El negro recibió en la puerta principal a las primeras señoras que llegaron a la casa, las dejó entrar curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció. Atravesó la casa, salió por la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá fue la ciudad entera a contemplar a la señorita Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato a lápiz de su padre colocado sobre el ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el balcón estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viejos, vestidos con su cepillado uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de los últimos diez años.
Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie había visto en los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita Emilia descansara en su tumba.
Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para una boda, por doquiera parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para hombre, en plata tan oxidada que apenas se distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre estos objetos aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos.
El hombre yacía en la cama..
Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que dura más que el amor, que vence al gesto del amor, lo había aniquilado. Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había convertido en algo inseparable de la cama en que yacía. Sobre él, y sobre la almohada que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo.
Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada ofrecía la depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo que había sobre ella e inclinándonos hacia delante, mientras se metía en nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una larga hebra de cabello gris.