Esta historia la inicio durante mi adolescencia, ahí cuando el futuro se antoja lejano, los mayores poca o nada autoridad tienen y el único consejo rentable es el propio.
Vivía tranquilamente con mi abuela en una, si bien no lujosa, acomodada casa en un barrio tranquilo cerca de la zona sur de la ciudad. Mi madre, a quien no veía desde hacía más de diez años, depositaba el equivalente a $2 500 USD en pesos mexicanos (de dinero no andábamos faltos) cada mes; únicamente me extendería sin fundamento si contara de dónde salía tal cantidad, pues es un tema que desconocía (y aún sigo haciéndolo). De mi padre ni me acordaba ni me importaba; llegué a la conclusión de que era mutuo.
Todos los días caminaba tres cuadras hasta llegar a mi escuela, un imponente edificio de tres pisos además de la planta baja. Debido a los materiales utilizados, la estética y los adornos, daba la impresión de haber estado ahí por más de un siglo, pero la realidad era que contaba apenas doce años. La realización estuvo plagada de problemas, principalmente por parte del arquitecto: primero se le había pedido diseñar un recinto estudiantil tan moderno como fuera posible, y el arquitecto lo hizo; no obstante, la esposa del visionario director, religiosa devota, siempre aferrada al pasado y primitiva en su pensar, le pidió, tal vez de la manera menos respetuosa, a su marido que el edificio se asemejara a uno de los antiguos conventos de la época de la Colonia, el arquitecto (nuevamente) lo hizo; pero de ahí derivaron múltiples discusiones que versaban principalmente sobre el color del suelo, el brillo de las piedras, la estructura general del edificio... Una y otra vez el arquitecto se devanaba los sesos intentando encontrar una manera de complacer a la estimada dama. Finalmente lo consiguió; si bien, no logró complacer en su entereza a la matriarca, logró que soportara el magno proyecto.
Nunca fui un estudiante destacado, mucho menos uno conocido: notas regulares, siempre sentado en la esquina derecha durante la clase, los profesores me consideraban «uno del montón» y de amigos escaseaba. No obstante, había algo de lo cual andaba aún más falto: amor, y aquella cualidad mía de ser tan poco destacado no ayudaba en nada a suplir aquel vacio.
Los días pasaban mientras me encontraba sumido en una pseudo depresión adolescente, producto de la ruptura de una longeva (y puede que algo descuidada) amistad. El inesperado desenlace de los acontecimientos me tomó por sorpresa: ocurrió en un día despejado y sin cambios bruscos, algo inusual en la ciudad fundada por los otrora aztecas; llevábamos varios años de amistad, mejor dicho, de mejor amistad. Me encontraba sentado a la espera, la espera que conduce a estados inhóspitos. Fue como si, provisto de alguna clase de clarividencia, supiera que lo estaba por pasar no era sino inevitable, inexorable y, hasta cierto punto, necesario. Llegó, orgullosa como siempre, me miró y con un susurro dio por terminada aquella devoción. Después se fue y me quedé en medio de la colmena. Cuando llegué a mi casa entré al baño y las arcadas, que tenía desde hacía rato, se detuvieron mientras el hedor se volvía insoportable. Mi abuela raramente me preguntaba si andaba bien, aquella vez no fue la excepción. Uno de sus grandes placeres era la televisión, y se quedó ahí.
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Un cuento de amor
RomanceEs una historia romántica y corta, de esas que te encantan porque son cursis.