Prólogo.

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Jugar. Todo el tiempo, todos los días.
Me encantaba jugar, cantar y experimentar. Gracias a eso, tenía lodo hasta en las orejas, pero no me importaba, porque era divertido. Hundí más mis manos en el lodo, mis codos estaban a punto de cubrirse por completo, y mamá me mataría. Pero iba a encontrar la casita de ese gusano, costase lo que costase, y tal vez encontraría un pitufo. Me costaría, ya fuese un regaño o ya fuese un castigo, como tantos que había tenido -a los dos días se les olvidaba y me salía a la calle sobre mi bicicleta en menos de lo que me lo podían negar -. Mis papis sabían que era como tener a un pájaro en una pecera, a un pingüino en la selva o a un gato en una perrera. Nada podía salir bien.

Soplé para quitarme mi flequillo de los ojos, no me dejaba ver con claridad, y aquel gusanito verde ya lo había perdido de vista. ¿Cómo iba a encontrar su casa si no lo encontraba a él? Tonta, tonta, tonta. ¿Por qué le había quitado la vista de encima? Rugí enseñando los dientes. Luego de intentar sentir algo larguirucho y suave, de preferencia verde, saqué los brazos. Tenía que pensar en otra opción que me ayudase a encontrarlo.

Un timbre.

Resonó entre mis oídos y me hizo levantarme con una gran sonrisa estirando mis labios. El lodo que se había acomodado en mis rodillas, cayó sobre mis zapatos azules, ensuciándolos más. Aquel timbre, como todos los días, sólo podía significar una cosa: la salida de mis chicos guapos. Corrí, sonreí y brinqué, agitando las piernas para deshacerme inútilmente del lodo que estaba visiblemente por toda mi ropa. Sacudía el cabello con la esperanza de que se viera mejor, no podía tocarlo con mis manitas llenas de tierra y agua, aunque era difícil que me despeinara, ya que lo llevaba corto. Al otro lado de la calle, veía a los uniformados salir en grupitos y me gustaba observarlos.
Como siempre, me detuve debajo de la señal de "paso al peatón" -por más que leía una y otra vez aquella extraña palabra, no sabía qué significaba, y los dibujitos de la niña y el niño no me ayudaban-, que estaba justo frente a la entrada/salida de los muchachitos. Junté mis manos por delante y puse mi cara más alegre e inocente que de costumbre. Era Lunes. Y hacía desde el viernes que no les veía.

Mientras esperaba, me dio comezón en la nariz, sin recordarlo, llevé mis manos a ella y me rasqué con suavidad y velocidad al mismo tiempo.

¡Rayos! ¡Ahora me veré como un puerquito!

-¡Hola, Catherine! -me saludó Paul, agitándome el cabello.

No me había dado tempo ni de limpiarme la nariz, cuando ellos ya estaban ahí. Paul, Jesse y Mark. Los tres eran altos, con grandes corazones y muy amables conmigo. Cómo me fascinaban esos niños, no me importaba que fuesen más grandes que yo. Eran mis novios y punto. Míos, míos, míos y míos. No los compartiría con el mundo.

-¡Hey! -rió Mark -¿qué te pasó? ¿Ahora qué hiciste?

Sólo sonreí para ellos y no contesté. Ellos no querían una novia que vivía para buscar gusanitos en el lodo. No, señor.
No me daba pena decirles, yo estaba orgullosa de ser la próxima exploradora famosa, aunque no sea precisamente de bichos. Podría ser de cavernas, pueblos, animales extraños o incluso de dimensiones.

-¡Nada! -anuncié. Negué varias veces con la cabeza.

-¿Por qué arrugas la nariz al sonreír, Catherine? -preguntó divertido Paul.

-¡Díganme Cat, no ese feo nombre!

-¡Pero está lindo! A mí me gusta cómo suena. Catherine, Catherine -Pronunció Jesse en diferentes acentos.

-¡Pero a mí me gusta Cat! -levanté las manos e imité a un gatito.

Mis tres novios rieron y yo les sonreí. Me gustaba verlos reír conmigo, o cualquier otra cosa, pero conmigo. Mi papi decía que sí existía el príncipe azul. Yo creía que habían tres, y ya los había encontrado.

¡Oh, Cat!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora