Esta es la historia que nunca he contado.
Porque no es algo fácil de contar, ya veréis.
No quiero conseguir con esta historia que os deprimáis, y mucho menos que os aburráis.
Solo quiero hacer que razoneis. Que cuando piensas que tu vida es una mierda porque tu novio te ha engañado con tu mejor amiga, o porque te mudas lejos de tus amigos, o incluso porque se ha muerto alguien cercano a ti, hay personas que lo están pasando peor que tú.
Y esa era yo.
Seguramente no vivís con miedo como lo hacía yo. Con miedo a mi vida.
Despertarme por las mañanas con miedo de ir al instituto. De mis compañeros de clase, de la gente que me rodea... de mi padre.
Ellos son los causantes de que llevase a todas horas, a todos lados, pulseras para tapar cicatrices en mis muñecas.
Me preocupaba que los profesores me lo viesen, que llamasen a mi padre para hacerle saber lo que me hacía, y que me padre me hiciese a saber qué locura.
Pero así era mi vida, y no la podía cambiar.
***
Cuando me desperté, me di cuenta que aquella mañana era diferente. Pero diferente en el sentido de que era un día diferente, no de que iba a hacer algo diferente.
No.
Haría lo mismo, pero con la cuenta de que era el cumpleaños de mi padre.
No me importaba la verdad.
No sé ni por qué le llamaba padre.
No le consideraba un padre.
Salí de la cama con torpeza. ¿Que por qué salí con torpeza? Porque estaba gorda.
Había tardado en asumirlo, pero lo había asumido. Es decir, sabía que me sobraban varios kilos, todo el mundo lo sabía.
Pero no estaba acostumbrada a oírlo salir de mi boca. Es decir, nunca lo había dicho. Lo pensaba, pero no lo decía.
Lo acababas sobrellevando cuando te lo dicen a todas horas todos los días del año. Te acostumbrabas.
Evité a toda costa, como siempre, los espejos. No quería verme nunca. Siempre los esquivaba.
Me puse el pantalón de la semana pasada, y el jersey de ayer.
Mi padre nunca se preocupaba por mí. Le daba igual si sólo tenía 4 camisetas y dos pantalones. Le daba igual si no tenía comida para llevarme a la boca un día entero. Le daba igual yo.
Cogí rápidamente la mochila y salí corriendo antes de que mi padre se despertase.
El autobús ya estaba allí.
-Hola Jerry.
-Hola preciosa.
El autobusero me caía genial. Podría decirse que era mi mejor amigo. No tenía ningún otro amigo.
Me senté en la primera fila, en diagonal con el asiento del piloto, y miré en dirección a mi ventana.
Siempre me sentaba ahí. Prefería ahorrarme el camino por el pasillo de en medio del autobús y ver cómo todos me miraban, unos insultándome, otros riéndose de mi, y otros poniéndome la zancadilla.
Sí, también estaban lo que siempre estaban callados, los que se notaba que sentían lástima por mí. Y eso me molestaba. Me molestaba dar lástima.
***
El timbre de la hora de la comida acababa de tocar. Me dirigía a mi taquilla por el pasillo con los libros recogidos en mis brazos pegados a mi pecho.