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¿QUÉ TIENES QUE CONTARME?Nerea era economista. Se había matriculado sin demasiada pasión, aunque, bien
mirado, ella no era una persona conocida por su pasión desenfrenada. Yo ni siquiera creía que tuviera deseos carnales. Lola decía que Nerea no follaba, y que llegado el momento, se reproduciría por esporas. Yo me la imaginaba abierta de piernas encima de una cama mirando al techo y
pensando en la lista de tareas
pendientes sin importarle demasiado los alaridos de placer del hombre que tuviera empujando encima. Pero tampoco es que la vida sexual de
Nerea fuera como para volverse loco de actividad y variedad, así que... Hacía años que éramos amigas. Muchos años. Nos conocimos cuando
teníamos catorce, en una de esas coincidencias extrañas que hacen que dos niñas con absolutamente nada en común se hagan uña y carne. Bueno, a las dos nos gustaban los Backstreet Boy s, pero creo que eso no cuenta porque a ella le gustaba Nick y a mí A. J. Éramos como la noche y el día, pero allí íbamos nosotras, siempre pegadas la una a la otra. Yo con pinta de adolescente común
(adolescentus comunus) y ella con pinta de mear colonia de Loewe (pijus
adorablus).
Desde entonces le había conocido tres novios: dos en la adolescencia y uno en
serio. De sus rollos juveniles, uno era el chico más macarra con el que me he
topado en mi vida. Era macarra hasta para Lola, que ya es decir. Probablemente
no resulte extraño que una adolescente salga durante unos cuantos meses con un
tipo que no le conviene en absoluto, pero si esa adolescente en concreto es Nerea,
todo se vuelve un poco más surrealista.
Nerea siempre fue fiel a los pendientes de perlas de su abuela y a su collar a
juego. Se pintaba puntualmente las uñas cada dos días con un esmalte con
purpurina y le gustaba adornarse la coleta con un lazo del mismo color que los
zapatos…, y esto no se le pasó hasta bien entrada la veintena.
De este modo, esa tortuosa relación cayó por su propio peso y, al contrario de
lo que cualquiera pudiera imaginar, fue ella la que le dio plantón. La explicación
fue que estaba harta de que la llevase a sitios sucios y nunca la sacase a pasear o
al cine. Ella, palabras textuales, quería una vida normal, aunque yo diría que lo
que esperaba era una vida sublime. Siempre tuvo las cosas muy claras.
Al cumplir los diecinueve años conoció a Jaime en un partido de pádel que
había organizado su padre con un socio y su hijo. Los dos se gustaron mucho. Lo
difícil, digo yo, habría sido no enamorarse de alguien como Nerea, con su
cabello rubio larguísimo siempre sano e impecable, sus ojos verdes y su
espléndida figura… Si yo hubiera sido hombre o lesbiana me habría enamorado
de ella con total seguridad. Bueno, no, la habría engatusado para follármela en la parte de atrás de un coche y después habría salido por patas. Pero es que yo
siempre he tenido alma de rompeenaguas.
La historia entre Nerea y Jaime duró siete largos años tras los cuales
rompieron de la forma menos amable posible. Ella empezó a sospechar que él se
veía con otra y, aunque todas la tomamos por loca, lo revolvió todo en busca de
pruebas hasta encontrar un email mucho más que cariñoso. A decir verdad, era
bastante subidito de tono. Cuando lo leí, mi primer impulso fue reírme. Jamás
habría imaginado que un tipo tan estirado tuviera la boca tan sucia y utilizara
frases como « cascármela en tu cara» , sobre todo por escrito. Pero, claro, tuve
que comedirme y expresar en voz alta lo muy mal que me parecía todo aquello.
Por supuesto, Lola, Carmen y yo, que por entonces ya no podíamos ni ver al
falso mojigato de Jaime, nos alegramos con sordina, pero tuvimos que ensay ar el
papel de amigas decepcionadas y apenadas. Cuando ella se fue a su casa,
nosotras brindamos por que encontrara a un hombre por fin a su altura, pero lo
hicimos con sidra El Gaitero desventada, que era lo único que teníamos a
mano…, y debe de ser que brindar con sidra desventada da mala suerte, porque
desde entonces Nerea no solo no había salido con nadie, sino que ni siquiera había
tenido un affaire de una noche, un rollo de un par de semanas o una locura de
meses, de esas que sostienes aun a sabiendas de que se va a acabar, como su
novio macarra de la adolescencia. Es decir, llevaba un año sin fornicar. Así, sin
dar muestras de flaqueza. Y no era la típica chica que guarda un conejito a pilas
en el cajón de la ropa interior…
Con unas cervezas de más, Lola y yo la llamábamos Nerea la Fría,
increpándola un poco por ser la excepción que confirma eso de que « la carne es
débil» . ¿Es que no necesitaba echar un polvo de vez en cuando? Y no era por
falta de pretendientes, que conste. En su trabajo tenía una lista interminable de
perritos falderos dispuestos a llevarla a cenar, al cine o con entradas para el
ballet. (¿Entradas para el ballet? ¿Se conoce alguna excusa más moñas para
meterla en caliente?). Su BlackBerry echaba humo los fines de semana con
propuestas de citas perfectas, pero ella sacaba la lengua, desganada, y borraba el
mensaje sin piedad. Sí, así era ella, la bella y fría Nerea. Lola siempre decía que
nos tenía muy engañadas y que debía de esconder un consolador enorme, negro
y muy eficaz. Siempre que iba a su casa, lo buscaba.
