmente
desagradables a una casa de campo donde estaba pasando unos días. Yo
te dije, lo recuerdo, que me parecía que estabas obligado a estar un poco
con tu familia, porque habías pasado toda la temporada lejos de ellos.
Pero en realidad, para serte totalmente franco, no habría podido bajo
ninguna circunstancia tenerte conmigo. Llevábamos juntos casi doce
semanas. Yo necesitaba reposo y libertad de la terrible tensión de tu
compañía. Me era necesario estar un poco solo. Intelectualmente necesa rio. Y por eso te confieso que en esa carta tuya que he citado vi una bue-
na oportunidad de poner fin a la amistad funesta que había nacido entre
nosotros, y ponerle fin sin amargura, como ya de hecho lo había intenta-
do aquella luminosa mañana de junio en Goring, tres meses antes. Se
me hizo ver, sin embargo -debo decir honradamente que fue uno de mis
amigos, a quien habías acudido en el apuro-, que sería para ti muy hi-
riente, quizá casi humillante, que te devolviera el trabajo como se le de-
vuelve el ejercicio a un colegial; que yo esperaba demasiado de ti inte-
lectualmente; y que, al margen de lo que escribieras o hicieras, me tenías
una devoción total y absoluta. Yo no quería ser el primero en frustrar o
desanimar tus comienzos literarios; sabía muy bien que ninguna traduc-
ción, a menos que la hiciera un poeta, podía reproducir adecuadamente
el color y la cadencia de mi obra; la devoción me parecía, y me sigue pa-
reciendo, una cosa maravillosa, que no hay que desechar a la ligera; de
modo que os retomé, a ti y la traducción. Exactamente tres meses más
tarde, tras una serie de escenas que culminaron en una más repugnante
de lo habitual, cuando un lunes por la tarde viniste a mis habitaciones
acompañado por dos de tus amigos, me vi literalmente huyendo al ex-
tranjero a la mañana siguiente para escapar de ti, dando a mi familia
una razón absurda de mi súbita marcha, y dejándole a mi criado una di-
rección falsa por miedo a que me siguieras en el primer tren. Y recuerdo
que esa tarde, en el tren que me llevaba en volandas a París, me puse a
pensar en lo imposible, terrible, absolutamente equivocado del estado en
que había caído mi vida, si yo, un hombre de reputación mundial, tenía
materialmente que salir corriendo de Inglaterra por librarme de una
amistad que era completamente destructiva de todo lo bueno que había
en mí, desde el punto de vista intelectual o ético; y siendo la persona de
la que huía, no un ser terrible salido de la cloaca o del cenagal a la vida
moderna y con el que yo hubiera enredado mis días, sino tú, un mucha-
cho de mi misma posición y rango social, que habías ido a mi mismo co-
legio de Oxford y eras un invitado constante en mi casa. Llegaron los ha-
bituales telegramas de ruegos y remordimientos: me hice el sordo. Por fin
amenazaste con que, a menos que consintiera en recibirte, por nada del
mundo accederías a irte a Egipto. Yo mismo, con tu conocimiento y con-
formidad, le había rogado a tu madre que te enviara a Egipto para ale-
jarte de Inglaterra, porque en Londres estabas echando tu vida a perder.
Sabía que si no ibas se llevaría una desilusión terrible, y pensando en
ella te recibí, y bajo la influencia de una gran emoción, que ni siquiera a
ti se te puede haber olvidado, perdoné el pasado; aunque no dije abso-
lutamente nada del futuro.
A mi vuelta a Londres al día siguiente, recuerdo haber estado sentado
en mi habitación, intentando triste y seriamente determinar si de verdad
eras o no lo que me.parecías ser, tan lleno de terribles defectos, tan to-
talmente ruinoso para ti y para los demás, tan fatídico para el que sim-
plemente te conociera o estuviera contigo. Toda una semana estuve pen-
sándolo, y preguntándome si en el fondo no sería que yo era injusto y me
equivocaba en mi estimación de ti. Al cabo de la semana me traen una
carta de tu madre. Expresaba con puntos y comas las mismas impresio-
nes que yo tenía de ti. En ella hablaba de tu vanidad ciega y exagerada, que te hacía despreciar tu casa y calificar de «filisteo» a tu hermano ma-
yor -candidissima anima-; de tu mal genio, que hacía que le diera miedo
hablarte de tu vida, de la vida que ella intuía, sabía, que estabas llevan-
do; de tu conducta en cuestiones de dinero, tan penosa para ella en más
de un aspecto; de la degeneración y el cambio que había habido en ti. Tu
madre veía, cómo no, que la herencia te había cargado con un legado te-
rrible, y lo reconocía con franqueza, lo reconocía con terror: es «el único
de mis hijos que ha heredado el fatal temperamento de los Douglas», de-
cía de ti. Al final afirmaba que se sentía obligada a declarar que tu
amistad conmigo, en su opinión, había intensificado de tal modo tu vani-
dad que ésta había llegado a ser la fuente de todos tus defectos, y me pe-
día encarecidamente que no te viera en el extranjero. Yo le respondí in-
mediatamente, diciéndole que estaba totalmente de acuerdo con todas y
cada una de sus palabras. Añadí mucho más. Llegué hasta donde podía
llegar. Le conté que el origen de nuestra amistad era que tú, en tus tiem-
pos de estudiante en Oxford, habías venido a pedirme que te ayudara en
un asunto muy serio de una índole muy particular. Le conté que tu vida
había estado continuamente turbada de la misma manera. De tu ida a
Bélgica habías echado tú la culpa a tu compañero en ese viaje, y tu ma-
dre me había reprochado el habértelo presentado. Yo trasladé la culpa a
donde debía estar, sobre tus hombros. Acabé asegurándole que no tenía
la menor intención de reunirme contigo en el extranjero, y rogándole que
tratase de retenerte allí, bien como agregado honorario, si eso fuera posi-
ble, o para aprender lenguas modernas, si no lo fuera; o con el motivo
que le pareciera, al menos durante dos o tres años, y por tu bien así co-
mo por el mío.
