13. Un sol atravesado por flechas

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Pasaron unos días y no sucedió mucho que digamos.

Lucas seguía castigado por haber llegado de madrugada a su casa. Y yo intentaba seguir mi rutina sin que mi familia note que tenía un brazo herido. Cuidaba de Mica, molestaba a Brenda y trabajaba en la armería intentando que el dolor en mi brazo no me hiciera gritar mientras limpiaba el local de mi padre.

Y hablando de padres... Mi papá había vuelto de su viajecito de pesca y pretendía que nada estaba pasando, aunque estaba casi seguro que él sabía que yo había tenido mi primera transformación, mi alunamiento, como lo llamó Alfonsina. Después de todo, él parecía haber sido un cazador, o algo así. Así que, por el momento, yo también me hacía el tonto. No intenté hablar con sobre eso con él... ni con nadie.

No había ido a hablar con el Dr. Cabral. A pesar de que esperé verlo cuando el jueves siguiente fui a la Clínica a que me quitaran los puntos de mi hombro, no intenté ponerme en contacto con él. Lucas no podía salir de su casa y yo no me animaba a ir solo. Sabía que eso era tonto, pero estaba cansado de enfrentar todo esto solo; necesitaba del apoyo de mi amigo.

Al menos podíamos intentar devanarse los sesos adivinando qué estaba pasando en esta ciudad, aunque las pistas que teníamos eran míseras. Uno: los casos de animales desaparecidos y "atacados por el chupacabras" solamente seguían aumentando. Dos: el cuerpo que habíamos encontrado pertenecía a Adriano Giménez, un chico de trece años que había huido de su casa y ahora su rostro estaba por todos los medios y redes sociales debajo de las palabras "se busca"; aún no había sido encontrado vivo o muerto. Tres: los sueños seguían siendo los mismos, si había pistas en ellos eran tan confusos o yo era tan torpe que no alcanzaba a encontrarles sentido. Cuatro: el extraño muchacho moreno que había ido a la ferretería, el centinela que nos había perseguido a Alfonsina y a mí, seguía rondando el local de vez en cuando; aunque ahora se veía más interesado en mi hermana que en mí.

―Chau, que tengas un buen día ―le saludó mi hermana al muchacho mientras le daba su compra.

―Adiós, che yvoty* ―le sonrió este antes de irse con su compra. (*mi flor en guaraní).

―Está como para chuparse los dedos ―comentó mi hermana cuando este ya se había ido y, por suerte, no había nadie más en la tienda.

Genial. Aquel hombre podría ser un enemigo y mi hermana se había enculado con él.

Aunque quizás eso no fuera del todo malo. Estaba a punto de preguntarle si sabía su nombre o algo sobre él, cuando escuché la voz de Brenda desde la oficina del fondo.

—¿Dónde dejaste las facturas del mes pasado? —preguntó mi hermana, sacando la cabeza por la ventana que tenía la oficina de mi papá.

Como mi hermana estaba estudiando Contaduría, ella era la encargada de los papeles del local. Mi papá siempre decía que ella sería la que siga el negocio familiar, era su sucesora. Eso no me molestaba. Yo no tenía intención de seguir trabajando aquí el resto de mi vida; yo quería estudiar alguna Ingeniería, quizás. Y Brenda podía quedarse con toda la armería si quería.

—¿Con las cosas importantes? —contesté, sin levantar la vista del piso sucio.

—¿Y dónde se supone que es eso?

―En el archivero, tonta.

—En serio, Nahuel —me reprochó—. Vos limpiaste acá la otra semana.

Suspiré. Dejé la escoba a un lado y entré en la oficina. Era una pequeña habitación al final del galpón, con una puerta y dos ventanas, una que daba al resto de la tienda y otra a un pequeño patio detrás del galpón que mi padre había convertido en un sector de tiro al blanco y servía para que los clientes pudieran probar sus armas. La oficina estaba apenas equipada con un escritorio, un par de sillas, una mesita con una pava eléctrica y unos archiveros.

El chico ojos de fuego | Arcanos 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora