En casa de la Abuela, Salón con terraza al foro sobre el jardín. Primera derecha, puerta a la cocina. Primera izquierda, a las habitaciones. Al foro derecha, un pequeño vestíbulo, en que se supone el acceso al exterior. A la izquierda, segundo término, una amplia escalera con barandal. Todo aquí tiene el encanto esfumado de los viejos álbumes y la cómoda cordialidad de las casas largamente vividas.
Genoveva —más que criada, amiga y confidente de la señora— dispone en la gran mesa los platos y cubiertos de una cena para dos. Felisa, doncella, baja la escalera con unas cortinas.
Es de noche. El jardín en sombra.
GENOVEVA y DONCELLA. Después, la ABUELA
GENOVEVA.
¿Colgó las cortinas nuevas?
FELISA.
Son las que acabo de quitar. ¿No eran las antiguas las que quería la señora?
GENOVEVA.
Por eso pregunto. ¿Puso las flores en la habitación?
FELISA.
Siete veces ya. Primero que no eran bastante frescas, después que eran demasiado frescas; la señora, que rosas; el señor, que rama de pino; ella, que el aroma es lo que importa, él que las flores de noche son malsanas. Desde hace una semana no hay manera de entenderse en esta casa.
GENOVEVA.
¿Pero qué dejó por fin?
FELISA.
De todo; que elijan ellos. Ya estoy que no puedo más de subir y bajar escaleras, de poner y quitar cortinas, de colgar y descolgar cuadros. ¿Es que no van a ponerse de acuerdo nunca?
GENOVEVA.
La cosa no es para menos, Felisa. ¿No se pone usted nerviosa cuando su novio la hace esperar media hora? ¡Imagínese lo que es esperar a un hombre veinte años! ¿Puso las sábanas de hilo crudo?
FELISA.
Las de algodón. El señor dice que las de hilo son demasiado pesadas.
GENOVEVA.
Pero la señora no quiere otras. ¿Tanto le molesta tener que cambiarlas?
FELISA.
No es por el trabajo; es que no sabe una a quién atender. Como la famosa discusión de las camas ¿se acuerda? El señor empeñado en que dos camas gemelas, y la señora que la cama matrimonial. ¿No sería mejor esperar a que lleguen ellos y digan de una vez lo que prefieren?
GENOVEVA.
Eso no es cuenta nuestra. Cuando la señora manda una cosa y el señor otra, se dice que sí al señor y se hace lo que manda la señora.
FELISA.
En resumen ¿dejo las de algodón o subo las de hilo? (Entra la Abuela, de la cocina. Es la vieja señora llena de vida nueva pero aferrada a sus encajes, a sus nobles terciopelos y a su bastón.)
ABUELA.
Las de hilo, hija, las de hilo crudo. Las he bordado yo misma y es como poner sobre ellos algo de estas manos. ¿Comprende?
FELISA.
Ahora sí. (Toma las sábanas de un respaldo y sube con ellas.)
ABUELA.
Cierre bien la puerta de la sala y corra la cortina doble; se oye demasiado el carillón del reloj y puede despertarlos.
FELISA.
Bien, señora.
ABUELA.
En cambio la ventana déjela abierta de par en par.
FELISA.
¿Y si entran bichos de los árboles?
ABUELA.
¡Que entre el jardín entero! (La doncella desaparece.) De muchacho toda su ilusión era dormir al aire libre. Algunas noches de verano, cuando creía que no le sentíamos, se descolgaba por esa rama del jacarandá que llega a la ventana. ¿Recuerda que hace años el señor quiso cortarla?
GENOVEVA.
No le faltaba razón; tapa los cristales y quita toda la luz.
ABUELA.
¡Qué importa la luz! Yo estaba segura de que había de volver, y quién sabe si alguna noche no le gustará descolgarse otra vez como entonces.
GENOVEVA.
Ahora ya no sería lo mismo. Esa rama puede resistir el peso de un chico, pero el de un hombre no.
ABUELA.
¿Por qué? También el jacarandá tiene veinte años más. Los platos, así. En las cabeceras quedan muy lejos.
GENOVEVA.
Es la costumbre.
ABUELA.
La nuestra. Ellos no hace tres años que se han casado. ¡Una luna de miel! No se enfriará el horno, ¿verdad? He dejado a media lumbre la torta de nueces. Todavía le estoy oyendo, a gritos, cuando volvía del colegio: "¡Abuela, torta de nuez con miel de abejas!" ¿Por qué mueve la cabeza así?
GENOVEVA.
La torta de nueces, el jacarandá... siempre como si fuera un muchacho. ¿Cree que un hombre que levanta casas de treinta pisos va a acordarse de cosas tan pequeñas?
ABUELA.
¿No las recuerdo yo? Los mismos años han pasado para mí que para él.
GENOVEVA.
