Cajones

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Encontrarse con uno mismo. Así nació esta pequeña "historia" – sí, así entre comillas –, despegada del millar de conversaciones que empapelaban las paredes de un bar. No hacía más que tomarme cinco minutos para descansar de directivos, administrativos, y de un régimen militar evadido y casi dictatorial que se ocupaba día a día de regular mi actividad. Un café, algunas noticias, murmullos de ambiente y la promesa de un día que excedería sus veinticuatro horas; todos condimentos casi cotidianos.

La merienda tenía sabor a desayuno, y las novedades del día se me antojaban como los clichés clásicos de todo diario. Los murmullos y conversaciones le conferían al lugar un cierto olor casi resacoso a anécdotas y risas compartidas. Frases desprendidas por un lado, risas desde la esquina opuesta y una que otra discusión religiosa o política contrastando los ánimos de lunes por la tarde.

Terminé con la sección del crucigrama mentalmente, no soportaba la idea de escribir el periódico. Pedí la cuenta. El mozo se acercó para dejarla sobre la mesa, sin esperar siquiera a que le pagara. Busqué en el bolsillo de siempre, y sólo encontré el primer sobresalto de la tarde; no había rastro de mi billetera. En los demás se repitió la misma historia. Sudor frío. ¿Dónde estaba?

Después de una búsqueda infructuosa, supe que no la había llevado conmigo, que podía haberla olvidado en otro par de pantalones, o lo que era peor: la posibilidad del extravío. Le expliqué al mozo la situación, y le pedí que perdonara esta situación con un poco de paciencia – porque el pago llegaría – y con una generosa propina a cambio.

Volví a casa repasando el mismo camino que mis pies hicieron de ida al bar. Nada. Ningún rastro. Intenté replicar la misma senda, los cruces exactos; como si de recrear la escena de un crimen se tratara. Supuse que alguien la habría encontrado ya. Respiré aliviado, recordando que no había en ella documentos, o una suma de dinero importante.

Ya de nuevo en casa, corrí directo a la habitación. Miré debajo de la cama, en los bolsillos de otros pantalones, en el ropero. Nada por aquí, nada por allá. La cocina, la sala, la galería y demás habitaciones. Nada. Volví a la habitación, repitiéndome como un mantra que ese debía ser el lugar en el que la encontraría. La mesa de luz, ahí tenía que estar. Encima sólo descansaba un libro a medio leer de las noches anteriores, mi segundo par de lentes, una lámpara algo desvencijada, un cenicero a medio llenar y el despertador. Abrí los cajones uno en uno, mirando superficialmente por si la idiota se dignaba a aparecer. Vi entonces algo que captó mi atención: un ejemplar envejecido y amarillento de "Las Cuatro Estaciones" de King. Lo tomé con cuidado, como si el miedo a dañarlo me invadiera. Abrí el libro. Adentro reposaba un pequeño señalador con una dedicatoria que versaba sobre los atributos y beneficios de la amistad; lo firmaba una amiga con la que había perdido el contacto hacía ya tiempo. Las rencillas que causaron el alejamiento volvieron en imágenes en rápida sucesión y permanecieron ahí quietas, como si se hubieran congelado.

Recuerdo que fue una noche en la que, después de algunos tragos y conversaciones pseudo filosóficas sobre el amor y la vida, rememoramos los viejos días de nuestro paso por la escuela. Hubo incontables "¿Te acordás...?" por el camino, acompañados de risas y algunos "Tengo una basurita en el ojo" y "No, no pasa nada". Tomé un par de fotos esa noche. Maldije también el no haberlas guardado, aunque podía verlas a la perfección en mi cabeza. Esa noche, fue cuando decidí declararle mi amor. Esa noche fue la del primer rechazo. O el primero que importaba. La última noche. Cerré el libro. Busqué una página distinta. Sólo historias, nada más que ese señalador.

Tanteando el contenido del cajón, encontré luego un ejemplar impreso del primer diario escolar. Una suerte de publicación independiente que no contenía noticias solamente, sino que albergaba algunas humoradas y secciones amarillas sobre los chismes y cotilleos del salón de clases al que asistía. Mi primera incursión en complicidad con las letras. Impreso en tinta azul y diseñado enteramente en una computadora que estaba a años luz de ser tecnología de punta. Reí con las necrológicas; en ellas se listaban una serie de mascotas – algunas reales, y otras inventadas – a las que se les dedicaban oraciones. Destacaba entre todas ellas la de un loro, de nombre "Justo Falle Ció".

CajonesWhere stories live. Discover now