Capítulo 1

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ÉRASE UNA VEZ…

Paré el ruidoso paseo de mis dedos sobre el teclado y releí el texto mientras me
rascaba la cabeza con un lápiz: « Se miraron. Los metros de distancia entre ellos
no importaban porque los pensamientos se materializaron, se cay eron al suelo y
rebotaron hasta huir. En la décima de segundo durante la que se sostuvieron la
mirada todo se congeló; en la ventana se paró hasta la brisa que agitaba los
árboles. Pero ella pestañeó y ambos apartaron la mirada, avergonzados, azorados
y seducidos de pronto por la idea de enamorarse de un desconocido» .
Puse los ojos en blanco, solté el lápiz sobre la mesa y me levanté como si
alguien hubiese instalado un muelle en el asiento.
—Pero ¡menuda mierda!
Evidentemente, sabía que nadie iba a escucharme, pero necesitaba decir en
voz alta lo único que tenía en la cabeza en aquel momento. « Esto es una
mierda» . Era como las letras de inicio de La guerra de las galaxias pero en
versión malhablada. Menuda mierda. Una mierda enorme. Una mierda del
tamaño del cagarro que estaba escribiendo, que era inmenso.
Estaba seca de ideas, esa era la triste verdad. Las cincuenta y siete hojas que
ya tenía escritas no eran más que sandeces con las que me justificaba, estaba
claro. Sandeces chuscas y horripilantes dignas de concurso literario de instituto.
Al terminar el día me exigía a mí misma haber escrito al menos dos folios,
aunque dada la situación empezaba a agradecer dos o tres párrafos potables.
¿Potables? Eso era mucho esperar.
Pasarme el día delante del ordenador no tenía ningún sentido. Al estar sola en
casa no necesitaba fingir nada, y sabía de sobra que no me saldría nada brillante
aquel día. O quizá nunca. Así que del salón/despacho/sala de estar me pasé al
dormitorio, recorrido para el que no eran necesarios más de tres pasos, y me
senté en la cama. Eché una ojeada a mis pies desnudos y, como el
descascarillado esmalte de mis uñas me horrorizó, acerqué el cenicero y encendí
un pitillo…
Con lo que yo había sido… ¿Desde cuándo me parecía aceptable aquel estado
de dejadez? Después miré de reojo el teléfono y, tras pensármelo dos décimas de
segundo, lo agarré.
Un tono…, dos…, tres…
—¿Sí? —contestó.
—Pongamos que soy una fracasada, ¿me seguirías queriendo? —pregunté
con soltura.
Lola soltó una carcajada que me hizo vibrar el tímpano.
—Eres una paranoica —contestó.

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—No es paranoia. Aún no he escrito ni una buena frase. En la editorial me
van a dar una patada en el culo. Una patada enorme. O, mejor dicho, les dará
igual. Me la estoy dando yo misma.
—Nadie más que yo puede patearte el culo, Valeria —añadió cariñosa, como
quien hace un mimo.
—¿Sabes qué es lo más complicado para un escritor novel? Publicar su
segunda novela. Segunda novela… Eso ya implica al menos tener algo. Lo que
y o tengo entre manos es un mojón. Mi segunda mierda, eso va a ser.
—Eres tonta.
—Hablo en serio, Lola. Creo que me he equivocado dejando el trabajo. —Me
agarré la cabeza entre las manos y noté el bamboleo flácido de mi moño
deshecho.
—No digas tonterías. Estabas hasta las narices, tu jefe era feo a rabiar y
ahora tienes lo suficiente para vivir. ¿Dónde está el problema?
El problema es que el dinero no dura eternamente y el « probar suerte en el
mercado editorial» siempre había sonado demasiado endeble. Lo medité durante
un segundo, pero el claxon de un autobús al otro lado del hilo telefónico me
distrajo. Miré el reloj. Eran apenas las doce de la mañana y Lola tendría que
estar trabajando.
—¿Te pillo mal? —le pregunté.
—¡Qué va!
—Se oy e tráfico. ¿Vas por la calle?
—Sí, es que me inventé en el trabajo un dolor horrible de muñeca y me fui
de escaparates.
Moví la cabeza sonriendo con desaprobación. Esta Lola…
—No sé por qué sabía que no te iba a pillar en el trabajo si te llamaba a estas
horas. Un día de estos a la que le van a dar la patada es a ti, querida.
Soltó una risita.
—Soy eficiente y rápida, no creo que busquen más para un trabajo como el
mío.
—Quizá alguien que no practique el escapismo —contesté mientras me daba
cuenta de que mi manicura también dejaba bastante que desear.
—Oye, estoy a dos paradas de tu casa. ¿Te apetece que me pase?
