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Se fundió en mi boca en una décima de segundo, y su sabor penetro  en todo mi ser. Deje de vagabundear por mí mismo, y seguí mirándola. Era ya de noche  y me había sentado para poder contemplarla mejor. Ella estaba tan ensimismada en su  tristeza que no se percataba de mi presencia. No quería irme de allí, y dejarla  abandonada, pero era de noche y allí en mitad de la nada de un parque muerto no podía  dormir. Así que me fui muy de madrugada. 
  
Llegue a mi casa, tan vacía como siempre, en el contestador ninguna llamada. 
Todo era normal, menos yo. En mi algo había cambiado. Me di cuenta que si en mi  quedaba algo de humano ella lo había despertado. Tras 20 años de puro egocentrismo  inhumano, desperté y me percaté que era capaz de sentir algo por alguien. Pero qué  alguien, una extraña, una chica que lloraba en una ventana durante toda la tarde. Quería  regresar a ese patio yermo, sesgado de vida por el hormigón. Quería quedarme a vivir  allí, pensé que me conformaría con mirarla todo el tiempo. Por un momento creí que eso  era suficiente, me equivocaba. Dormí un poco una hora y media a lo más. Y de un salto  salí de mi ensueño y de mi cama. Estaba confundido, no me era suficiente mirarla, a ella  le debía mi humanidad. Y tenía que recompensárselo, debía descubrir que le ocurría. Me  recosté de nuevo, tras encontrar la solución a esta nueva ecuación que me absorbía    totalmente. Logre dormir, mi obligación era estar despejado para poder cumplir mi  misión. Justo antes de dormir brotaron de mi boca unas palabras que me sorprendieron: 
“Creo que la amo”. Me dormí.

Al sonar el despertador, medité toda la locura del día anterior. Pensaba que  quizás al hacer esto rompería mi último lazo con la cordura. Medité mientras me  duchaba y desayunaba. Al final me percaté, que aquella muchacha me había producido  el sentimiento más puro que jamás pasó por mi corazón. Y aquello era una señal,  aunque yo no creyera en las señales. El mundo, el destino me ofrecía la oportunidad 
única de redimirme, no podía ser desperdiciada. Hay elecciones en la vida que pese a  que no te des cuenta, pueden determinar tu vida desde ese momento. Era mi  oportunidad, mi momento, mi buena acción. Tras convencerme a mí mismo, salí  impulsivamente a la calle. En su busca. 

Y allí estaba de nuevo, en la desértica plazoleta que se adivinaba en algunos de  sus rincones como un antiguo parque florido. Miré a la misma ventana y ella ya no  estaba. Volví a encerrarme en mis pensamientos, esta vez para intentar entenderlo todo. 
Estaba tan confundido que todo se mezclaba en mi cabeza. Me senté, respiré y miré  como los rayos del sol jugueteaban con mis manos. Seguí el reflejo del sol en mi reloj  por el edificio y la vi, tendía ropa. Seguía triste. Me alegré, de verla supongo. Quizás me  alegraba porque nuevamente conseguía lo que  quería. Pero si hacia caso de esto último  volvería a sorprenderme lo vació que estaba mi ser. Y eso mi ego tardó mucho en  dejarlo ver. Lloró de nuevo, y quise que la lágrima no se me escapara, la cogí entre mis  manos y aspire su olor. Era como la del día anterior, dulce, salada y amarga a la vez. Era  todo lo que debía ser una lágrima, era un mundo aparte. Pero las lágrimas son tan  efímeras, que mis sensaciones con ellas eran más cortas que un suspiro. Pero quedaban  grabadas en ese lugar de la memoria donde se guardan las cosas que jamás se olvidan.   

De ella tan solo tenía el sabor, el olor de sus lágrimas, y su imagen era celestial, vista entre los potentes rayos de luz que se reflejaban contra el edificio, era una silueta  en las tinieblas de un parque frío y oscuro en el que tan solo se apreciaba la luz de una  farola alejada del lugar. No sabía ni quién, ni cómo era. Y me temía que mi euforia estuviera teniendo la mala idea de engrandecerlo todo, para encontrar algo digno en mí. 

La chica de la ventana Donde viven las historias. Descúbrelo ahora