Nosotras, Lola, Carmen y y o, tratamos durante un tiempo de concertar citas
con todos los solteros atractivos y amables que conocíamos o incluso con amigos
de la infancia, de la facultad…, cualquier chico con pinta de buena persona nos
servía, pero ella descartaba sin parar. O era bajo o era demasiado alto, o tenía
pinta de dormir abrazado a su madre las noches de tormenta o de ser un macarra
« rompeenaguas» (como mi versión masculina), o de escuchar a Luis Miguel…
Había un sinfín de excusas para no volver a ver a ninguno de sus
pretendientes. El único hombre con el que salía por ahí era Jordi, porque le resultaba tierno, lo cual en nuestro lenguaje eufemístico significaba: amigo
amanerado que aún no ha aceptado su homosexualidad o que, si la ha aceptado,
no suelta prenda.
Así que, puesto todo en contexto, se entenderá mejor por qué cuando Lola me
dijo que Nerea había conocido a alguien, me quedé con la boca abierta. Así, de
pronto, sin tener que forzarla ni maniatarla para que se viera con él, ahora que ya
empezábamos a plantearnos la posibilidad de que tuviese vocación religiosa.
¿Nerea con alguien? ¿Quién era el afortunado? ¿Desde cuándo? ¿Cómo? Y, sobre
todo…, ¿por qué?
—Lola, ¿eres consciente de lo guapo que tiene que ser? —dije fascinada
mientras me comía una aceituna.
—¿Guapo? Tiene que ser guapo hasta hartar, de ese tipo de hombres que da
miedo tocar por si se rompen.
Fruncí el ceño.
—¡Qué horror, Lola, un muñeco de porcelana!
—No, joder —masculló ella muerta de la risa—. Más bien de esos hombres a
los que ni siquiera miras en un bar porque sabes que es totalmente imposible que
te devuelvan la mirada. De los que van con vitrina de cristal incluida.
—Vaya. ¡Y con un buen trabajo!
—¡Y con pasta! ¡Y con la chorra enorme!
—¿Tú crees que le habrá visto ya la chorra, Lola? —pregunté con un gesto de
desconfianza.
—No, tienes razón. Pero seguro que la tiene enorme.
—Sí —asentí—. El jodido hombre perfecto… Pero dime, ¿dónde lo conoció?
—Pues no entró en detalles, dijo que no tenía ganas de contarlo tres veces y
que y a nos pondría al día cuando estuviésemos las cuatro juntas. Solo comentó
algo de un cumpleaños al que acudió por compromiso, algo que tiene que ver con
su curro.
Me quedé pensativa. No podía evitar imaginarlo, trazar el esquema de la
historia que yo escribiría a partir de ahí. Nerea, en un rincón, sosteniendo una
copa de Martini con un gesto dulce y siempre cortés, pero muerta de
aburrimiento. Llevaría un vestido precioso, negro, y el pelo arreglado, con las
puntas ondulantes y el flequillo de lado totalmente perfecto sobre su frente. Él
aparecería de pronto frente a ella y le daría conversación, algo amable y
educado. Seguramente en ese preciso instante yo llevaría uno de mis pijamas
antimorbo y estaría pensando en no peinarme nunca más, convirtiendo mi moño
en un nido para aves rapaces.
Lola me despertó de pronto de la ensoñación.
—Valeria, llámala a ver si y a ha salido de trabajar.
—Todavía no son las dos.
—Pero hoy es viernes, llámala.
Cogí el teléfono con desgana y marqué su número. En ese momento unas
llaves se introdujeron en la cerradura y se abrió la puerta de casa. Adrián
cargaba con su bolsa de mano y cuatro bolsas de la compra. De una de ellas
sobresalía un gigantesco paquete de patatas fritas.