Los mismos, no: usted aquí, quieta; él, por el mundo.
ABUELA.
¿Qué puede ocurrir? ¿Que traiga una voz más ronca y unos ojos más cansados? ¿Dejará por eso de ser el mío? Por mucho que haya crecido no será tanto que no me quepa en los brazos.
GENOVEVA.
Un hombre no es un niño más grande, señora; es otra cosa. Si lo sabré yo que tengo tres perdidos por esos mundos de Dios.
ABUELA.—(Repentinamente alerta.)
¡Chist... calle! ¿No oye un coche? (Escuchan un momento las dos.)
GENOVEVA.
Es un poco de viento en el jardín. (La Abuela se sienta respirando hondo con la mano en el pecho.) Cuidado con esos nervios, señora.
ABUELA.
Hay que ser fuerte para una alegría así; si fuera algo malo, ya está una más acostumbrada. Un poco de agua, por favor.
GENOVEVA.
¿Quiere tomar otra pastilla?
ABUELA.
Basta ya de remedios; el único verdadero es ese que va a llegar. ¿Cree que si no salí al puerto fue por miedo a la fatiga? Fue por no repartirlo con nadie allí entre tanta gente. De esta casa salió y aquí le espero. ¿Qué hora es?
GENOVEVA.
Temprano todavía. Son largos los últimos minutos ¿eh?
ABUELA.
Pero llenos, como si ya fueran suyos. Muchas veces sentí esto mismo al recibir sus cartas: daba vueltas y vueltas al sobre sin abrirlo y hasta cerraba los ojos tratando de adivinar antes de leer. Parece tonto, pero así las cartas duran más. (Alerta nuevamente.) ¿No oye?...
GENOVEVA.
El viento otra vez. Ya no pueden tardar.
ABUELA.
No importa. Es como dar vueltas al sobre. (Suspira.) ¿Cómo será ella?
GENOVEVA. ¿Quién?
ABUELA.
¿Quién va a ser? Isabel, su mujer.
GENOVEVA.
¿No le hablaba en las cartas?
ABUELA.
¿Y eso qué? Los enamorados todo lo ven como lo quisieran. No es que yo tenga nada contra ella; pero esas mujeres que vienen de lejos...
GENOVEVA. ¿Celosa?...
ABUELA.
Quizá un poco. Una los cuida, los va viendo crecer día por día, desde el sarampión hasta el álgebra, y de repente una desconocida, nada más que porque sí, viene con sus manos lavaditas y te lo lleva entero. Ojalá que, por lo menos, sea digna de él. (Se levanta repentinamente.) ¡Y ahora! ¿Oye ahora?... (En efecto, se oye un motor acercándose.)
GENOVEVA.
¡Ahora sí! (La luz de unos faros ilumina un momento el jardín. La doncella aparece en lo alto de la escalera. Dos bocinazos fuera, llamando.)
FELISA.
Señora, señora... ¡Ya están ahí!
ABUELA.
¡Salga a abrir, Felisa! ¡Pronto! (Detiene a Genoveva.) Usted no. Aquí, conmigo. Sé que voy a ser fuerte, pero por si acaso. (Campanilla. La doncella sale rápida. Se oye la voz de Mauricio gritando alegremente.)
VOZ.
¡Abuela! ¡Abran o salto por la ventana! Abuela!... (La campanilla insiste impaciente.)
ABUELA.
¿Lo está oyendo? ¡El mismo loco de siempre! (Entra primero Mauricio, que se detiene un momento en el umbral. Después el señor Balboa e Isabel, con equipaje de mano; y finalmente la doncella con algunas maletas, que deja, volviendo a buscar el resto.)
ABUELA, GENOVEVA, MAURICIO, BALBOA, ISABEL
ABUELA.
¡Por fin!... (Se estrechan fuertemente. La Abuela lo besa, lo mira entre risa y llanto, vuelve a abrazarlo. Mauricio deriva inmediatamente la situación hacia un tono jovial.)
MAURICIO.
¿Quién había dicho que estaba débil mi vieja? Todavía hay fuerza en estas manos tan delgadas. (Se las besa.)
ABUELA.
Déjame que te vea. Mis ojos ya no me ayudan mucho, pero, recuerdan, recuerdan. (Le contempla largamente.) ¡Qué cambiado estás mi muchachote!
MAURICIO.
Son veinte años, abuela. Una vida.
ABUELA.
¡Qué importa ya! Ahora es como volver a abrir un libro por la misma página. A ver... Un poco más claros los cabellos.
MAURICIO.
Algunos se habrán perdido por ahí lejos.
ABUELA.
La voz más hecha, más profunda. Y sobre todo, otros ojos... tan distintos... pero con la misma alegría... A ver, ríete un poco.
MAURICIO.—(Riendo.) ¿Con los ojos?
