El Medallón Maldito

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Los profanadores de tumbas entraron al viejo cementerio de San Benito, en donde, según los rumores, estaba enterrada Ifigenia Martínez -una bruja loca que había sudo quemada viva durante la época de la Inquisición- junto con un tesoro gitano.

Héctor, había guiado a los profanadores hasta ahí con la promesa de que compartirían la mitad del botín con el. Héctor, el Gitano, conocía esa información porque su abuela había compartido su secreto con el, antes de morir.

Los cuatro profanadores y Héctor, caminaban vereda arriba para llegar hasta la cima del tercer cerro cubierto de cruces, donde se suponía, estaba oculta la tumba de Ifigenia.

Flamenco, el perro fiel de Héctor, no sé apartó ni un momento de su amo, como si pudiera sentir las voces de los muertos debajo sus patas.

Bajo un sauce llorón, entre la tumba de Artemia Islas y un montón de rocas anónimas, hallaron un humilde sepulcro sin nombre de Ifigenia.

Solo podía distinguirse por la cruz de palo de rosa que solo unos cuantos gitanos conocían. Antes de iniciar la exhumación, Héctor camino sobre sus pasos, se puso la ropa al revés y recitó algunos cantos.

No importaba que tan ruin fuera el acto que iban a cometer, los gitanos muy superficiosos y profanar la tumba de una bruja es algo imperdonable.

Trabajaron hasta en la madrugada sin parar. Héctor tuvo que calmar a flamenco cuando empezó a aullar y a jalar las patas de los profanadores para que no continuarán con su plan.

Era un perro listo y podía oler las desgracias antes de que ocurrieran. Tanto así que cuando los ladrones encontraron el féretro de la bruja, Flamenco huyó cementerio abajo, veloz como un demonio.

Olmo, el más fuerte de los ladrones, fue quien quitó la tapa del ataúd con una barrera de acero. El cuerpo achicarrado de Ifigenia, tenía puesto un bonito vestido de seda azul, anillos, collares y pulseras de oro y plata; además de que en su lecho había centenarios y joyas finas.

En el centro de su pecho, lucía un medallón de bronce con una calavera grabada. Dentro de sus cuencas macabras había dos cristales de color pardo sin ningún valor.

Héctor se persignó y se lo colgó alrededor del cuello, luego recogió el resto del botín en un saco de harina. La luna llena de dibujaba rnel cielo y unas nubes negras se arremolinaron en torno a su luz.

Mientras Héctor y los profanadores bajaban por la vereda, los relámpagos caían en los alrededores como malos presagios. En menos de un segundo, un rato golpeó a Héctor, dejándolo aturdido.

Los ladrones aprovecharon para tomar el botín y huir. Solo Olmo, que se había quedado junto al gitano, de dió cuenta de que el medallón de Ifigenia refulgia como si estuviera poseído por una energía obscura e invisible y los ojos de la calavera brillaban como bengalas frías.

Entonces la tierra retumbó y una gran grieta se tragó a los profanadores junto con el tesoro maldito de Ifigenia.

Héctor escucho los ladridos de Flamenco. El perro había regresado por el y su lomo estaba erizado como el de un gato. De pronto, Olmo de hincó y comenzó a rezar, como si de ello se le fuera la vida.

Héctor levanto la mirada. Nunca más olvidaría aquella imagen. Los muertos emergían de la tierra como topos descarnados y andaban como si fuera la primera vez que aprendieron a caminar.

Flamenco ladró dos veces y salto sobre una vereda empedrada. Héctor y Olmo lo siguieron tratando de no llamar la atención de los cadáveres vivientes que había a su alrededor.

Cuando cruzaron la reja del camposanto, Héctor propuso que fueran a despertar a Madame Escarlata, la resina de la caravana gitana.

Mientras se escabullían, las gordas de zombis salían de cementerio y se dirigían al pueblo con la intención de perturbar el sueño de los vivos.

En la caravana gitana, no había nadie despierto, salvó por un par de viejos borrachos que se calentaban junto a una fogata.

El carro de Madame Escarlata era modesto y de sus ventanas colgaban decenas de amuletos como una pata de cabra, una herradura, un trébol de cuatro hojas y hasta una cabeza jíbara.

La anciana adivina estaba despierta, y su primera reacción al ver a Héctor fue pegarle una bofetada, quitarle el medallón y envolverlo en un paño rojo.

Al mirar a la anciana, Olmo comprendió que su misión sería montar guardia afuera del remolque por si aquellos seres maleficios lograban encontrarlos.

Madame Escarlata le tiró las runas a Héctor y luego lo sahumó con inciensos orientales y lo obligó a beber un brebaje amargo y espeso.

Después le devolvió el medallón y le dijo que no podía hacer nada por él, o Ro que si quería salvar la aldea, debía devolverle su medallón a la bruja antes de que el maleficio se volviera permanente.

Repentinamente, Flamenco comenzó a aullar h a rascar la puerta del remolque. Los dos gitanos se asomaron por la ventana.

Ifigenia le había arrancado la cabeza a Olmo y venía por Héctor. Entonces, el gitano se despidió de su perro, beso las manos de Madame Escarlata y se marchó junto a Ifigenia de regreso al cementerio, en dónde le esperaba una eternidad de agonía y de suplicios.

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