« Hola, soy Nerea. Ahora mismo no puedo atenderte. Deja tu mensaje y te
llamaré lo antes posible. Muchas gracias» , dijo la voz de Nerea de forma
impersonal.
—Es el contestador —expliqué tapando el auricular.
Lola chasqueó la boca, me arrebató el teléfono y empezó a hablar.
—Soy Lola, desde casa de Valeria. —Se acercó a Adrián, le dio un beso en la
mejilla y agarró la bolsa con las patatas fritas—. Llámanos cuando salgas de
trabajar. Tenemos una conversación pendiente y esperamos que sea muy
truculenta, ya sabes —forcejeó con la bolsa—, como las que cuento yo los
domingos por la mañana. Con pitos, domingas, comidas de coño y todas esas
cosas.
Colgó sin despedirse y, además, con la boca llena de patatas fritas.
—Lo primero —dijo Adrián—, ¿tú no tienes casa? —Ella sonrió maliciosa.
Sabía que bromeaba. Se conocieron cuando Adrián no era más que un amiguete
que me gustaba, así que habían tenido años para tratarse, caerse bien y tener esa
relación tan cómoda—. Lo segundo. ¿Tú no tienes trabajo? He llegado a pensar
que eres señorita de compañía por las noches.
Lola empezó a carcajearse y, señalándome con el dedo índice, gritó:
—¡Te dije que era una profesión de puta madre!
—Oh, joder, Adrián, has abierto la caja de Pandora. Ahora no dejará de
repetir que quiere ser señorita de compañía.
Adrián entró en la cocina y me quedé esperando el beso de bienvenida.
Desde allí dentro, él le preguntó a Lola si se quedaba a comer. De mi beso, ni
rastro.
—Sí, ¿por qué no? Mi codo de tenista no me deja cocinar —contestó ella al
tiempo que se dejaba caer en el sillón que y o había dejado libre.
Adrián me miró de reojo y sonrió a sabiendas de que era otra de sus
enfermedades postizas, como cuando descubrió que mi crema anticelulitis efecto
calor provocaba rojeces pasajeras y fingió una reacción alérgica. Lo curioso es
que, en proporción, había invertido más tiempo en meterse en el baño de la
empresa y ponerse pequeñas gotitas del gel por todas partes que en trabajar.
Aquello era premeditación y alevosía.
—¿Con quién hablabais por teléfono? —murmuró Adrián mientras se
apartaba el pelo revuelto de la cara.
—Le dejábamos un mensaje en el contestador a Nerea, que parece que ha
conocido a alguien —contesté al tiempo que guardaba cosas en la nevera.
—No me lo puedo creer… ¿Y no era ni cojo ni bizco ni peludo ni andrajoso ni
muerto de hambre ni pretencioso? Valeria, no quiero que le conozcas jamás. Ese
tío debe de ser un dios.
Sonreí con tristeza. Qué poco sentido tenía esa frase en la boca de un hombre
que no me tocaba como es debido desde antes de Navidades. Y, a pesar de todo,
Adrián nunca había tenido nada que temer. Estaba loca por él desde los dieciocho
años. Me encantaban sus ojos color miel, claros, casi amarillos, su boquita
carnosa, su sonrisa descarada y sus manos grandes y masculinas. La lástima era
que nunca fue una persona precisamente tierna o cariñosa. En el trato era…,
quizá la palabra sea « áspero» . Pero al menos el sexo siempre fue brutal. Fue. En
pasado. Ahora ya no era ni una cosa ni otra, porque no lo había.
Lola se levantó del sillón, se apoyó en el marco de la puerta de la minúscula
cocina y puso los ojos en blanco. Ella es una de esas mujeres convencidas de que
los hombres necesitan adulación continua para sentirse queridos, deseados y
seguros.
—Seguro que tú estás más bueno, Adri —le dijo acompañando la frase con
una palmada en el trasero y girándose hacia mí de nuevo—. Valeria, deberíais
tener un hijo y a, así dentro de veinte años me podré liar con él sin que nadie
pueda considerarme una vieja verde.
—Pero ¡qué horror! —masculló Adrián—. ¿Es siempre así o lo hace
solamente para resultarme desagradable?
Levanté las manos sin contestar. Lola no necesitaba explicación, como un
buen cuadro abstracto. Así era mejor.
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En los zapatos de Valeria
RomanceValeria vive el amor de forma sublime. Valeria tiene tres amigas: Nerea, Carmen y Lola. Valeria vive en Madrid. Valeria ama a Adrián hasta que conoce a Víctor. Valeria necesita sincerarse consigo misma. Valeria llora, Valeria ríe, Valeria camina... ...