ABUELA.
¡Así! Esa chispita de oro es lo que yo esperaba. La misma de entonces; la que me hacía perdonártelo todo... y tú lo sabías, granuja.
MAURICIO.—(Tranquilizado.) Menos mal que algo queda.
ABUELA.—(Vuelve a abrazarlo emocionada.) ¡Mi Mauricio!... ¡Mío, mío!...
MAURICIO.
Lágrimas, no. ¿No ha habido bastantes ya?
ABUELA.
No tengas miedo; éstas son otras, y las últimas. Ven que te vea mejor... aquí, a la luz... (El señor Balboa que ha permanecido inmóvil junto a Isabel, se adelanta.)
BALBOA.
Un momento, Eugenia. Mauricio no viene solo. Ni mal acompañado.
ABUELA.
Oh, perdón...
MAURICIO.
Ahí tienes a tu linda enemiga.
ABUELA.
Mi enemiga ¿por qué?
MAURICIO.
¿Crees que no se te notaba en las cartas? "¿Quién será esa intrusa que viene a robarme lo mío?" (Toma de la mano a Isabel presentándola.) Pues aquí está la intrusa. La rubia, Isabel, la devoradora de hombres. ¿No se le conoce en la cara?
ABUELA.
Por favor, no vaya a hacerle caso. Es su manera de hablar.
ISABEL.
Si le conoceré yo. (Avanza tímida y le besa las manos.) Señora...
ABUELA.
Así no; en los brazos. (La besa en la frente.) No te extrañará que te hable de tú desde ahora mismo ¿verdad? Así todo es más fácil.
ISABEL.
Se lo agradezco. (La abuela la contempla intensamente.)
MAURICIO.
¿Qué le andas buscando? ¿Algo escondido detrás de los ojos?
ABUELA.
No; son claros, tranquilos...
MAURICIO.
Y no saben mentir; cuando te mira una vez ya lo ha dicho todo. (Avanza sonriente hacia Genoveva tendiéndole la mano.) Supongo que ésta es la famosa Genoveva.
BALBOA.
La misma.
GENOVEVA.
¿Conocía mi nombre el señor?
MAURICIO.
La abuela me escribía siempre todo lo bueno de esta casa; y entre lo bueno no podía faltar usted. Dos hijos emigrados en México, y otro en un barco del Pacífico ¿no? ¿Todos bien?
GENOVEVA.
Bien. Muchas gracias, señor. (Vuelve la doncella con el resto del equipaje.)
FELISA.
Dice el chofer que si vuelve a la aduana a buscar los baúles.
ISABEL.
Mañana; por esta noche con el equipaje de mano sobra.
MAURICIO.
Súbanlo, por favor. (Ayudando a la doncella.) Y entre nosotros no tiene por qué llamarle "el chofer". Llámele simplemente Manolo, como los domingos. (Guiña un ojo. La Doncella ríe ruborizada.)
FELISA.
Gracias. (Subiendo el equipaje con Genoveva.) Simpático, ¿eh?
GENOVEVA.
Simpático. Y señor. (Mauricio contempla la casa extasiado.)
MAURICIO, ISABEL, la ABUELA, BALBOA
MAURICIO.
La casa otra vez... ¡por fin! Y todo como entonces: la mesa familiar de cedro, los abanicos de rigodón, la poltrona de los buenos consejos...
ABUELA.
Todo viejo; otra época. Pero a las casas les sientan los años como al vino. (A Isabel.) ¿Te gusta?
ISABEL.
Más. Me pone no sé qué en la garganta. Una casa así es lo que yo había soñado siempre.
ABUELA.
¿Quieres conocerla toda? Te acompaño.
MAURICIO.
No hace falta; hemos hablado tanto de ella que Isabel podría recorrerla entera con los ojos cerrados.
ABUELA. ¿No?...
ISABEL.
Casi. (Avanza hacia el centro de la escena con los ojos entornados.) Ahí la cocina de leña, con la escalera de trampa que baja a la bodega. Allá el despacho del abuelo tallado en nogal, y la biblioteca hasta el techo. Los libros de la abuela, abajo, en el rincón de cristales. Arriba, la sala grande de los retratos y un reloj suizo de carillón que suena como una catedral pequeña. (Se oye arriba el carillón, y luego una campanada. Isabel levanta los ojos emocionada.) ¡Ese! ¡Lo hubiera reconocido entre mil!
ABUELA.
¡Sigue, Isabel, sigue!...
ABUELA.
Frente al reloj, una puerta con doble cortina de terciopelo rojo. Y sobre el jardín, el cuarto de estudiante de Mauricio, con la rama del jacarandá asomada a la ventana.
ABUELA. ¿También eso?
ISABEL.
Mauricio me lo dijo tantas veces: "si algún día regreso quiero volver a trepar por aquella rama".
