Parte 1 Sin Título

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1

¿Tendría Natalie la fuerza suficiente para nadar hasta la playa? Sabía que ya no era cuestión de distancia: se trataba de luchar contra el fuerte oleaje. Aquel mismo que había roto en pedazos el lujoso velero en el que había estado disfrutando como nunca antes en sus diez y ocho años de vida. Calculó que las inmensas olas podrían tener más de cinco metros de altura, lo que las había hecho inmanejables para el capitán de la embarcación, y contra las que ahora tenía que luchar para salvar su vida. Pero no solamente era el fuerte oleaje el que drenaba las pocas fuerzas que le quedaban, también era la manera salvaje como los vientos y la lluvia golpeaban contra su bello rostro. Solo podía agradecer por la temperatura del agua. Nunca antes había tenido la oportunidad de visitar el Caribe, y sin embargo se daba cuenta que sus cálidas aguas no podrían ser comparadas con las que bañaban las costas de su natal Vancouver. Si el naufragio hubiese sucedido allí, estaba segura de que habría muerto de hipotermia. Agradeció lo clara que estaba la noche, con la luna llena mostrándole la silueta de una costa relativamente cercana. Las lecciones de natación recibidas a lo largo de su infancia le permitirían no morir ahogada, pero supo que no le alcanzarían para tratar de salvar a nadie, a pesar de los gritos y llantos que alcanzaba a escuchar a su alrededor. Habiendo estado nadando en un mar calmado, a plena luz del día, las cosas podrían haber sido diferentes, pero si no quería dejar de existir a su corta edad, lo mejor era concentrarse en tratar de salvar su propio pellejo, y olvidarse de tratar de pasar por una heroína. A pesar del estado de excitación, era consciente del dolor que empezaba a sentir en los brazos, el cual poco a poco se empezaba a extender hacia sus hombros y espalda. Calculó que no tardaría más de cinco minutos en lograr la playa, lo que representaría un enorme esfuerzo, dadas las difíciles condiciones. Un par de minutos después de inmensos esfuerzos, fue un rayo, con su respectivo trueno, el que iluminó todo lo que la rodeaba, mostrándole la clase de lugar al que se acercaba: parecía tratarse de una pequeña isla, uno de aquellos lugares que las películas muestran como sitios olvidados por el hombre y la civilización. Continuó avanzando con lo poco que le quedaba de fuerza, al mismo tiempo que rogaba no desfallecer antes de llegar a estar lo suficientemente cerca de la playa como para que sus pies pudieran posarse sobre la arena y poder caminar en lugar de seguir nadando. Pensó que solo sería un esfuerzo más, después tendría la oportunidad de echarse sobre la arena a tratar de recuperar energías. Sintió algo suave rosando su pantorrilla derecha. Podría tratarse de un alga o de un pequeño pedazo de madera, pero la fuerte picada que sintió, menos de dos segundos después, la llevaron a concluir que muy seguramente se trataba de una aguamala. Era lo único que le faltaba: tener que aguantar la fuerte picazón sin tener acceso a ninguna clase de medicamentos. Pero su mente estaba ocupada en lograr la orilla, lo que la llevó a dejar de pensar en su pierna y concentrarse en avanzar lo más rápido posible; si en el Caribe existían aguamalas, también podrían existir animales mucho más peligrosos. Un segundo rayo le indicó que estaba a menos de cien metros, dándole el ánimo suficiente para continuar luchando contra las poderosas olas. Sabía que había tragado más agua salada de la que hubiese deseado, que había hecho más ejercicio del que hubiese podido hacer en los días más exigentes de práctica de ciclo montañismo, y que también había sido una estúpida al no recibir el plato de comida que le habían ofrecido en el velero antes de que todo se desordenara con la llegada de la tormenta. Si se hubiese alimentado, probablemente tendría mayores fuerzas para lograr su objetivo. Sintiendo como los músculos de sus brazos no aguantaban más, decidió dejar de bracear por un instante, decisión que la llevó a bajar sus piernas y sentir como sus pies descalzos tocaban el fondo del mar. Fue cuando supo que se había salvado de morir ahogada, aunque era consciente de la incertidumbre de su situación, del miedo que ya empezaba a sentir hacia lo que tenía en frente, hacia lo desconocido. Podía tratarse del lugar que le permitiría continuar con vida, pero también del lugar que lo único que lograría sería prolongar una larga agonía.

