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FIRST

La mayor parte de mi vida crecí creyendo en las mentiras, por supuesto, la mitad de la población lo hace, pero ¿en verdad saben cuantas personas a su alrededor son capaces de hacerlas? ¿De disfrazarse como individuos distales al ojo y a la conciencia?

Aprendí a hacerlo. Descubrí el patrón en los ojos dilatados, los espasmos en cejas, labios y hasta el flaqueo constante en el tintineo de las manos. Un mentiroso debería conocer las técnicas que lo evidencian, sin embargo, la mayoría del tiempo es la costumbre la que habla por ellos en lugar de la razón. Se vuelven patológicos al grado de creer la mentira y transformarla a su realidad en una verdad.

Vivir en este mundo se trata de eso. Desenmascarar a las personas con las que estrechamos las manos, de las que nos enamoramos y finalmente, de todos aquellos pintores de falsedades intensamente hermosas.

Maurice lo hace y es por él que sé hacerlo también. Se encargó de enseñarme el arte de la mentira desde mi ingreso a la tienda de antigüedades en Brooklyn, que a decir verdad era la única que seguía sin cerrar. Desde entonces adquirí un gran interés por sus pensamientos e incluso su carrera como abogado en una de las mejores firmas de San Francisco. El cómo quedaba de sobra, pero el después era la cereza del pastel.

Maurice O'Doherty fue de los mejores licenciados en derecho del momento, se miraba como el hombre de bolsillos rebosantes y el más honesto de la firma a pesar de la naturaleza avariciosa y deshonesta de los trabajadores en su oficina.

La razón de su emancipación quedaba hecha un misterioso lío para mi, pues cada vez que pretendía ayudarlo a limpiar las vitrinas y sacar esa conversación siempre parecía sonreír melancólicamente antes de cambiar drásticamente la conversación por algún tema banal del que ambos tuviéramos conocimiento.

Entonces la línea del tiempo se interrumpía y mis dotes para adivinar se desvanecían cuál arena entre los dedos. Maurice no mentía, solo se reprimía, y la razón era desconocida para todos lo que lo conocían.

No obstante, entendí perfectamente sus razones. El ser humano naturalmente reprime los conocidos secretos en una caja fuerte. Así que como él yo también tenía los míos. Incapaces de mirar la luz del sol por un largo tiempo.

—Jude— ese timbre suave me distrajo de la atención a la pequeña figura de cerámica envuelta en plástico de burbujas entre mis manos.

Alce los ojos al alba, percatándome del claro reflejo de mi misma en las gafas de Maurice, quien para entonces desempacaba la última caja que llegó esa mañana desde Los Ángeles. Entre el contenido se hallaba una colección de ranas, dos figuras de personas de la tercera edad y varios extravagantes jarrones cuyos colores albergaban la maravilla en cristal.

—¿Estás bien? Te perdiste— comentó, pasando a acomodar las figuras de las ranas encima del aparador de caoba entintada.

No podía mentirle o lo sabría, pero ¿qué podía decirle? ¿Que me gustaba perderme en el limbo y pensar en nada? Porque francamente esa era siempre la verdad, jamás importaba cuán preocupada o frustrada me encontrase, la recurrencia de un lienzo en blanco aherrojando el resto de mis emociones me perseguiría por siempre.

Eche un vistazo al resto de la tienda antes de contestar.

Amaba ese lugar y aroma a madera eclosionando sobre sus objetos. Desde los abrigos de pieles hasta los objetos invaluables de los 80 y 90 cuidadosamente acomodados en colecciones de más de doscientos dólares por pedido, considerando ese precio el más bajo en objetos delicados y algo descuidados.

La señora Pembrey—o mejor dicho, la dueña de la tienda—solía también pedir artículos coleccionables de partes remotas en el mundo. Bastaba un click desde el ordenador en la comodidad de su hogar para mandar a un hombre de la oficina de paquetería a la puerta del trabajo, entonces sonaría la campana al empujarse el cristal pintando el nombre de la tienda en letras mayúsculas "Tienda de antigüedades Pembrey"

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⏰ Última actualización: Jul 23, 2019 ⏰

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