Las penas ajenas, con pan son buenas

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A esas horas de la mañana, la calle hervía de gente. En la radio dijeron que el calor se pondría muy fuerte, así que se puso un gorro para salir. Al salir del tren subterráneo y recorrer la segunda cuadra, pudo sentir los estragos de vivir en una selva de cemento. El sol reinaba en el firmamento y parecía dispuesto a derretir todo lo que tocaba con su luz.

Julián se refugió bajo la sombra que proyectaban los rascacielos sin conseguir escapar del calor. A pesar de la temperatura tan alta, el flujo peatonal no disminuía. La gente iba y venía por las veredas, como si se encontraran todos en una olla enorme y una cuchara gigantesca los revolviera.

«Yo amo la gran manzana», rezaba el mensaje en los polos de un escaparate en la avenida. Compró una de esas prendas el día que llegó a la ciudad. La conservaba entre sus cosas, guardándola para cuando regresara a su tierra, para regalársela a alguien especial.

La gran manzana, más parece una ensalada de frutas, pensaba preguntándose fruta sería en esa gran mezcla de gente. Julián se detuvo en una esquina a recobrar el aliento. Llevaba ambas manos ocupadas con bolsas de mercado y de pronto, pesaban demasiado. Cuando pasó temprano por la bodega de su vecindario, para abastecerse de alimentos para el día, no se fijó en cuanto esfuerzo sería cargarlo todo.

¿Qué le esperaba en su nueva aventura? Era su primer día en su nuevo trabajo como cocinero particular.

Tenía experiencia en la cocina, pero no sabía que esperar de su nuevo jefe. Julián sonrió para sí mismo para calmar los nervios. No servía de nada preocuparse, su mamá siempre decía que un poco de azúcar endulza el café más amargo.

No tenía nada que perder, al contrario, mucho que ganar. Debía estar tranquilo. Además, a la gente se le conquista con la comida.

Iba preparado. Tenía una tarjeta prepagada y llena de dinero. Como nunca se dio el lujo de comprar sin remordimientos, todo lo que se le ocurriera. Tocino especial recomendado por el casero de la bodega, un alegre mexicano que no le dejaba comprar si la carne no estaba buena. Harina, vainilla, huevos, fresas, moras, sus infaltables hojas de menta, una piña madura y olorosa. Pan fresco de la panadería guatemalteca, todavía calientito y por supuesto el cafecito.

Repasando la lista de ingredientes, se encontró en la puerta del edificio donde debía presentarse para su primer día de labor. Bañado y vestido con lo mejor que encontró en sus gavetas, Julián consiguió escurrirse, como los granos de café que molió apenas se levantó de la cama. El portero no lo pudo detener, porque cuando se dio cuenta de su presencia, el elevador cerró sus puertas metálicas.

Solo esperaba estar en el lugar correcto. Julián sin preocuparse por nada, se metió al ascensor y respiró hondo. No conocía al patrón, no estaba seguro si le agradaría lo que cocinaba y lo más importante, no poseía el conocimiento suficiente en el idioma para entablar una conversación coherente.

Pero...

Al trabajo no se le hace ascos, diría su abuelita y luego sonreiría con su boquita sin dientes. Y tenía mucha razón. Era la oportunidad que tanto anheló: buena paga y sólo tenía que cocinar.

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