A lo largo de toda la carretera A82 era incapaz de vislumbrar cualquier vehículo más que el mío, lo cual resulta peculiar –por no decir extraño-, ya que uno pensaría que, gracias a esas hermosas vistas, que recuerdo parcialmente, y una muy interesante historia, Glencoe sería un lugar muy transitado. Quizá la época, siendo que estamos a mediados de febrero, podría desalentar a uno que otro visitante; pero no así a los locales del país, quienes, creo, deberían estar acostumbrados a este tipo de climas. Tal vez adjudicaría la culpa a que este ha sido, por lo que he escuchado, un invierno mucho más avasallador, y hasta aterrador, que los que ha habido en la última década. Por mi parte solo puedo tragarme todo este atronador frio que molesta casi todos mis sentidos. Pero sin quejarme demasiado lo hago, porque vine aquí con una razón. Aunque este lugar me gusta mucho –lo visité un par de veces en mi niñez, aunque siempre durante el verano-, no decidí tomar un vuelo de más de diez horas desde la Ciudad de México hasta Escocia, y luego conducir por más de tres horas hasta Glencoe para apreciar las bellas vistas; no son tan bellas como para obligarme a saltar un océano en pocas horas. No, la razón del que haya viajado hasta acá es algo que supera en importancia el dinero que gaste en todo el viaje, la incomodidad que siento por el clima o las horas que no he podido dormir durante toda mi travesía.
Hace cosa de algunos días llegó a mi puerta una carta, el nombre del remitente es alguien a quien conozco perfectamente, pero de quien no he sabido mucho en los últimos años. Mi abuelo me había enviado aquella carta. En un principio eso me sorprendió, pero fue una muy grata sorpresa; la sorpresa llegó porque una llamada hubiese valido, pero también de que no había sabido de mi abuelo en muchos años, ni siquiera una sola llamada ni una reunión. No pensé mucho en lo inusual que era recibir una carta en tiempos de tecnologías en comunicaciones tan modernas que te permiten saber de alguien en cuestión segundos y abrí la carta y la leí emocionado, esperando recibir las buenas nuevas que merecieron ser escritas a mano en papel... Mientras la leía pude notar como mi emoción se esfumaba y mi ansiedad y nervios iban en crecimiento. En ella, aparte del breve saludo, me habló de su salud física. Una salud que cada día, cada hora se iba deteriorando volviéndolo incapaz de las cosas que tanto disfrutaba: esos paseos por el valle, recorrer el pueblo que tanto quería, del que nos contó tantas historias para intentar asustarnos; todo eso termino, ahora era inútil el intentar salir de su vieja cama.
Hubo algo en aquella carta que provocó mi urgencia, algo que causo que decidiera partir al país de mi ascendencia en cuestión de horas. Mi abuelo se despidió de manera clara, diciendo que me quería y que me extrañaría. "Siempre te he querido, mi amado chico. Nunca lo olvides", decía su carta. Por supuesto que partí inmediatamente.
Antes, durante mi niñez, mi Abuelo era muy enfermizo por estás épocas. Aunque yo nunca pude estar con él durante el invierno, siempre intenté cuidarlo durante el verano, cuando él recuperaba su vivacidad; pero yo no tenía forma de liberarme de mi preocupación. Ahora pasa lo mismo; sin embargo es distinto. Ahora tengo la oportunidad de ir y cuidar de él. Intenté hablar con algunos de mis primos en Edimburgo, pero todos ellos decían que no podían venir en esta época. Que no era inteligente hacerlo. Pero, por supuesto, pude notar en ellos un claro nerviosismo cuando dije que iría a cuidar del Abuelo. Por su clara preocupación.
Él describió un poco su condición, aun con su limitado manejo del español pude entender que es una enfermedad grave. No quiero pensarlo, pero estoy seguro que piensa que está cerca su partida. Me niego a aceptar eso. Yo cuidaré de él.
Después de unos minutos conduciendo, pude ver al fin, a la distancia, algunas de las pequeñas casas del pueblo. Todas ellas muy simpáticas y agradables a la vista. Con sus pequeñas ventanas y sus puertas rojas. Rodeadas de toda aquella vegetación, que yo recordaba verde, ahora gris, dormida. Y las plantas no era lo único distinto; el ambiente, ese ambiente me agobio apenas entrar. No me veo capaz de encontrar las palabras para lo que estoy sintiendo. Inconscientemente coloqué el seguro a las puertas del auto. Aunque este ya estaba puesto. En todo el pueblo había una ligera niebla que abrazaba todas las casas. Esta me permitía ver carca de mí, pero se negaba a dejarme observar más allá de una docena de metros; la niebla se volvía más espesa conforme me adentraba en el pueblo. En mi recorrido no escuché otro sonido aparte del de mis pensamientos, que no dejan de sentir la rareza de todo este ambiente, y el del motor, que con un ronroneo hacía avanzar al automóvil rentado. Como dije, no hay sonido alguno. Tal cual, tampoco hay personas que puedan provocarlo. No puedo ver a ninguna, y tampoco veo luz dentro de las casas. Parece que todos duermen a estas horas.
YOU ARE READING
Cuentos variados
RandomSerie de cuentos cortos sin relación, mas que por el de un autor incompetente, que buscan exploras emociones, situaciones y maneras del ser humano.