Capítulo 3

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Ya había visto a Farid Haddah enfurecido antes. Sin embargo, en aquel momento no solo desprendía ira... Había algo de preocupación en sus ojos, incluso un atisbo de miedo.

Tal vez el dichoso heredero no tuviera la culpa de las atrocidades que había cometido su padre, pero no pude evitar sentir una pizca de satisfacción al comprobar que aún quedaba algo de justicia divina; que había problemas que el oro no podía resolver.

Haddah ordenó a todo el mundo–menos a mí–que saliera. Sus fríos ojos azules se clavaron en mí y murmuró alguna clase de maldición que no pude comprender.

—Tienes suerte de que ahora tenga asuntos más importantes de los que ocuparme—pronunció. —Pero esta vez no escaparás, y cuando vuelva me aseguraré de que tu muerte sea lenta. Dolorosa. Me suplicarás que acabe contigo.

Me tiró al suelo con rabia antes de dejarme allí y salir dando un fuerte portazo. Maldito capullo, arrogante y asquerosamente rico; cómo detestaba a todos los de su posición, que creían que los orbes giraban a su alrededor y podían dictar la justicia a su antojo. Intenté convencerme a mí misma de que sus amenazas se quedarían en mera palabrería y contuve mis lágrimas.

Los gritos de «inútiles de mierda», «estúpidos» y una larga retahíla de blasfemias que ofenderían a los dioses podían escucharse incluso detrás de la pesada puerta de hierro. Debió de golpear a alguno de los desafortunados centuriones que habían tenido la suerte de tener que estar de servicio en aquel preciso momento.

Cuando me incorporé para acercarme a la puerta no pude evitar proferir algún que otro quejido y resoplé con cansancio, los golpes del gobernador y las intrusiones de la Dríade comenzaban a hacer mella en mi cuerpo.

Pegué la oreja a la puerta y presté más atención a las atropelladas instrucciones que daba Farid Haddah para llevar a cabo la redada en busca de su heredero; sonreí: ahora ya sabía dónde no debía ir una vez abriera la puerta.

Traté de hacer un cálculo aproximado de siete minutos, el tiempo suficiente para que los centuriones tuvieran tiempo de salir de los calabozos para organizarse pero no para volver. Cuando estuve segura de que ya no se escuchaba ningún ruido en el exterior de la celda, me preparé para huir de allí.

Quitarme aquellos inútiles grilletes me iba a llevar más tiempo del que estaba dispuesta a perder, por lo que tendría que hacerlo después. Me situé frente a la cerradura y recé a Gea que aquello funcionara.

Rápida.

Discreta.

Debía ocultar hasta el más mínimo rastro, que nadie pudiera entender qué había ocurrido allí exactamente.

Que nadie pudiera pensar que había conseguido abrir la puerta por arte de magia.

Sin pensármelo dos veces, eché a correr por el estrecho pasillo en busca de la salida. Mi cuerpo se sentía más fuerte y más ligero cada vez que hacía uso de la... magia. Esa sensación de placer, bienestar y poder... casi la había olvidado.

Perdí la cuenta de las veces que giré, subí y bajé escaleras en aquel lúgubre laberinto de túneles y callejones sin salida. Cuando regresé por tercera vez a un oscuro corredor repleto de celdas, estuve a punto de darme por vencida, pero el sonido chirriante de unos pasos me alarmó. Traté de buscar algún lugar en el que esconderme, pero allí no había nada. Nada.

Los pasos cada vez estaban más cerca y ya se podía ver la luz tintineante de una antorcha; retrocedí, pero ya era demasiado tarde: el centurión que acababa de entrar en el corredor había reparado en mi presencia.

—Pero qué demonios...—murmuró, mirándome desconcertado.

Era joven, bastante apuesto y con una complexión fuerte. Sus pequeños ojos grises me examinaron con desconfianza e instintivamente se llevó la mano derecha a la empuñadura de su espada.

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⏰ Última actualización: Apr 11, 2020 ⏰

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