—Usted es una Santa, señora. Pero su hija es una hija de puta—espeta una madre otra. La valija en mano, el corazón en el puño —. Yo en casa de gente que no me quiere no pienso quedarme.
Y gastan plata en taxi. Mucha plata, plata que no tienen. Pero menos es la dignidad que a la esposa le queda.
Ya la madre en casa, el hijo no sabe que ella y el padre se han marchado de la ciudad. La esposa miente, la esposa manipula. La esposa odia a los padres. Y el hijo le cree, y ahora él también los odia.
Crecen del árbol las hojas, rojas se ponen y al suelo caen antes de que el viento las lleve a pasear. Y en todo ese tiempo, el teléfono no suena, las visitas no llegan, el padre enferma: mitad de cáncer, mitad del corazón.
—Hijo, por favor. Llamalo a tu padre, está internado y muy triste, no sé si va a salir de esta—la madre se oye consternada, pero sus ruegos de nada sirven.
—Es algo muy grave lo que hicieron. Se merece un castigo.
Del otro lado del teléfono ya no hay tono.
Negro, todo negro. Incluso los recuerdos que tiene el hijo del padre, porque están cegados por el odio. Del velorio se va temprano con su esposa. Las miradas de sus hermanos no las soporta, y mucho menos puede mantener una conversación.
Raudo el tiempo cubre con níveo color el cabello del hijo. Le quita a su esposa, la energía y la salud. Los nietos no tardan en ponerlo en un asilo, y es en unas de esas mañanas tristes en que toco a la puerta de su habitación. No soy como me describen en las películas: con túnica negra y una gran guadaña, pero no recuerdo la última vez que tuve la necesidad de presentarme.
—No. Dame un rato más. Seguro están por llegar... quiero despedirme —ruega el hijo ya con últimas fuerzas. Mi sonrisa apaga de inmediato la esperanza en sus ojos.
Silencio, puro y sepulcral. Augurio de un suceso impostergable.
—Tu padre... ¿te acordás de él? Su hijo tampoco lo fue a visitar en su lecho de muerte. Claro que estaba rodeado de personas que sí lo amaban.
—Entonces, ¿esto es una venganza?
Allí lo tienen, otro de esos necios que piensan que su vida es siquiera ínfimamente significativa, que hay un "por qué a mí".
El hijo sigue desviando la mirada hacia la puerta, sin darse por vencido al irrefutable hecho de que ya no se abriría.
—No... esto te lo has hecho solo. Te daré unas horas más, para que te des cuenta que no les importas.