ABUELA.—(Radiante.)
¿Lo ves, Fernando? ¿Ves cómo no se podía cortar? Ven acá, hija. ¡Dios te bendiga!
ISABEL.
¡Abuela...! (Se echa en sus brazos. El juego la ha ganado y solloza ahogadamente.)
ABUELA.
¿Pero qué te pasa, criatura? ¿Ahora vas a llorar tú?
MAURICIO.
No hay que hacerle caso; es una sentimental. ¿No has oído que siempre había soñado una casa así?
ABUELA.
¡Y la tendrá, no faltaba más! ¿O para qué es arquitecto su marido?
MAURICIO.
Las casas viejas no las hacemos los arquitectos. Las hace el tiempo.
ABUELA.
Pon tú lo de fuera y basta. Lo de dentro ya lo pondrá ella. ¿Prometido?
MAURICIO. Prometido.
ABUELA.
¿Así nada más? Aquí en tu tierra cuando un marido hace una promesa la firma de otra manera.
BALBOA.
Quizá Isabel no sepa las costumbres.
ISABEL.
Sí, abuelo. (Besa a Mauricio en la mejilla.) Gracias, querido. (A la abuela.) ¿Así?
ABUELA.—(Un poco decepcionada.)
Eso, allá vosotros. Si no recuerdo mal apenas lleváis tres años de casados.
MAURICIO. Por ahí.
ABUELA.
Por ahí no. Tres exactamente el seis de octubre.
ISABEL.
Justo; el seis de octubre.
ABUELA.
¿Y a los tres años ya se besan así por allá? Por lo visto la tierra manda mucho.
MAURICIO.
¿Lo estás viendo? Siempre esa dichosa timidez. ¿Qué va a pensar la abuela de nosotros y del Canadá? ¡Un poco de patriotismo!
ISABEL.
Tonto. (Vuelven a besarse, ahora apasionadamente; un poco excesivo por parte de Isabel. La Abuela sonríe encantada. Las criadas, que aparecen en lo alto de la escalera, también. Balboa tose inquieto, cortando.)
DICHOS, GENOVEVA y FELISA
BALBOA.
¡Muy bien! Pacto sellado. ¿Y ahora no sería cosa de pensar algo práctico? Quizá estén cansados; quizá tengan hambre. ¡Genoveva! (Bajan las dos.)
MAURICIO.
Ni hablar de eso. En el barco no se hace más que comer a todas horas.
ISABEL.
Yo lo que quisiera es cambiarme un poco.
ABUELA.
¿De verdad no vais a tomar nada? Genoveva se había esmerado tanto preparando la cena.
GENOVEVA.
Después de todo, más vale así. Con tantas cosas se me había olvidado la cocina; y el ponche caliente ya estará frío y el caldo frío ya estará caliente.
ABUELA.
Por lo menos hay una cosa que no puedes rechazarme. ¿Te acuerdas cuando volvías del colegio gritando?...
MAURICIO.—(Con ilusión exagerada.) ¡No...! ¿Torta de nuez con miel de abejas?
ABUELA.—(Feliz, a Genoveva.)
¿Lo oye? Cosas pequeñas ¿eh? ¡Cosas pequeñas! Pronto, sáquelas del horno, y antes que se enfríen, una dedada de miel bien fina por encima.
GENOVEVA. En seguida.
FELISA.
¿Algo más, señora?
ABUELA.
Nada, Felisa; buenas noches.
FELISA.
Buenas noches a todos. (Una inclinación especial a Mauricio.) Buenas noches, señor. (Sale con Genoveva.)
ABUELA, ISABEL, MAURICIO, BALBOA
ABUELA.
Ven, Isabel, voy a mostrarte tu cuarto. Y a ver si no me das la razón.
ISABEL.
¿En qué, abuela?
ABUELA.
Una discusión con el viejo. Imagínate que se había empeñado en poner dos camas gemelas; que si los tiempos, que si patatín, que si patatán. Pero nosotras a la antigua ¿verdad, hija? ¡Como Dios manda!
ISABEL.—(Sobresaltada.) ¿A la antigua?
BALBOA.—(Rápido en voz baja.)
Hay al lado otra habitación comunicada. Esté tranquila.
ABUELA.
¿No me contestas, Isabel?
ISABEL.
Sí, abuela; como manda Dios. Vamos.
BALBOA.
Despacio, Eugenia; cuidado con las escaleras.
ABUELA.—(Subiendo.)
Déjame ahora de monsergas. Cuando un corazón aguanta lo que ha aguantado éste, ya no hay quién pueda con él.
ISABEL. Apóyese en mí.
ABUELA.
Eso sí. Con un brazo joven al lado, vengan años y escaleras. ¡Y sin bastón! (Se lo da a Isabel.) Así. Con la fuerza de mis dos pies. Con la fuerza de mis dos nietos. ¡Así...! (Sale erguida del brazo de Isabel. Balboa y Mauricio al quedarse solos respiran como quien ha salido de un trance difícil.)
MAURICIO y BALBOA
MAURICIO. ¿Qué tal?
BALBOA.
Asombroso. ¡Qué energía alegre y qué fuego! ¡Es otra... otra! (Le estrecha las manos.) Gracias con toda el alma. Nunca podré pagarle lo que está haciendo en esta casa.
MAURICIO.
Por mi parte, encantado. En el fondo soy un artista, y no hay nada que me entusiasme tanto como vencer una dificultad. Lo único que siento es que a partir de ahora todo va ser demasiado fácil.
BALBOA.
¿Cree que lo peor lo hemos pasado ya?
MAURICIO.
Seguro. Lo peligroso era el primer encuentro. Si en aquel abrazo me falla la emoción y la dejo mirar tranquila, estamos perdidos. Por eso la apreté hasta hacerla llorar; unos ojos turbios de lágrimas y veinte años de distancia, ayudan mucho.
BALBOA.
De usted no me extraña; tiene la costumbre y la sangre fría del artista. Pero la muchacha, una principiante, se ha portado maravillosamente.
MAURICIO.—(Concesivo.)
No está mal la chica. Tiene condiciones.
BALBOA.
Aquella escena del recuerdo fue impresionante: la catedral pequeña, el rincón de cristales, la rama asomada a la ventana... ¡Si a mí mismo, que le había dibujado los planos, me corrió un escalofrío!
MAURICIO.
Hasta ahí todo fue bien. Pero después... aquel sollozo cuando se echó en brazos de la abuela...
BALBOA.
¿Qué tiene que decir de aquel sollozo? ¿No le pareció natural?
MAURICIO.
Demasiado natural; eso es lo malo. Con las mujeres nunca se sabe. Les prepara usted la escena mejor calculada, y de pronto, cuando llega el momento, mezclan el corazón con el oficio y lo echan todo a perder. No hay que soltarla de la mano.
BALBOA.
Comprendo, sí; es tan nueva, tan espontánea... Puede traicionarse sin querer.
MAURICIO.
¡Y con esa memoria de la abuela! Cuanto menos las dejemos solas mejor.
BALBOA.
¿Y qué piensa hacer ahora?
MAURICIO.
Lo natural en estos casos: la velada familiar, los recuerdos íntimos, los viajes...
BALBOA.—(Mirando receloso a la escalera y bajando la voz.) ¿No se le habrá olvidado ningún dato?
MAURICIO.
Pierda cuidado; donde falle la geografía está la imaginación. Procure usted que la velada no sea muy larga, por si acaso. Y pasada esta primera noche, ya no hay peligro.
BALBOA.—(Sintiendo llegar.)
Silencio. (Aparece la Abuela en lo alto de la escalera.)
BALBOA. ¿Sola?
BALBOA, MAURICIO, la ABUELA
ABUELA.
No le hago ninguna falta; conoce la casa mejor que yo.
MAURICIO.
¿Qué tal la pequeña enemiga?
ABUELA.—(Bajando.)
Deliciosa de verdad. Sabes elegir, ¡eh! Dos cosas tiene que me encantan.
MAURICIO.
¿Dos nada más? Primera.
ABUELA.
La primera esa manera tan natural de hablar el castellano. ¿No era inglesa la familia?
MAURICIO.
Te diré; los padres sí, eran ingleses; pero el abuelo... un abuelo, era español.
BALBOA.—(Apresurándose a aceptar la justificación.) Claro, así se explica: es el idioma de la infancia, el de los cuentos...
ABUELA.
Qué infancia ni qué cuentos. Para una mujer enamorada el verdadero idioma es siempre el del marido. Eso es lo que a mí me gusta.
MAURICIO.
Bien dicho. ¿Y la otra cosa?
ABUELA.
La otra, ni tú mismo te habrás dado cuenta. Es algo que tienen muy pocas mujeres: tiene la mirada más linda que los ojos. ¿Te habías fijado?
MAURICIO.—(Que ni lo sospechaba.)
Ya decía yo que le notaba algo... pero no sabía qué.
ABUELA.
Pues ya sabes qué. Ahora aprende a conocer lo tuyo. (Al Abuelo.) ¿Le has hablado ya?
BALBOA. ¿De qué?
ABUELA.
Ya me imaginaba que no ibas a tener valor. Pero es necesario... y ahora que estamos solos, mejor.
MAURICIO. ¿Algún secreto?
ABUELA.
Lo único que no me atreví a recordarte nunca en las cartas. Aquella última noche... cuando te fuiste... ¿comprendes? El Abuelo no supo lo que hacía; estaba fuera de sí.
BALBOA.
Por favor, basta de recuerdos tristes.
ABUELA.
Afortunadamente supiste abrirte paso. Pero un muchacho solo por el mundo... Si la vida te hubiera arrastrado por otros caminos... (Con una mirada de reproche al Abuelo.) ¿De quién sería la culpa? Eso es lo que el abuelo no se ha atrevido a confesar en voz alta. Pero en el fondo de su conciencia yo sé que no ha dejado un solo día de pedirte perdón.
MAURICIO.
Al contrario; hizo lo que debía. Y si a algo debo respeto y gratitud es a esta mano que me hizo hombre en una sola noche. (Se la estrecha fuerte.) Gracias, abuelo. (Se abrazan. La Abuela respira aliviada.)
DICHOS, GENOVEVA e ISABEL
GENOVEVA.—(Entrando con una bandeja.) Un poquito tostadas, pero oliendo a bueno.
MAURICIO.—(A Isabel, que aparece en la escalera con un nuevo vestido.)
¡Pronto, Isa! ¡Han llegado las tortas de nuez con miel de abeja!
ABUELA.
La primera para ti.
ISABEL.—(Baja corriendo.)
¡Con lo que Mauricio me había hablado y las ganas que tenía yo de probarlas! (Prueba la que le tiende la Abuela.)
BALBOA.
¿Te gustan?
ISABEL.
Sabrosas de verdad.
MAURICIO.—(Con exagerada fruición.)
¡Hum! Sabrosas es poco. Habría que inventar la palabra, y tendrían que hacerla esas mismas manos. ¿Qué te decía yo?
ISABEL.
Tenías razón: es como una comunión de campo.
ABUELA.
¿No hay de estas cosas en tu tierra?
ISABEL.
Allí hay de todo: grandes fábricas de miel, bosques enteros de nogales y millones de casas con abuelas. Pero así, todo junto, y tan nuestro... ¡así solamente aquí!
ABUELA.
¡Adulona! (Isabel muerde otra.)
MAURICIO.
Despacio, se te van a atragantar.
ABUELA.
Con un vinillo alegre entran mejor.
BALBOA.
Hay un Rioja claro y un buen Borgoña viejo.
MAURICIO.
De eso ya estamos cansados. ¿No hay de aquel que se hacía en casa con mosto de pasas y cáscara de naranja?
GENOVEVA. ¿El dulce?
ABUELA.—(Feliz.)
¡El mío, Genoveva, el mío...! (Genoveva lo busca en el aparador y sirve.) No es un vino de verdad; es un licor para mujeres, pero enredador como un diablo pequeño. Verás, verás.
BALBOA.
¿Vas a beber tú?
ABUELA.
Esta noche sí, pase lo que pase. Y no te enojes porque va a ser igual. (A Isabel.) Te gusta la repostería casera, ¿verdad?...
ISABEL.
A mí... la repostería...
BALBOA.—(Cortando.)
Le encanta. Es lo primero que me dijo al llegar al puerto.
ABUELA.
Entonces vamos a tener mucho que hacer juntas. (Levanta su copa. Todos en pie.) ¡Por la noche más feliz de mi vida! ¡Por tu tierra, Isabel!
MAURICIO.
Todos, Genoveva. Para la abuela lo que hay debajo de su techo todo es familia.
GENOVEVA.
Gracias, señor. Salud y felicidad.
TODOS.
Salud. (Beben.)
ABUELA. ¿Qué tal?
ISABEL.
Travieso; un verdadero diablo pequeño. Tiene que darme la receta ¿o es un secreto de familia?
ABUELA.
Para ti ya, no puede haber secretos en esta casa.
BALBOA.—(A Genoveva.) Retírese a descansar. Gracias.
GENOVEVA.
¿A qué hora el desayuno?
MAURICIO.
Nunca tenemos hora. O nos dormimos como troncos hasta media mañana o salimos al río con el sol.
GENOVEVA.
Hasta mañana, y bien venidos.
TODOS.
Hasta mañana, Genoveva. Buenas noches. (Sale Genoveva.)
ABUELA, BALBOA, MAURICIO e ISABEL
ABUELA.
Eso del río no será verdad. Corta como un cuchillo.
MAURICIO.
¿Qué sabéis aquí lo que es el frío? (Animando a Isabel para meterla en situación.) ¡Que te diga Isabel si es bueno bañarse en los torrentes con espuma de nieve!
ISABEL.
¡Aquellos torrentes blancos, con los salmones saltando contra la corriente!
ABUELA.
Recuerdo; una vez me lo escribiste, cuando el viaje por el San Lorenzo. ¿No fue allí donde grabaste mi nombre en un roble?
MAURICIO. Allí fue.
ABUELA.
¡Me gustaría tanto oírtelo a ti mismo!
MAURICIO.