Entretanto tú me estabas escribiendo en cada correo que venía de
Egipto. Yo no hice el mas mínimo caso de ninguna de tus comunicacio-
nes. Las leía y las rompía. Tenía muy decidido no tener más trato conti-
go. Estaba resuelto, y me dediqué con alegría al arte cuyo progreso te
había dejado interrumpir. Pasados tres meses, tu madre, con esa desdi-
chada debilidad de la voluntad que la caracteriza, y que en la tragedia de
mi vida ha sido un elemento no menos fatídico que la violencia de tu pa-
dre, me escribe ella misma -no me cabe duda, claro está, que instigada
por ti- y me dice que estás preocupadísimo por no saber de mí, y que pa-
ra que no tenga excusa para no comunicarme contigo me envía tu direc-
ción en Atenas, que, por supuesto, yo conocía perfectamente. Confieso
que su carta me dejó absolutamente pasmado. No entendía que, después
de lo que me había escrito en diciembre, y lo que yo le había escrito a ella
en respuesta, pudiera de ninguna manera tratar de reparar o reanudar
mi desgraciada amistad contigo. Respondí a su carta, naturalmente, y
una vez más la insté a que intentase ponerte en relación con alguna em-
bajada, para evitar que volvieses a Inglaterra, pero a ti no te escribí, ni
hice más caso de tus telegramas que antes de que tu madre me escri-
biera. Finalmente telegrafiaste a mi mujer pidiéndole que usara de su in-
fluencia conmigo para que yo te escribiera. Nuestra amistad siempre ha-
bía sido una fuente de malestar para ella: no sólo porque nunca le agra-
daste personalmente, sino porque veía cómo tu compañía continua me
alteraba, y no para mejor; de todos modos, lo mismo que contigo había mostrado siempre la mayor finura y hospitalidad, así tampoco pudo so-
portar la idea de que yo fuera de ninguna manera ingrato -porque eso le
parecía- con ninguno de mis amigos. Pensaba, sabía de hecho, que eso
no iba con mi carácter. A petición suya sí me comuniqué contigo. Re-
cuerdo muy bien el texto de mi telegrama. Te decía que el tiempo cura
todas las heridas, pero que de allí a muchos meses no quería ni escri-
birte ni verte. Tú saliste inmediatamente para París, enviándome por el
camino telegramas apasionados en los que suplicabas que te viera una
vez, aunque no fuera más. Yo me negué. Llegaste a París un sábado por
la noche, y encontraste en el hotel una breve carta mía diciendo que no
quería verte. A la mañana siguiente recibí en Tite Street un telegrama tu-
yo de unas diez u once páginas. En él declarabas que, fuera lo que fuese
lo que me hubieras hecho, no podías creer que yo me negase rotunda-
mente a verte; me recordabas que por verme siquiera una hora habías
viajado durante seis días con sus noches por Europa sin hacer alto ni
una sola vez; hacías un llamamiento muy patético, lo reconozco, y aca-
babas con lo que me pareció ser una amenaza de suicidio, y no muy ve-
lada. Tú mismo me habías contado con frecuencia cuántos había habido
en tu estirpe que se habían manchado las manos con su propia sangre;
tu tío ciertamente, tu abuelo posiblemente; muchos otros en la línea
mala y demente de la que procedes. La piedad, mi antiguo afecto por ti,
la consideración a tu madre, para quien tu muerte en tan terribles cir-
cunstancias habría sido un golpe casi insoportable, el horror de pensar
que una vida tan joven, y que entre todos sus feos defectos aún tenía en
sí una promesa de belleza, pudiera tener un fin tan repulsivo, la mera
humanidad: todo eso, si hicieran falta excusas, debe servirme de excusa
por haber consentido otorgarte una última entrevista. Cuando llegué a
París, tus lágrimas, derramadas una y otra vez durante toda la velada,
que caían sobre tus mejillas como lluvia mientras comíamos primero en
Voisin y cenábamos después en Paillard; la alegría no fingida que mos-
traste al verme, tomándome de la mano siempre que podías, como si fue-
ras un niño dulce y penitente; tu contrición, tan sencilla y sincera, en
aquel momento, me hicieron acceder a reanudar nuestra amistad. Dos
días después habíamos vuelto a Londres, tu padre te vio almorzando
conmigo en el Café Royal, se sentó a mi mesa, bebió de mi vino, y esa
tarde, mediante una carta dirigida a ti, inició su primer ataque contra
mí.
Puede ser extraño, pero otra vez me vi puesto, no diré en la ocasión, si-
no en el deber de separarme de ti. No hace falta que te señale que me re-
fiero a tu conducta conmigo en Brighton del 10 al 13 de octubre de 1894.
Remontarse a hace tres años es mucho para ti. Pero los que vivimos en la
cárcel, y en cuyas vidas no hay más acontecimiento que la pena, tene-
mos que medir el tiempo por espasmos de dolor y el registro de los mo-
mentos amargos. No tenemos otra cosa en que pensar. El sufrimiento -
por curioso que esto pueda parecerte- es el medio por el que existimos, y
es el único medio por el que somos conscientes de existir; y el recuerdo
del sufrimiento en el pasado nos es necesario como garantía, evidencia,
de nuestra identidad continuada. Entre yo y el recuerdo de la alegría hay
un abismo no menos profundo que entre yo y la alegría en su inmediatez.

De Profundis.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora