Única parte.

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 Ramón se encontraba suspirando erráticamente y casi apoyado sobre el regazo de Carlitos, en aquel momento ambos aconteciendo una escena única.
Tanto para ellos como para la humanidad entera per se: desde que aquel ángel fue enviado para consolar a un perdido Jesucristo en el jardín de Getsemaní, nunca volvimos a ver algo semejante; un descalzo guerrero herido y resignado a su humanidad, cuyo único alivio de alma sólo residía en el proporcionado por un espía de Dios.

(¿Quién fue ese espía? ¿Fue Miguel, primero en la Orden Divina de Protectores y patrono de Buenos Aires? ¿O fue Adán, primero en ser sacrificado para probar el poder del pecado original?

Su origen es tan incierto como el de Robledo, tal y como a su cómplice lo ha tenido tan desconcertado desde siempre.)

O quizá, todo era una casualidad y las similitudes eran azarosas. Quizá, sólo eran eso.

Ramón siendo parcialmente sostenido por Carlitos.

(No dejaba de ser único y maravilloso).

Y lo que había desencadenado aquello no podía ser algo menos mundano en la vida de un muchacho que todo había embebido de la calle.

El mayor había ido a comprar un atado y se encontró repentinamente paralizado en plena vereda al divisar, a lo lejos, una redada que no parecía tener mucho sentido. Una considerable cantidad de pibes amontonados en fila mientras eran toqueteados y ocasionalmente golpeados, por los usuales bastones largos de lo policías de siempre.

En realidad, se suponía que desde que Lanusse estaba al poder las cosas se habían calmado. Transaba con la democracia, hablaba de protección económica, se había juntado con el presidente socialista de Chile…cosas que a Ramón le chupaban reverendamente un huevo, y lo terminarían de hacer sino fuera porque tanto dato del noticiero (y porque vivían tan cerca del gobernante) le sirvió para que su cabeza emitiera una sola alarma necesaria que lo hizo reaccionar.

“La cana nunca va a dejar de ser la misma mierda. CORRÉ”.

Corrió. No miró más a la esquina y se trastabilló sobre sus propios talones para darse la vuelta y salir disparado, de vuelta a la pensión.
Una vez allí golpeó la puerta con una desesperación exasperada, y no fue hasta que su compañero le abrió con una cara de asustado –que jamás le había visto– y lo condujo a un abrazo protector, que se dio cuenta que estaba realmente cagado hasta las patas.

Le explicó a Carlos lo que había pasado lo mejor que pudo.

Pero el tema era que no sólo había zafado (lo cual sería suficiente para que se calmase un poco), sino que para colmo ni siquiera había llegado a una situación donde podía ser atrapado.

—Pero bueno, vos ya más o menos sabés cómo es. —dijo su amigo después de un rato, todavía tratando de entenderlo. Aún mantenía al mayor entre sus brazos, el contacto siendo bastante perezoso y más amigable que otra cosa; de repente se le escapaba un dedo y detenidamente contorneaba la corta longitud de los rulos azabache. Era inevitable en aquella posición conciliadora que había tomado, que ciertamente excedía a una persona como él.

Ramón emitió otro suspiro ruidoso.

Por supuesto que ya sabía cómo era, si es que lo había entendido bien.

—No es lo mismo una comisaría pedorra. —aclaró. —Y tenía trece. —soltaba toda esa información con un fin en específico y, justamente, no era algo de lo que se jactaba. No obstante sus comisuras se alzaron un poco, al percatarse de que no había sido una ocasión sola la cual supo esquivar con gracia a la yuta, cual niño que comete una travesura; a grandes rasgos eso era. —Y después tuve diecisiete…Y eso que la última vez afuera estaba bravo.

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