—Claro que me apetece.
Colgó. Lola no se despide por teléfono.
Me paré a pensar en la vida de Lola, tan agitada, con su agenda roja tan llena
de citas que siempre parecían importantes y emocionantes, aunque se tratara de
una visita a la esteticista a repasar la brasileña. Su esteticista, sí, esa mujer a la
que apodaba « Miss Shaigon» pero que realmente había nacido en Plasencia y
que una vez me dejó sin un pelo de tonta sin previo aviso.
En los ratos muertos me gustaba cotillear entre las páginas de la agenda de Lola, donde llevaba anotada toda su vida. Los números de teléfono de los chicos
con los que quedaba, los kilos que pesaba, las veces que chuscaba (que eran
muchas, para mi soberana envidia), las horas de gimnasio que se planteaba hacer
y las que realmente hacía, las copas que se tomaba, su consumo de cigarrillos,
las citas con Sergio, las prendas de ropa prestadas, las que dejaba en la tintorería
y las que debía comprar como fondo de armario, mil tiques de tiendas y del
supermercado en los que subrayaba cifras sin ton ni son y que pegaba en las
páginas finales de aquella especie de diario… Toda su vida estaba allí,
garabateada sobre el papel con rotuladores de colores; sin pudor, casi en una
especie de salvaje nudismo muy propio de Lola, que por no tener miedo, ni
siquiera se lo tenía a ella misma. Era apasionante.
Yo me había acostumbrado a llevar toda mi agenda informatizada, porque de
esa manera el ordenador o el móvil podían emitir un ruido lo suficientemente
repetitivo y molesto como para despertarme de mi eterna siesta y recordarme
que tenía que ir a visitar a mi madre o ayudar a mi hermana con alguno de sus
planes absurdos, como cambiar de sitio todos los muebles de la casa. Sí, esas eran
mis obligaciones ahora. Mi agenda no era un libro de viajes como la de Lola; se
trataba más bien de un cúmulo de compromisos familiares, fechas tope de pago
de facturas y coordinaciones con la agenda de Adrián, mi marido. Sí, marido, he
dicho bien. A veces me daba la sensación de que esa palabra desentonaba
enérgicamente con mis veintisiete años. A decir verdad…, sí, desentonaba. Con
mis veintisiete años y a ratos con mi vida al completo, pero esa es otra cuestión
en la que no entraré… por ahora.
Me asomé a la ventana. Hacía un día radiante a pesar de que a lo lejos se
intuy eran ciertas nubes. Entendía que Lola hubiese escapado de su trabajo. Si yo
hubiera estado aún encerrada en la oficina también lo habría deseado, aunque,
claro, y o nunca me habría atrevido. Nunca fui una persona valiente, al menos no
en ese sentido. Debería haber dicho temeraria, ¿verdad?
Sonó el timbre. No estaba acostumbrada a su sonido infernal, aunque llevaba
un par de años viviendo en aquel zulo, así que del susto casi me caí por la
ventana. Habría montado un cirio, porque vivía en un cuarto piso y justo debajo
estaba el toldo de una frutería de pakistaníes. No me gustaría atravesarla y morir
empalada por un montón de lichis como metralla frutal.
Una vez repuesta del susto fui hacia la puerta. Ni siquiera me eché una bata
por encima; abrí vestida con una camiseta vieja y con un short de los años
noventa, una de esas piezas de ropa por las que no pasan los años. Creo que ya
había hecho gimnasia con él en el colegio. Lola me miró de arriba abajo antes de
soltar una carcajada.
—¡Hostia, Valeria, me encanta tu short! Es de lo más…, no sé cómo definirlo,
¿retro glam?
Me miré en el espejo de la entrada y pensé que lo peor no era mi indumentaria. Probablemente Lola, por no hacer leña del árbol caído, pasaba por
alto mi cuestionable peinado a lo Amy Winehouse y la enorme carnicería que
me había hecho en la barbilla intentando quitarme un grano que para el resto de
los mortales no existía. Tenía el cabello castaño claro, fosco y sin vida. Si te
parabas a mirarlo, incluso se podía atisbar un reflejo verdoso. Menos mal que y o
y a no me paraba a mirar…
—Ya sé, se me olvidó ponerme el traje de novia para recibirte —contesté con
desdén al tiempo que le dejaba pasar y apartaba de un manotazo la vergüenza de
estar hecha un moscorrofio.
—No, no —rio Lola—, que lo digo de verdad. Me encanta. Te queda muy
bien. Tienes unas piernas bonitas que nunca enseñas. A Adrián debe de
encantarle ese pantalón.
—¡Bah! —La tomé por loca. A Adrián últimamente no sé si le gustaba algo
de lo que me ponía encima. Ni de lo que había debajo, para más señas.
