No había nada más despreciado que los cazadores de almas, no eran personas, ni ángeles ni tampoco obispos de la muerte, solo son almas que cazan almas, cuyas almas errantes fueron condenados por no ser llamados en los dos mundos. Y su trabajo era contener aquellas almas que deambulan sin propósito, pues después de que alguna alma frágil merodea por mucho tiempo en la tierra sin cruzar al otro lado se vuelven demonios, los cazadores los llaman "Substitus". Los Substitus han prevalecido más tiempo en la tierra y no son fáciles de evitarlos, están donde han ocurrido algún desastre, algún pecado, responsables de accidentes automovilísticos o de derrumbes, pero la mayoría son almas errantes como los cazadores que decidieron no unirse a ellos.
Ejercí la mirada sobre el viejo vademécum, donde sus páginas se agitaron con algún poder sobrenatural y la fogata alzo fuego, las puertas de las ventanas se abrieron de golpe y un rayo cayó sobre el gran árbol que resonó con poder, y lo sabía, ellos ya estaban aquí y vienen por mi alma errante. No recordé cuando morí. Había creído que ayer, que tenía más tiempo de resolver los asuntos; cada alma tenía asuntos y era un pretexto por la cual no cruzaban, pero había un límite que los cazadores le daban para evitar que se convirtieran en esos demonios que ellos odiaban. No tenía el tiempo a mi favor, desprendí lo que me quedaba, no quería abandonar esta tierra, lo amaba y todo lo que hacía era cuidar a mi familia sobre los males de este mundo. El cazador llego silenciosamente, mientras que mis hijos jugueteaban en la sala y mi esposa atrancaba las ventanas, para ellos era solo una tormenta donde un rayo cayó a lazar. Pero dónde cae un rayo, es porque hay un alma que deberá irse de este mundo. Recogí mis cosas, acaricié a mis hijos suavemente, ellos mismos sintieron el frio de mi alma y a mi esposa que poco después de besarla se acercó al fuego temiéndole al frio, cruce el portillo, y fui llevado junto con el cazador al muelle, el lugar dónde morí. Cada cazador de alma tenía un chaleco, un sombrero negro y látigos, pero tenía de costumbre llevar el alma al lugar donde había muerto. Pero él no me cruzo al otro lado, medio su chaleco, su sombrero y sus látigos. Tomo mi lugar para cruzar.
Mi primera alma fue la de una anciana que dormía tranquilamente en su sofá que estaba en la antecámara, en un sueño profundo, podía ver su quimera, rodeaba de un campo de vino, con su vieja pareja paseando felizmente, vestidos de blanco, pero fue interrumpido por mi llegada, la pobre anciana se alarmo al escuchar el viento que silbaba sobre su viejo techo, y la chimenea que alzaba el fuego y el rayo que cayó, la anciana estaba preparada para irse, ella sabía que algún cazador de almas venia por ella, dio un giro sobre su vieja ventana, en la cual yo estaba, me sonrió al verme y a la media noche cuando el gran reloj de su gran mansión se detuvo, su cuerpo también lo hizo. Su alma se elevó con un hermoso aura azul, fui con ella, le extendí mi mano y cuando estaba dispuesta en cruzar, miro atrás a su esposo que en cuclillas lloraba en su cuerpo físico, me detuve y la deje que se despidiera, en la cual lo hizo, le dio un beso cálido en su mejilla, el viejo señor coloco su manos sobre esa mejilla con la intención de mantener ese beso por mucho tiempo.
Y ambos cruzamos al otro lado.
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Pequeños Relatos
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