2

Michelle solo recordaba la manara salvaje como la botavara había golpeado su cabeza. Todo había sucedido muy rápido: el capitán le había advertido que no abandonara la cabina, y sin embargo ella había desobedecido, como era su costumbre de niña linda y consentida. Llena de curiosidad, había subido al puente para encontrar un cielo oscuro, como el que suele verse a las ocho de la noche, cuando apenas eran las cinco y media de la tarde. Le pareció estar bajo el más duro aguacero que pudiera recordar, pero al menos dos o tres veces más fuerte. Rayos, truenos y gigantescas olas dominaban los alrededores, convirtiéndolo todo en un panorama en el que jamás hubiese imaginado encontrarse. Había mirado a su alrededor para encontrar al capitán y a su amigo Sebastián, quien luciendo su chaleco salvavidas de color amarillo, su pantaloneta verde encendido, y sus poderosos músculos, luchaba con las cuerdas que manejaban las velas. No tenía idea de cómo llamar aquella manivela que el atractivo muchacho se había pasado moviendo durante las últimas horas; solo sabía que una enorme ola había bañado la cubierta del velero provocando que el hombre de sus sueños perdiera el equilibrio, soltara la manivela, y la botavara saliera despedida con todas sus fuerzas a estrellarse contra su cabeza haciéndola perder el sentido.

Se encontraba tirada en la arena, vistiendo su salvavidas, idéntico al que había llevado Sebastián. Levantó la cabeza y miró a su alrededor, solo para darse cuenta de tres cosas: era de día, le dolía mucho la cabeza y estaba rodeada de arena, mar y selva. Supuso que el chaleco le había salvado la vida, dado que no parecía haber ninguna otra persona en varios metros a la redonda que la hubiese podido llevar hasta aquel lugar. La tormenta era algo del pasado y el sol empezaba a brillar en el horizonte. Trató de incorporarse, pero el dolor era demasiado fuerte para lograr mantenerse de pie. Se sentó sobre la arena, y mientras soportaba el dolor que la invadía, sus grandes ojos azules recorrieron la playa. No había rastros de nada que pudiera indicar la presencia de alguien más. Fijó su mirada en la arena, solo para reconfirmar que no había huellas de nada ni de nadie. Se preguntó qué habría pasado con el velero. ¿Por qué nadie habría acudido en su ayuda? ¿Se habrían percatado de su ausencia? ¿O la lujosa pero débil embarcación no habría resistido la fuerza de la tempestad y se habría ido a pique siendo ella la única sobreviviente? ¿Pero no se suponía que al menos algunos restos de la embarcación hubiesen llegado hasta la playa si es que en realidad se trataba de un naufragio? Eran demasiadas preguntas sin ninguna respuesta. Fijó su mirada en el horizonte para descubrir que el sol aún se encontraba bastante bajo, lo que la llevó a concluir que no serían más de las siete u ocho de la mañana. ¿Por qué se había quitado el reloj que Diego le había regalado? Ya se acordaba: porque había empezado a detestar a Diego y a gustarle Sebastián, y no quería que el apuesto hijo del dueño de la embarcación le estuviera preguntando acerca de la atractiva joya. Deseó tener un espejo, pero sabía que era mucho pedir. Se pasó la mano por la parte izquierda de la frente, lugar en el que había recibido el golpe. Por fortuna parecía que no había sangrado, un problema menos por el que preocuparse. La pequeña bahía donde se encontraba parecía no ofrecer nada que le pudiera servir, a menos que estuviese buscando un lugar paradisiaco en el que pasar unas horas al lado de Sebastián. Pero esa idea tendría que esperar, dado que en el momento no existía tienda alguna en donde comprar un refresco, algo de comer, y mucho menos algo que pudiera vestir para evitar las quemaduras del sol o el ataque de los insectos. Sabía que el traje de baño azul de dos piezas que llevaba encima no lograría protegerla de absolutamente nada. Se quitó el chaleco salvavidas, lo botó a un lado sintiendo la impotencia que la rodeaba, y solo se le ocurrió esconder la cabeza entre los brazos y dejar escapar un par de lágrimas que con los minutos se convirtieron en llanto.   

ISLA DEL ENCANTOWhere stories live. Discover now