Hoo-Lee-Ann

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Tenía tantas ganas de regresar a la cama

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Tenía tantas ganas de regresar a la cama. A solas esta vez, sin estorbos que se quedaran hasta el día siguiente acaparando su lecho.

La noche anterior fue tan intensa que durmió más de la cuenta. Seguía agotado y lo único que deseaba era quedarse a solas y dormir el resto del día.

Ni modo, por más que lo intentara, ya estaba despierto y  de muy mal humor; la razón de sus males seguía haciendo ruido en la cocina.

Renegando todavía, Alastair se miró en el espejo, luego de rascarse a gusto, aquella parte donde la espalda pierde su casto nombre, suspiró hondo. Tendría que encargarse del más reciente intento de su madre, para meterse en su vida.

No necesitaba un cocinero. Vamos, pasaba tan poco tiempo en su departamento, que ya ni se acordaba de todas las cosas que tenía. Por ejemplo, ¿de dónde salió toda esa comida que estuvo en la mesa? Alcanzó a ver sobras y por la cantidad de platos, en su cocina hubo un pequeño banquete.

Lo que fuera, una vez despachara al intruso, tomaría un buen baño, con su respectivo momento para sí mismo y luego tal vez iría a comer algo por ahi.

Alastair W. tercero, enfundado en su rabia y unos calzoncillos usados, regresó a la cocina a deshacerse por fin de la molestia que ahora poblaba su cocina.

—Te dije que te fueras.

—Sí, sí.

Fue la respuesta que obtuvo y llegó acompañada de una taza de café caliente. El chico le sonreía animado y podía ver en ese par de ojos almendrados, que no le estaba entendiendo ni un carajo. Como si  fuera poco, acababa de dar la vuelta, ignorándolo por completo.

—No. He dicho que te vayas. No te necesito.

Esta vez se encargó de acercarse lo suficiente como para indicarle el camino a la puerta. Tomó al intruso del hombro y al hacerlo girar, éste apareció con un plato servido entre las manos.

Fue un momento, tan solo uno el que le bastó a su nariz registrar el aroma de la tostada francesa. Su estómago reaccionó enseguida lanzando un fuerte gruñido que no hizo más que aumentar su ira.

Alastair retrocedió avergonzado, negándose a recibir el plato que el intruso le tendía. Se quedó con una mano apuntando a la puerta y la otra en el hombro de su cocinero.

Entonces se desató una guerra entre sus deseos más recónditos. Uno le decía que se deshaga del chico ese ese, pero el otro,  que comiera primero.

Al parecer para el intruso era evidente cuál de los deseos era el que ganaba. Todo casual se desprendió de la mano que le sujetaba el hombro y depositó el plato en la mesa. Luego, con otro movimiento igual de sutil, tomó un par de cubiertos y los dejó al lado de la comida.

Alastair se quedó impávido, dándose cuenta que lo que le decía al chico ese le entraba por una oreja y le salía alegremente por la otra.

—No. No me estás entendiendo. Quiero que te vayas de mi departamento... a la calle. Adiós.

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