Me volví de espaldas para echarme acurrucada sobre mi sillón preferido, el
único de la casa. Y he dicho sillón, no sofá. Para meter un sofá de dos plazas en
aquel « salón» debería desaparecer, al menos, una pared. Me río yo de cómo
distribuy en los de Ikea esos adorables pisitos de treinta y cinco metros cuadrados.
Miré a Lola, que estaba impecable, como siempre. No sé cómo se las apaña
para estar siempre tan sexi, con su espesa melena color chocolate y sus labios
rojos. Soy una mujer heterosexual y, aun así, hay días en los que me parece
sencillamente irresistible. Apenas un año atrás yo también era una de esas
mujeres coquetas que se esmeran en dar siempre la versión más impoluta de sí
mismas. Pero ahora… En fin. Solo había que verme. Era un Fraguel.
Mientras miraba a Lola con esa adoración de la mejor amiga, ella se revolvió
el flequillo con la mano derecha y con la izquierda dejó caer su bolso sobre el
suelo. Sonreí al ver asomar el lomo rojo de su famosa agenda.
—¿Qué tal tu muñeca? —le pregunté.
—¡Oh, oh! ¡Tengo un dolor infernal! Creo que es codo de tenista. —Se
encogió fingiendo estar sufriendo en silencio, como con las hemorroides.
—Yo más bien diría codo de cuentista.
—¡Venga Valeria, un día es un día! Acabé la traducción y me negué a
quedarme allí con cara de acelga como el resto de mis grises compañeras. Sé
buena y ofréceme algo de alcohol. —Se dejó caer sobre los pies de la cama y
sonrió—. ¡Uh! ¿Colcha nueva? ¿Quemasteis la otra follando encima como
degenerados?
Ignoré las últimas dos frases y, preocupada por nuestro alcoholismo, le dije:
—Lola, cariño, apenas es mediodía.
—¡La hora perfecta para un vermú!
Lola sorbió el último trago de su Martini Rosso con sonoridad, como siempre que
bebía algo con gusto. Luego masticó la aceituna sonriente, con su pintalabios
perfectamente fijado. Tenía que preguntarle cómo lo hacía para estar tan
impecable. Miré mi glamurosa copa de cóctel y después mi indumentaria y me
eché mentalmente las manos a la cabeza. Qué desastre…
—¿Y Adrián? ¿Qué hace? —preguntó sin ceremonias.
—Está trabajando.
—Ya supongo. No creo que el codo de tenista sea una epidemia. —Se rio de
su propia broma como si fuese la bomba para después aclarar—: Me refería a
qué hace Adrián frente a esa horrible frustración que te tiene aquí mutando a…
¿fruiti?
La miré y levanté la ceja izquierda. Ella estiró el brazo y me apretó dos
veces el moño mientras decía:
—Moic, moic.
—La verdad es que Adrián me da una palmadita en la espalda y me dice que
cuando me tranquilice saldrá todo a borbotones. Pero… No me folla —pensé.
—Pero ¿qué hay de pero en esta situación?
Me mordí el carrillo. Confesarlo era tan vergonzoso…
—Creo que no va a salir. Creo, sinceramente, que el primer libro fue cuestión
de suerte y que este segundo va a ser una bofetada seca en la cara que me la va
a girar del revés. Y yo, dándome aires de escritora torturada, voy y dejo el
trabajo… Acabaré en un McAuto de madrugada.
—Una frase es cuestión de suerte. Encontrar unos zapatos preciosos a precio
de saldo —se señaló los pies, que lucían unos peep toe para morirse del gusto—
es cuestión de suerte. Quinientas setenta páginas de una historia fascinante escrita
con elegancia y esmero no lo son.
—Eres mi mejor amiga, ¿tú qué vas a decir?
—Pues la verdad, como que necesitas una manicura urgente. —Se encendió
un cigarrillo—. ¿De qué trata tu nueva historia? —Se levantó y alcanzó el
cenicero.
—De lo de siempre, amor y bla, bla, bla.
—Tu problema es que te falta inspiración real. —Y dibujó una sonrisa pérfida
tras echar el humo en una nube que, saliendo de esos labios tan rojos, parecía
hasta sensual.
—¿Intentas decirme algo? Mi relación… —empecé a decir.
Mi relación era una mierda, pero me alegré de que me interrumpiera para no
tener que mentir a alguien más que a mí misma.
—Calla. Intento contarte algo —dijo frunciendo el ceño.
—Oh…
—Algo suculento.
Serví otra copa rebosante… y ella sonrió mientras se la acercaba a los labios.

En los zapatos de Valeria Donde viven las historias. Descúbrelo ahora