Nada se rompe más que un corazón

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El altruismo propio de intentar darlo todo por otro, dejando el ego de lado, y consumiendo parte de tu alma, sin que se convierta en algo tenebroso, te eleva por encima de la línea de los mortales que sólo han vivido sus días como un acto mecánico, siguiendo el movimiento de sus pies y cuerpo, que hace todo por imitar ese mismo sendero. Todos los caminos llevan a Roma, dicen; todos llegamos ahí alguna vez, no de manera literal, claro está, siempre es bueno infundirle un cierto toque de metáforas al torrente sanguíneo, como de oxitocina al organismo.

¿Qué de qué hablo? Creo saberlo en cierta medida, pero no es más que un impulso asintomático, uno que nació de la nostalgia de un domingo como todos los demás. No es un día gris, no. No hay lluvia, pero llega igualmente sin haber avisado. Se sienta a la mesa, se sirve un café y se quita el sombrero. Tiene planes de quedarse, yo de irme. Ninguno se va.

-No te esperaba.

-Creo que el elemento de sorpresa...

-Ya murió hace demasiado tiempo.

-¿Seguro?

-No hagamos de esto una rutina de domingo.

Me voy. Me sigue por toda la casa. Me sigue en silencio. Las ausencias se hacen presentes, como si por algún truco macabro, las resucitara con cada paso. Me detengo.

-¡Basta!

-¿De qué?

-¡De todo esto! ¡De los domingos!

Desaparece.

Respiro.

El haber perdido la billetera unas semanas atrás, no es motivo para realizar más visitas fugaces como esa. Sobre todo así, sin anuncios, sin una mínima muestra de respeto o interés. Beber de esos tragos tenía a veces efectos devastadores. Los cajones estaban cerrados, no había más historias. No renegaba de ellas. No. Pero habíamos llegado a una especie de tregua. No más por el momento; había trabajo que hacer y venía atrasándolo y acumulándolo de manera casi sostenida, negándolo. En parte por algunas cuestiones de salud, y en parte porque sufría del síndrome de las últimas horas, del que hace que uno cumpla con las fechas límites solo bajo presión.

Necesito una dosis de gimnasio. Un poco de energía inyectada en este sistema que entró en reposo absoluto el fin de semana. No hay respuesta. No hay aliento.

Los domingos debieran ser ilegales; todos duermen hasta el último aliento, no hay locales comerciales abiertos. La rutina. El desgano. Terminé por ver una película. Terrible elección. ¿Por qué? Porque no pensé jamás en elegir algo taquillero, o extra comercial, sino que seguí la recomendación de Ana – la hija de una amiga –, que por haber leído un libro en el que estaba basada "Five Feet Apart", me habló de la película con tanta convicción, que terminé por darle una oportunidad: Los protagonistas son dos adolescentes que padecen Fibrosis Quística. Por esta misma condición es que no pueden estar a menos de dos metros de distancia y, como es lógico, se enamoran. Dilemas.

¿Qué hacía viendo yo una película así? Un misterio al que no creo que pueda responder. Acostumbrado al cine del terror; las adaptaciones de King, o las series como Handmaid's Tale, y yo viendo un drama juvenil. Domingos.

No puedo admitir más verdades que esa, excepto que sí pude ir al extremo de preguntarme un millar de cosas sobre la cercanía, el tacto y el afecto en su forma más física. Y es que ¿Qué pasaría si estás tan cerca de esa persona que amás, pero no podés tomarle de la mano, o darle un abrazo? Estar así de cerca, pero a la vez tan lejos.

Miedo.

Terror.

Pero seguramente algo en tu percepción, sabe que ya sucedió. No compartimos un pasado, pero tenemos denominadores comunes: uno de ellos el dolor, el sentido de pérdida y el miedo. Todos contamos en nuestro haber con cuentas sin saldar; los psicoanalistas les llaman traumas, y te cobran exorbitantes sumas para que hables de ellos y encuentres una solución para no profundizarlos. Paradojas. ¿Qué si me han negado un abrazo en la vida? ¡Por supuesto que sí! Y bajo la más repugnante de las excusas: Ser una persona poca demostrativa. ¿Lo resiento? No, simplemente deduzco que sufre más el que sintiendo el impulso, no puede ceder ante él.

