Amenazas de un adicto

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Mi cuerpo sanó lentamente, como pocas veces. Tuve que arrastrarme y gritar en cuanto pude, debido a que había perros callejeros mordisqueando mis piernas aún inútiles. Tenía pedazos de piel colgando, dejando partes de mi carne expuesta a la mugre y a las moscas y mi cerebro aún no funcionaba del todo bien. En varias ocasiones mi cuerpo volvió a morir, debido a las heridas ocasionadas por los perros y la fiebre que me nacía cada día por las múltiples infecciones. Fue al cabo de casi una semana, cuando pude ponerme en pie para alejar por definitiva a todo mal. Anduve desnudo, pues era así como me habían dejado, por la noche, a través del gran basurero, hasta que llegué a la caseta de vigilancia; dentro de ella encontré a un hombre de baja estatura y sobrepeso considerable. Con mi puño rompí la ventana, a la cual él daba la espalda, provocándole un sobresalto que por un momento creí que lo mataría; después, al incorporarse y dirigir su mirada hacia mí, escuché que soltaba un chillido de terror, lo entendí, tenía yo todo el aspecto de un muerto andante, y en aquél sitio, tal idea era más aterradora de lo normal, lejos de cualquiera que pusiese ampararlo.
El estúpido gordo salió de la caseta, ahorrando para mí la tarea de entrar rompiendo más partes de la ventana; rodee la caseta hasta que lo vi, corriendo por el monte y luego cayéndose, tras pisar una piedra y provocarse una lesión. Su cuerpo, contrario a un atleta, le desfavorecía de sobremanera.
Me acerqué a él con lentitud, disfrutando a cada paso del miedo que sentía el pobre. Llegué a estar a centímetros de él, mirándole desde mi posición erguida.
- A ti te trajeron... La semana pasada... - Dijo el hombre, - ¡no puede ser posible!
Le tomé, en el suelo, de su grasosa papada y apreté con fuerza hasta dejarle sin vida. Opuso casi nula resistencia. Era patético y, además, en parte partícipe de mi muerte, no tenía que dejar mi cadáver pudrirse en ese basurero. Y yo no era el primero que moría ahí, sin nadie que diera un entierro digno.
Tomé sus ropas y me vestí, su camisa apestaba a sudor y los pantalones me resbalaban hasta el suelo. Busqué una cuerda y la usé para sujetarlos a mi cintura, luego busqué sus llaves en el escritorio dentro de la caseta. Salí del basurero en busca de su vehículo hasta que lo encontré, un viejo nissan tsuru, de esos decrépitos pero confiables. Lo encendí y me dirigí a la ciudad, lugar donde sembraría un infierno para algunos pocos, o no tan pocos.

***

Llegué a la vieja casa abandonada, en busca del maldito traidor, el cual, como era de esperar, fue fácil de encontrar.
— ¡Despierta, escoria! — Le grité, pero reconocí que era inútil, así que mejor lo cargué y lo metí al tsuru robado.
Conduje un tiempo y me detuve en el estacionamiento de un supermercado. El efecto de la droga se le había pasado un poco. Bajé del auto y me dirigí al supermercado. Allí robé unos refrescos y galletas, solo para degustar de algo. Al cabo de una hora más Julio estaba casi en su sano juicio, si alguna vez podía decirse que lo estaba.
— Tengo un mensaje para Becker — Le dije con máxima seriedad, — dile que voy a matarlo.
Los ojos de Julio se salían de sus órbitas y por un momento pensé que iba a orinarse en el auto de tanto que temblaba al tiempo que intentaba decirme tartamudeando: “tú estabas muerto”.
— Si, lo estaba, pero he vuelto. He vuelto por ustedes — le dije, y aquello lo perturbó tanto se estuvo a punto de desfallecer, pero lo jalé del hombro y añadí: — Ya largate, rata traidora — aquella última frase me provocó gracia. En realidad todo me provocaba gracia.
Dejé a Julio cagado de miedo en el estacionamiento con un refresco y una galletas robadas en las manos. Mi parte estaba hecha, ahora solo tenía que esperar a que Becker viniera a mí.
Asalté una de sus tiendas de autoservicio, que le servían más como lavado de dinero, sin ningún arma, solo con amenazas. Esperé un momento fuera de la tienda, al final demoraron un poco, pero llegaron.
— Los felicito, oficiales, aquí me tienen, yo robé esta tienda — les dije a los corruptos policías, que recibían dinero semana a semana por encargarse de la seguridad de aquella tienda por parte de Becker.
— Qué gracioso — dijo el más gordo mientras el menos me esposaba.
Condujeron en el auto por el camino que yo tan bien conocía, íbamos a la oficina de Becker.
— ¡Pero si son idiotas! — Gritó él al verme sano y salvo. — ¡Les ordené que te mataran! Sólo eres un maldito adicto inútil, ¿qué tan difícil puede ser?
— Y lo hicieron — Le dije en cuanto hizo silencio.
— ¿De qué hablas? — Me preguntó extrañado, — Maldita sea, qué digo... ¿Quién te dijo que hablaras? — Seguía gritando, pero esta vez añadió una patada en mi estómago a su discurso elaborado. — Malditos inútiles que son todos.
Estaba él drogado. Yo solo disfrutaba.
Luego de alrededor de 15 minutos, en los que siguió parloteando, gritando y, aprovechando que yo estaba atado de manos y pies, también me pateaba de vez en cuando; llegaron tres hombres, los mismos que había visto antes e identificado como sicarios.
— Les dije que lo mataran — dijo Becker, de manera seria y respetuosa.
El hombre más alto y fornido de los tres me miró asombrado, tan confundido que dio una mirada tan confundida que sus dos compañeros se extrañaron. También me miraron, hicieron muecas, todos estaban muy confundidos.
— Señor, hicimos lo que nos pidió... — Dijo al fin el líder, que era también el más grande. — Este debe ser otro.
— Sí — interrumpió uno de los otros dos, — este no se ve tan adicto
— Él no tenía hermanos gemelos, por si es lo que incinuas — dijo Becker, mostrándose ya un poco molesto.
— Jefe, lo torturamos hasta matarlo — explicó el líder, casi pidiendo credibilidad, — no es posible que esté vivo, y menos que haya vuelto así: sano y hasta en mejores condiciones que cuando trabajaba para usted.
— Tienes razón, pero, en ese caso, alguien aquí está mintiendo.
— ¿De qué manera nos beneficiaría, señor? — Preguntó el líder a Becker, poniéndose ya un poco tenso.
Becker me miró fijamente, como evaluando si en verdad era el mismo adicto que había estado trabajando para él. Negó con la cabeza luego de un rato y dijo:
— Ni siquiera sabía tu nombre, maldito adicto — se sacó un arma debajo de su chaqueta y me apuntó a la frente, — ¿eres su hermano?
Los sicarios admiraban intrigados la escena y esperaban mi respuesta impacientes.
— No — respondí, — soy Zack Reah, el mismo adicto que trabajaba para ti. Y vine a matarte.
Becker frunció el entrecejo, disgustado y perplejo.
Tiró del gatillo.

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⏰ Última actualización: Jun 07, 2019 ⏰

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