¿La excursión a los grandes lagos? ¡Algo de cuento! Imagínate un trineo tirado por catorce perros con cascabeles; ahí los rebaños de ciervos; allá, los bosques de abetos como una navidad sin fin... y al fondo el mar dulce de los cinco lagos, con las montañas altísimas metiendo la cresta de nieve en el cielo.
ABUELA.
¡Cómo! ¿Pero hay montañas en la región de los lagos? (El Abuelo tose.)
ISABEL.
Mauricio es un optimista y a cualquier cosa llama montañas. Una vez vimos un gato montés subido a un árbol y estuvo una semana hablando del tigre y la selva.
MAURICIO.
Quise decir colinas. En Nueva Escocia, como es tan llano, cualquier colina parece una montaña.
ABUELA.
Pero Nueva Escocia está al este. ¿Qué tiene que ver con los cinco lagos que están a la otra punta?
MAURICIO.—(Dispuesto a discutirlo.) ¿Ah, sí? ¿De manera que está al este?
ABUELA.
¿Vas a decírmelo a mí, que he seguido todos tus viajes día por día en el atlas grande del abuelo?
BALBOA.—(Tose nuevamente cortando el tema.)
Un gran país el Canadá... ¡un gran país! ¿Otra copita?
MAURICIO. Sí, gracias.
ABUELA.
A mí también; la última.
BALBOA.—(Sirviendo.)
¿Y qué tal tus negocios?
MAURICIO. ¿Cuáles?
ISABEL.
¿Cuáles van a ser?, las casas, los grandes hoteles.
ABUELA.
¿Has hecho alguna iglesia?
MAURICIO.
No; arquitectura civil nada más.
ABUELA.
¡Qué lastima! Me hubiera gustado verte resolver a ti aquel problema de las catedrales góticas; un tercio de piedra, dos tercios de cristal.
¡El trabajo que me dio a mí aquello!
MAURICIO.—(Inquieto.)
¿También has estudiado arquitectura?
ABUELA.
No entendía una palabra, pero era una manera de acompañarte desde lejos, cuando los exámenes. ¿Querrás creer que todavía recuerdo algunas fórmulas? "La cúpula esférica, suspendida entre cuatro triángulos curvos, debe tener el diámetro igual a la diagonal del cuadrado del plano." Qué ¿por qué me miras con esa cara? ¿No es así?
MAURICIO.—(Al Abuelo.) ¿Es así?
BALBOA.—(Ríe nervioso.)
¡Qué bromista! y me lo pregunta a mí. ¿Otra copita, Mauricio?
MAURICIO.
¡Un vaso, por favor!
ABUELA.
¡Bien dicho! A mí también.
BALBOA.
Tú no; que se te suba a la cabeza tu nieto, pase, pero con este vino casero, cuidado.
ABUELA.—(Graciosamente alegre, sin perder dignidad.)
La última de verdad, Fernando, Fernandito, Fernanditito... un dedito así no más... así, así, así... (Poniéndolo vertical poco a poco. Al ver lo que le sirve.) ¡Tacaño!
MAURICIO.
De manera que la cúpula esférica suspendida entre cuatro triángulos curvos... ¡Eres formidable, abuela!
ABUELA.
Y si un día estudiaras medicina, yo venga microbios. Y si estudiaras astronomía, yo con un gorro de punta y un telescopio así. Pero no; tu oficio es el mejor de todos; los hombres, a hacer casas; las mujeres, a llenarlas... (Levanta su copa.) ¡Y viva la arquitectura civil!
ISABEL.
Vamos abuela; han sido demasiados nervios, y hay que descansar.
ABUELA.
¿Esta noche? ¿Dormir yo esta noche después de veinte años esperándola? ¡Esta noche no me lleva a mí a la cama ni la guardia montada del Canadá! (Bebe.)
BALBOA.
Eugenia, por tu bien...
ABUELA.
¡Y ahora, música, Isabel! Las ganas que tenía yo de oírte tocar aquella balada irlandesa: "My heart is waiting for you".
ISABEL. ¿Qué?
ABUELA.
"My heart is waiting for you." ¿No se dice así en inglés?
ISABEL.—(Aterrada.) Oh, yes... yes...
ABUELA.
Es la canción que más me gusta. La misma que tú estabas tocando el día que te conoció Mauricio ¿no te acuerdas?
ISABEL.—(Con mayor soltura.) ¡Oh, yes, yes, yes!
ABUELA.
¡Al piano, querida, al piano! (Va al piano sin abandonar su copa, abre la tapa y quita el paño.)
BALBOA.
No seas loca ¡música a estas horas!
MAURICIO.—(Rápido a Isabel tomándola de un brazo.) ¿Sabes tocar el piano?
ISABEL.
¡El "Bolero" de Ravel, con un dedo!
MAURICIO.
¡Qué espanto! Esta noche no, abuela: Isabel está rendida del viaje.
