Cuando veía a dos personas felices, un odio (o, tal vez, los celos) se apoderaba de mí; lo único que deseaba era que, mutuamente, se causaran el mayor dolor posible y jamás volvieran a creer en el querer. Pero jamás pasaba nada. Si algo pasaba era, usualmente, por la misma razón: el tedio. Después de pasar suficiente tiempo en una determinada comunidad, te das cuenta de las actitudes, usos y costumbres de aquellos que te rodean; te das cuenta de cómo las frecuentes caricias ya no son bien recibidas, también notas la mirada cansada, el ceño fruncido, la boca arrugada para abajo y los brazos cruzados. Notas eso y ya no te sientes tan mal; aún hay un atisbo de esperanza de que el mal llamado amor se desvanece y se pierda en la eternidad.
Uno profesa y profesa. Las palabras se hacen tan repetitivas que llegas a memorizar todos y cada uno de los adjetivos utilizados para desprestigiar al afecto. Y las convicciones se endurecen con el paso del tiempo; pero llega un punto, más bien, llega un ser que toma todo aquello en lo que crees y se asegura de tomar todo, juntarlo y molerlo hasta que tus ideales se ven reducidos a una papilla carente de lógica y sentido. En mi caso, pasó un día después de mi cumpleaños, el doce de abril, y era bella, la mujer más bella que haya pisado la tierra jamás (o, al menos, lo es para mí). Tenía el cabello enmarañado y oscuro como la noche; tenía, también, un par de ojos (claro) traviesos y negros que asemejaban dos piedras de ónice; su sonrisa ─rara vez lucida con la dentadura─ era sincera e incitadora. Era más alta que las demás, y aquello me gustaba. Tenía lentes (¿quién no los tiene hoy en día?) y rara era la vez que se los ponía; solía decir que no le favorecían (vil mentira), así que se pasaba la vida falta de un aumento de 4.25 para el ojo derecho y de 4.50 para el izquierdo.
Bien sería porque jamás le había puesto atención, bien porque nunca le había hablado, su bello aspecto se me antojaba indiferente. Cierto día, mucho después del incidente de la ruptura y el tufo, me le acerqué y comenzamos a charlar. ¿El motivo? Lo desconozco. No me considero religioso, pero supongo que hay decisiones, pensamientos y actos que únicamente pueden ser atribuidos a aquello que muchos llaman «casualidad», otros tantos «Dios» y unos cuantos «Destino». Hubo algo en ella que me enganchó al instante y fue la manera en que articulaba las palabras; era un deleite saborear la manera en que, de aquel pecho celado por dos guardianes firmes y circulares, salían palabras con la cadencia correcta, el tono adecuado y el volumen necesario. La manera que tenía de iniciar una oración mientras pasaba dulcemente la lengua por los incisivos para posteriormente deslizarla hacia el paladar y, una vez ahí, golpearla para conseguir el característico sonido de aquella letra por la cual comenzara. Tal vez parezca poco, pero vaya que me llenaba de ventura.
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Un cuento de amor
Lãng mạnEs una historia romántica y corta, de esas que te encantan porque son cursis.