ORFEO SE MARCA UN SOLO

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Nota importante: No tengo autoría de lo que van a leer en este capítulo, todo lo saqué del libro "Percy Jackson y los Héroes Griegos" de Rick Riordan por ende todos los derechos de autor son suyos. Escogí está parte del libro porque siento que no hay una mejor manera de contar la historia del Orfeo, la manera en la que Riordan escribió la historia me gustó demasiado. Espero también les guste tanto como a mí. Si lo quieren volar y/o leer una parte más resumida les dejaré un link.

Ay, la vieja Tracia... Mi yermo postapocalíptico favorito, donde la vida era dura, los sacerdotes hacían sacrificios de sangre en honor de Ares y los reyes criaban caballos que comían carne humana. Parece el sitio ideal para que a un chaval le diera por tocar la lira, ¿verdad? Pues allí es donde nació Orfeo. Claro que los Beatles eran de Liverpool y Jay-Z es de los suburbios de Brooklyn, así que supongo que la música puede surgir en los lugares más imprevisibles. Y todavía fue más imprevisible el modo en que se conocieron los padres de Orfeo.
Pues resulta que su padre era un rey tracio llamado Eagro. (Un nombre rarito de pronunciar, ¿eh?). Y cuando Eagro era joven y estaba soltero, le gustaba ir de fiesta y cantar, tanto como le gustaba pelear. De ahí que cuando el dios del vino, Dioniso, y su ejército beodo atravesaron la ciudad en su expedición hacia la India, Eagro los recibiera con los brazos abiertos y con una copa vacía para que se la llenaran.
—¿Vais a invadir un país extranjero sin motivo alguno? —les preguntó—. ¡Me apunto!
Así que Eagro reunió a sus hombres y se unió a la expedición del dios del vino.
Al principio todo eran arcoíris y chardonnay. Eagro se llevaba de maravilla con los seguidores del Tío del Porrón, sobre todo con las ménades, que, como ya os he contado, eran unas ninfas locas a las que les encantaba descuartizar a sus enemigos con sus propias manos. Algo que un tracio sabía apreciar.
Todas las noches, junto al fuego del campamento, Eagro bebía con las ménades y cantaba baladas tracias con su bonita voz de barítono. Cuando cantaba una melodía triste, hacía llorar a su audiencia, y cuando cantaba algo animado, todo el mundo se ponía a bailar. De hecho cantaba tan bien que llamó la atención de una musa.  Las nueve musas eran unas hermanas inmortales que supervisaban distintas artes, como el canto, el teatro... mmm... el circo, el break dance, el claqué, y puede que alguna otra disciplina que se me ha olvidado. Calíope, la musa mayor, estaba a cargo de la poesía épica. Guiaba a los escritores que contaban historias sobre héroes y batallas y como todas las musas, Calíope sentía debilidad por la música. Desde sus habitaciones en el monte Olimpo oyó a Eagro cantar camino de Oriente con el ejército del dios del vino, y se quedó tan fascinada que se hizo invisible y bajó volando a echar un vistazo a aquel guerrero borracho de voz tan hermosa.
—¡Madre mía, cómo canta! —suspiró la musa.
Incluso sin la formación adecuada, Eagro tenía un talento natural y cantaba con muchísima seguridad y emoción. Y físicamente tampoco estaba nada mal. De manera que Calíope fue siguiendo al ejército, volando en círculos, invisible, como una enorme gaviota camuflada, para poder oír cantar a Eagro todas las noches. Por fin Dioniso llegó a la India. Si habéis leído mi otro libro, Los dioses griegos, sabréis que la invasión no le salió muy bien. Los griegos atravesaron el río Ganges y recibieron una buena paliza a manos de un puñado de santones indios que lanzaban fuego. En el pánico de la retirada, Eagro corrió al Ganges. Pero olvidó un detallito de nada: no sabía nadar.
Las hordas de guerreros borrachos y ménades lo pisotearon en su ansia por escapar, y Eagro se habría ahogado de no haber sido por Calíope. En cuanto el guerrero se hundió, la musa se zambulló en el río, se las apañó no sé cómo para echárselo a los hombros y lo llevó a caballito hasta la otra orilla. La imagen debió de ser curiosa: una encantadora dama vestida con una túnica blanca saliendo del Ganges con un peludo guerrero tracio a la espalda.
El ejército de Dioniso volvió a Grecia con el ánimo por los suelos, pero Calíope y Eagro se lo pasaron de miedo. Durante el viaje se enamoraron. Y para cuando los tracios llegaron a casa, Calíope había dado a luz a un semidiós llamado Orfeo. El chaval se crio en Tracia, que no era un lugar muy acogedor para un joven músico sensible. Su padre perdió interés en él cuando se dio cuenta de que jamás sería un guerrero. Si le dabas al chico un arco, tocaba una melodía con la cuerda. Si le dabas una espada, la tiraba al suelo gritando: «¡Odio los bordes afilados!». Los otros niños se burlaban de él y lo acosaban... hasta que Orfeo aprendió a utilizar la música como método de defensa. Poco a poco fue dándose cuenta de que con su canto podía hacer llorar al más bruto de los acosadores. De que podía librarse de una paliza tocando las flautas de caña. Sus atacantes se quedaban quietos, como hechizados, y dejaban que Orfeo se marchara. Todos los fines de semana, Calíope lo llevaba a clases de música con las otras musas. Orfeo vivía para esas clases. Sus tías inmortales le enseñaron lo que sabían de música, que era básicamente todo. Y en muy poco tiempo el muchacho superó a sus maestras. Tenía la delicadeza de su madre y su habilidad divina, y además el talento natural de su padre y su osadía de hombre mortal. Las musas jamás habían oído una voz tan hermosa.
Le dieron a Orfeo varios instrumentos a probar: una batería, un cuerno francés, una guitarra Telecaster del 67... Orfeo destacaba en todos ellos. Hasta que un día dio con el instrumento que lo haría famoso. El único problema era que pertenecía a un dios. 

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