ABUELA.
No hay descanso como la música. ¡Vamos, vamos!
MAURICIO.
Mañana, otro día...
ABUELA.
¿Y por qué no ahora?
MAURICIO.
Serán supersticiones pero siempre que Isabel se ha puesto a tocar esa balada, siempre ha ocurrido algo malo. (En este momento, se oye el cristal de una copa que se rompe. Isabel, que se ha acercado a la mesa, de espaldas al público, da un grito y retira la mano.) ¿No te dije? ¿Qué ha sido?
ISABEL.
Nada... el cristal...
ABUELA.
¿Te has herido la mano?
ISABEL.
No tiene importancia; un arañazo apenas.
BALBOA.
Pronto: alcohol, una venda...
ABUELA.
Deja; con el licor y el pañuelo es lo mismo. (Empapa su pañuelo en el licor y le venda la mano.) Así... pobre hija ¿te duele?
ISABEL.
Les juro que no es nada. Lo único que siento es que hemos dejado a la abuela sin música.
MAURICIO.
Eso no. Tocaré yo algo mío.
ABUELA.
¿Pero tú compones también?
MAURICIO.
A ratos... tonterías para vengarme de los números. Como ésta. (Se sienta al piano y juega ágilmente los dedos como improvisando.) El mes de abril en el bosque... está empezando el deshielo. Este es el deshielo. (Acordes en los graves.) Las ardillas saltan de rama en rama. Estas son las ardillas. (Arpegios saltarines en los agudos.) Y el canto del cuco anuncia el buen tiempo. Aquí está el cuco. (Canta.)
Cucú, cucú
cucú, cucú, cu-cuando salga el sol cucú, cucú,
cucú, cucú,
florecerá el amor.
El sol dijo "quizá": la noche dijo "no". ¿Cu-cuándo dirá "sí" el cuco del amor?
Cucú, cucú
cucú, cucú, ¡cu-cuándo dirá sí cucú, cucú,
cucú, cucú,
tu co-co-corazón!
¿Te gusta?
ABUELA.
¡Tuya tenía que ser! (Levanta su copa.) Por el nieto más nieto de todos los nietos... ¡y viva la música civil! ¡¡Hoopy!! (Risas.) A ver, otra vez. ¡Todos! El deshielo; primero el deshielo. Las ardillas: ahora las ardillas. ¡Y ahí sale el cuco! (Repiten la canción, llevando Mauricio la voz cantante y contestando ellos el canto del cuco y coreando los versos pares. Risas. Aplausos.) Otro dedito, Fernando. Por el cuco del buen tiempo. El último, último, últ... (Desfallece un momento llevándose la mano al corazón. Isabel corre a sostenerla.)
ISABEL. ¡Abuela!
BALBOA.
Basta, Eugenia. A descansar.
ABUELA.—(Se recobra. Sonríe.)
No ha sido nada. Este maldito pequeño que me da todo lo bueno y todo lo malo. Pero no vayáis a creer que estoy mareada. Un poco de niebla, eso sí... ¿Tengo que acostarme ya, tan pronto?
ISABEL.
Es mejor así. Mañana seguiremos.
ABUELA.
¡Mañana! Con lo largas que son las noches. Que descanses, Mauricio.
Hasta mañana, hija. (La abraza. Isabel la acompaña hasta la puerta.)
BALBOA.—(A Mauricio.)
Si tienes costumbre de leer antes de dormir ya sabes dónde está la biblioteca. ¿Quieres algún libro?
MAURICIO.
¡Un tratado de arquitectura y un atlas del Canadá!
ABUELA.
¿Vamos, Fernando? Mañana, la balada irlandesa, ¿eh? Y a ver si sois capaces de soñar algo mejor que vosotros mismos. (Sale con el abuelo riendo feliz y repitiendo el estribillo. Al quedarse solos, Mauricio resopla desabrochándose el cuello. Isabel se deja caer agotada en un sillón.)
ISABEL y MAURICIO
MAURICIO.
Vaya, por fin salimos del paso.
ISABEL.
Ojalá terminara todo aquí. Yo no he sentido una angustia más grande en mi vida; es como esos equilibristas que andan descalzos entre cuchillos.
MAURICIO.
Realmente la señora es peligrosa. ¡Tiene una memoria inexorable!
ISABEL.
Son años y años de no pensar en otra cosa. ¿Qué sería de esa pobre mujer si de pronto descubriera la verdad?
MAURICIO.
De nosotros depende. Nos hemos metido en este callejón y ya es tarde para volverse atrás.
ISABEL.
¿Y mañana esta farsa otra vez? ¿Y hasta cuándo?
MAURICIO.
Solamente unos días. Después, un falso cable llamándonos urgentemente, y ahí queda el recuerdo para siempre.
ISABEL.