•| Capítulo 1 |•

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Recuerdo muy poco cómo era el castillo donde vivía. Sé que al mirar por la ventana de mi habitación, la playa me saludaba con el rugir de las olas rompiendo en las rocas. Y su olor inolvidable a salitre, revivía aquellos momentos en los que me divertía jugando en la arena con mi hermana o buceaba con mi hermano. Claro que recuerdo lo bullicioso que era el interior del castillo, y que siempre emanaba el olor dulce de las frutas. Resonaba la música allá a donde fueras, la armonía en mi reino abundaba.

Pero eso se acabó; la felicidad se transformó en tristeza como un suspiro.

Me arrastraron los soldados para sacarme del carruaje, me agarraron de nuevo, y con rapidez en sus andanzas, me llevaron al primer puesto de esclavos que vieron. La plaza estaba abarrotada, y debo decir que fue la primera vez que veía el mercado; no cómo pensé, la verdad. Divisé muchas tiendas que vendían múltiples productos; desde comida apetecible hasta singulares animalillos.

En el puesto, conté una docena de hombres de todas las edades a pecho descubierto, sus pieles bronceadas por el calor me hicieron destacar a mí con mi blanquecina tez. Algunos de ellos estaban demacrados y otros destacaban por su corpulencia. Las miradas decaidas que poseían me produjeron un verdadero mal estar.

Era pequeño y tenía miedo.

— Oh. ¿Pero qué tenemos aquí? — el mercader se me acercó con la mirada curiosa en mí. Tomó uno de mis mechones dorados. — Que buena pieza. No quiero ser entrometido pero, ¿de dónde vienes, chiquillo?

— ¿Lo quiere o no? — inquirió uno de los soldados.

— Siempre y cuando el precio no sea desorbitado. — dejó caer una risa. — Me refiero, porque no parece un crío cualquiera de la calle.

En ese momento no entendía la situación. Mis mirada iba del mercader a los soldados. Pero ahora, entiendo que solo era una mera mercancía más, por culpa de la lindura que los dioses me otorgaron. Lo odiaba.

Bastó unos cuantos intercambios de palabras para que al final, el mercader disfrutara de su trofeo. Alguien como tú me hará rico, le escuché decir. Pero yo no comprendía. Solo prestaba atención a cómo me quitaban mis prendas unos esclavos del propio mercader, y lo sustituían por una tela en mis vergüenzas, igual que a todos los esclavos.

El día solo había comenzado, y el mercader nos exhibió como objetos exóticos, sobretodo a mí, que toda palabra que salía de su boca era para adularme, y todo aquel que pasaba se me quedaba mirando asombrado. Hasta que un hombre se acercó con intención de comprar. El mercader con su gran sonrisa, habló mucho de mí, como si me conociera de toda la vida. El comprador vestía con una armadura de cuero y poseía una espada en su lado izquierdo. Estaba seguro que no era un soldado, pues su mirada ceñuda y larga barba negra, le hacían parecer un guerrero. Tampoco acerté.

— Necesito a hombres fuertes, no a un niño debilucho.

— Pero señor, ¿Vos sabe ante que obra de los dioses está mirando?

— En la arena, los dioses se llevan a cualquiera. Y odiaría que le pasara eso a un niño. — su mirada severa recayó en mí como una pesada pila de madera.

— ¿No necesita a alguien más que limpie las armas y armaduras de sus guerreros?

Se tomó su tiempo para reflexionar. Mientras, yo miraba al resto de esclavos; no sabría que describir de ellos, si jamás les vi otra expresión que no sea atormentada. Pero los comprendí a medida que fui creciendo.

El hombre aceptó comprarme. Creo que le fui caro, porque la forma en que miró al mercader, parecía como si estuviera comprando algo que no era de este mundo. Sin embargo, allá donde me llevó Zeneth —así su nombre— fui instruido para limpiar el equipo de sus gladiadores. Sin embargo en el Reino de Renja, donde nací yo, no había ningún anfiteatro.

Y no me esperaba el viaje hacia el Reino de Phie, territorio enemigo. De allí venía Zeneth, él se dedicaba a viajar a su antojo por ambos reinos para comprar esclavos y entrenarlos y convertirlos en gladiadores. Eso me explicó él, mientras cabalgábamos en su carruaje.

— Pero si quieres convertirte en un gladiador, sólo dímelo.

En aquel entonces, que iba a saber yo de ser un luchador. Poca cosa entendía de aquel hombre, pues mi inocencia me lo impedía. De una cosa agradecí de ese hombre; era más comprensivo de lo que su aspecto le hacía parecer.

— ¿Cuál es tú nombre? — me preguntó sin quitar la mirada del horizonte.

— Hetri.

Estaba claro que Hetrimos ya murió cuando los dioses anunciaron mi destierro. Ahora era una nueva persona, Hetri el esclavo.

La travesía fue paulatina. Y el día se me pasó rápido, por culpa del no saber. Tantos sentimientos experimentados de golpe que me deshice nada más acurrucarme en las mantas que transportaba Zeneth en la parte de atrás.

El Príncipe OlvidadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora