En el verano del 48, revisaba mi correo cuando por mi cuadra pasó la chica nueva del barrio. Era hija de un burócrata y una dentista. Tenía fama de ser “fácil” entre la comunidad pero no por eso era malquerida por sus allegados. No era culpa suya que a causa de su encanto cayera cuanto hombre conociera. Era joven, rubia y de ojos azules, la típica belleza americana. Tenía buena situación económica y no estaba comprometida con nadie. Así que una tarde, después de semanas de habernos presentado en una fiesta, la encontré en la feria de otoño. La vi entre los pasteles y las manzanas acarameladas. Di un paso al frente hacia ella y surgió una comezón extraña en mi garganta. Tosí un par de veces para aclarar mi garganta y seguí con mi camino. Cuando me dirigí a ella, el anfitrión del baile de otoño anunció la última pieza de baile. Con pie ligero y paso rápido llegue hasta ella. Con una simple sonrisa acepto mi invitación a la pista. La canción de ese momento era lenta y melosa, así que todas las parejas aprovecharon abandonar sus asientos. Teniéndola cerca de mí pude notar sus hermosos ojos topacio y el rubor de sus mejillas. Su voz era suave, lo suficiente para ablandar cualquier corazón, para conseguir sacar cualquier secreto. Se dejó de escuchar la música y se dio por terminado el baile. Con una leve y pero sincera mirada se despidió, alejándose de mí. Supe que no la podía dejar ir. Me abrí entre la gente y grité su nombre -Amelia, Amelia- pero entre toda la cacofonía proveniente de la muchedumbre, mi voz se diluía. Esa noche decidí escribirle una carta expresando mi sentir por ella. A la mañana siguiente me enteré que la noche anterior se había escapado del pueblo con un funcionario importante del gobierno, fue lo último que supe de ella.