De entre una antología de historias selectas, siempre surgen en mi caso, como clichés, una mayoría de segmentos relacionados con una relación tormentosa de padre e hijo: un padre ausente. Un apéndice que terminé extirpando de mi vida por su toxicidad, y su proclive tendencia a resultar infeccioso, casi septicémico. No son historias para un diván, o un escrito de estas dimensiones. Todo está en paz. No la guardo en ninguno de mis cajones. Siempre viene a colación, pues es donde han quedado la mayoría de los brazos abiertos que jamás supieron cómo ceñirse en un abrazo, o en alguna muestra de afecto cualquiera.

¿En dónde estábamos? ¡Ah, sí! La cercanía, y la lejanía. Mi abuelo –a la sazón mi único padre – solía decirme "Ni tan cerca que te quemes, ni tan lejos que termines por morirte de frío". Equilibrio. Sí, nos hace falta a muchos determinar la medida exacta con la que decidimos acercarnos y finalmente alejarnos, para no crear confusiones que no se disipen jamás. Así nacen las tormentas; que sin saberlo terminamos por sembrar, y cosechamos las más furiosas tempestades. Todo se basa en los silencios, en los momentos justos, y en la disposición de seguir el impulso que dictan cuerpo, mente y espíritu.

Recuerdo que de adolescente, tuve no muchas experiencias amorosas. Relaciones cortas, fugaces, no idílicas y casi racionales; no era un aventurero. Pero en una ocasión, y como nos pasa a muchos, tuve la desdicha de sentir de más donde sólo había una amistad. No cualquier amistad. No. La mejor. Compartíamos todo; y quizás ahí nació el principio de una larga confusión, que terminó por generar la más dolorosa ausencia hasta el día en que finalmente puedo ponerla en papel. No importa quién fuera ella. Yo era su mejor amigo y confidente predilecto: su mano derecha, antebrazo y hombro con paño de lágrimas incorporado. Descubrí con el tiempo que no era recíproco, yo buscaba más. Pero no lo encontraría. Siempre tan cerca. Siempre tan lejos.

Los abrazos comenzaron a doler como azotes, las confesiones provocaban un cierto impulso por romperle la cara a quien quiera que le hiciera daño. Silencios. Es todo lo que podía dar. Me quemaba y moría de frío por igual. Vértigo. La peor parte era que la tenía al alcance de mi mano; podía abrazarla, darle besos en complicidad – como amigos, claro está – y compartirlo casi todo con ella. Pero sabían a nada. Preferí el silencio a perderla. Preferí la cercanía, sin saber que el fuego me consumía.

Años pasaron. Años enteros de repetir esta única historia. Supe de todas sus aventuras, amantes, rupturas llantos y un centenar de otras cosas. No todas las historias tienen finales felices como en las películas, o los cuentos de hadas y no hay necesidad de hablar más de lo necesario, sólo por respeto. Esta no fue la excepción. Pero son parte de la identidad individual de quien las cuenta; y no una razón oscura para despertar rencores insanos o traumas innecesarios. La paradoja es que duelen tanto los abrazos que no se han dado, como los que se han dado, si tomamos como ejemplo estas historias en particular. Equilibrio, decía mi abuelo, es lo único que hace falta. ¿Pero cómo lo iba a entender a tan corta edad? Hacían falta un par de corazones rotos, algunas confesiones mal habidas, extirpar miembros importantes y lidiar con la pérdida. Ni tan lejos, ni tan cerca.

¿Qué si la extraño? ¡Obviamente que sí! Era mi mejor amiga después de todo. Aún tengo contacto con algunas personas en común; y soy feliz sabiendo que está bien. Con mi progenitor; sólo hace falta decir que, a diferencia de los vinos, algunas personas no envejecen con gracia, y empeoran con los años.

¿Duele todo esto? No. Ya no. Es parte de abrir cajones algún domingo, cuando las voces se silencian, y el aburrimiento no permite más que hurgar y hurgar en lo más recóndito. El pasado no se repite ni da segundas oportunidades a futuro, pero a veces rima y provoca el más sincero de los terrores.

Así fue que volvió a ponerse su sombrero, y se marchó en silencio. La promesa tácita de que volvería otro domingo no me provocaba temor alguno. Era una tregua casi respetuosa. No era un domingo gris o lluvioso, y la nostalgia vino a abrir algunos cajones más y se fue. Los recuerdos me alegraron más de la cuenta. Nada se rompe más que un corazón... Sanarlos sea quizá parte de otra historia, de otro domingo...

Ya tendremos tiempo de abrir otros cajones.

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⏰ Last updated: Sep 01, 2019 ⏰

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