Desde la muerte

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-¡Qué frío hace en esta casa!, ¿es que nadie puede encender el fuego?
-EL hogar de leña está en la cocina, apenas íbamos a notarlo. Ya sabes, Berta, no hay calefacción.
-Ni calefacción ni nada. ¡No sé cómo podía vivir aquí! Está igual que hace cien años. Si por lo menos se hubiera casado...otro gallo habría cantado. ¡Esto es inhumano! ¡Aquí no pueden vivir ni las ratas! No me extraña nada que le llamaran "el apartado".
Nací solo, sin más ayuda que las de las contracciones del útero materno, en una pequeña aldea del norte de España hace casi 89 años. Eran las dos de la madrugada de un 4 de febrero cuando mi madre pidió a mi padre que saliera a buscar a la partera para asistirla en el alumbramiento, pero, una nevada descomunal, impidió que llegara a tiempo. Cuando entraron en la habitación, el espectáculo era dantesco. Mi padre se cayó derecho al suelo al encontrarse con mi cuerpo ensangrentado sobre una sábana que había cedido el blanco inmaculado a un rojo intenso. Mi madre chillaba pidiendo auxilio y yo lloraba sin consuelo, seguramente de frío, imitando a la primogénita que completaba la estampa con cara de susto. De ahí mi amor a la soledad, aumentado, si cabe, por la mala fortuna que me acompañó cuando, de niño, una mina olvidada de la guerra civil me arrebató mi pie derecho. Por eso crecí pensando que vivir era un regalo y que la muerte era parte de la vida; con ella se ponía punto y final a la existencia, incluso, en algunos casos como el mío podría ser la única manera de liberarme del sufrimiento de mi cuerpo enfermo.
-Yo también lo pienso. ¿Para qué pasar tantas calamidades si te vas a morir el mismo día?
-¿Y cuántos años dices que tenía el tío Raimundo?​
-¿Sinceramente? No lo sé. Solo sé que era algo mayor que mi padre, que de haber vivido, habría cumplido ahora 86 años.
-Entonces andará cerca de los 90. Mi madre era la más joven y acaba de cumplir 82
Y hoy, ironía del destino, las mismas paredes de piedra, apenas recubiertas por una fina capa de yeso incapaz de borrar su desnudez, me acompañan en mi fallecimiento. Según el certificado de defunción, en el que se hace constar mi deceso, mi corazón dejó de latir a las 7:00 horas de la mañana de un 24 de enero, es decir, hace unas 10 horas, por lo tanto, clínicamente, estoy muerto. Sin embargo, ¿por qué visualizo perfectamente mi féretro allí abajo, en medio, rodeado de flores, velas y coronas sin sentimiento, colocados para adornar la estampa de mi inerte cuerpo? ¿Por qué veo y escucho a los presentes, que asisten al duelo? ¿Acaso no estoy muerto?

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