Cap 3

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Cómo Lázaro se asentó con un escudero y de lo que le acaeció con él
De esta manera me fue forzado sacar fuerzas de flaqueza, y poco a poco, con ayuda de las buenas
gentes, di conmigo en esta insigne ciudad de Toledo, adonde, con la merced de Dios, dende a quince
días se me cerró la herida. Y, mientras estaba malo, siempre me daban alguna limosna; mas, después
que estuve sano, todos me decían:
—Tú, bellaco y gallofero eres. Busca, busca un buen amo a quien sirvas.
«¿Y adónde se hallará ése —decía yo entre mí—, si Dios ahora de nuevo, como creó el mundo, no le
criase?»
Andando así discurriendo de puerta en puerta, con harto poco remedio, porque ya la caridad se subió
al cielo, topóme Dios con un escudero que iba por la calle, con razonable vestido, bien peinado, su paso
y compás en orden. Miróme, y yo a él, y díjome:
—Muchacho, ¿buscas amo?
Yo le dije:
—Sí, señor.
—Pues vente tras mí —me respondió—, que Dios te ha hecho merced en topar conmigo; alguna
buena oración rezaste hoy.
Y seguíle, dando gracias a Dios por lo que le oí, y también que me parecía, según su hábito y
continente, ser el que yo había menester.
Era de mañana cuando éste mi tercero amo topé, y llevóme tras sí gran parte de la ciudad.
Pasábamos por las plazas do se vendía pan y otras provisiones. Yo pensaba, y aun deseaba, que allí me
quería cargar de lo que se vendía, porque ésta era propia hora cuando se suele proveer de lo necesario,
mas muy a tendido paso pasaba por estas cosas.
«Por ventura no lo ve aquí a su contento —decía yo—, y querrá que lo compremos en otro cabo».
De esta manera anduvimos hasta que dio las once. Entonces se entró en la iglesia mayor, y yo tras él,
y muy devotamente le vi oír misa y los otros oficios divinos, hasta que todo fue acabado y la gente ida.
Entonces salimos de la iglesia. A buen paso tendido comenzamos a ir por una calle abajo. Yo iba el más
alegre del mundo en ver que no nos habíamos ocupado en buscar de comer. Bien consideré que debía
ser hombre, mi nuevo amo, que se proveía en junto, y que ya la comida estaría a punto y tal como yo la
deseaba y aun la había menester.
En este tiempo dio el reloj la una después de mediodía, y llegamos a una casa, ante la cual mi amo se paró, y yo con él, y, derribando el cabo de la capa sobre el lado izquierdo, sacó una llave de la manga
y abrió su puerta y entramos en casa, la cual tenía la entrada oscura y lóbrega, de tal manera que parece
que ponía temor a los que en ella entraban, aunque dentro de ella estaba un patio pequeño y razonables
cámaras.
Desde que entramos, quita de sobre sí su capa y, preguntando si tenía las manos limpias, la
sacudimos y doblamos y, muy limpiamente soplando un poyo que allí estaba, la puso en él. Y hecho
esto, sentóse cabo de ella, preguntándome muy por extenso de dónde era y cómo había venido a aquella
ciudad. Y yo le di más larga cuenta que quisiera, porque me parecía más conveniente hora de mandar
poner la mesa y escudillar la olla que de lo que me pedía. Con todo eso, yo le satisfice de mi persona lo
mejor que mentir supe, diciendo mis bienes y callando lo demás, porque me parecía no ser para en
cámara. Esto hecho, estuvo así un poco, y yo luego vi mala señal por ser ya casi las dos y no verle más
aliento de comer que a un muerto. Después de esto, consideraba aquel tener cerrada la puerta con llave
ni sentir arriba ni abajo pasos de viva persona por la casa. Todo lo que yo había visto eran paredes, sin
ver en ella silleta, ni tajo, ni banco, ni mesa, ni aun tal arcaz como el de marras. Finalmente, ella parecía
casa encantada. Estando así, díjome:
—Tú, mozo, ¿has comido?
—No, señor —dije yo—, que aún no eran dadas las ocho cuando con Vuestra Merced encontré.
—Pues, aunque de mañana, yo había almorzado, y, cuando así como algo, hágote saber que hasta la
noche me estoy así. Por eso, pásate como pudieres, que después cenaremos.
Vuestra Merced crea, cuando esto le oí, que estuve en poco de caer de mi estado, no tanto de hambre
como por conocer de todo en todo la fortuna serme adversa. Allí se me representaron de nuevo mis
fatigas y torné a llorar mis trabajos; allí se me vino a la memoria la consideración que hacía cuando me
pensaba ir del clérigo, diciendo que, aunque aquel era desventurado y mísero, por ventura toparía con
otro peor. Finalmente, allí lloré mi trabajosa vida pasada y mi cercana muerte venidera. Y con todo
disimulando lo mejor que pude, le dije:
—Señor, mozo soy que no me fatigo mucho por comer, bendito Dios. De eso me podré yo alabar
entre todos mis iguales por de mejor garganta, y así fui yo loado de ella hasta hoy día de los amos que
yo he tenido.
—Virtud es ésa —dijo él—, y por eso te querré yo más, porque el hartar es de los puercos y el comer
regladamente es de los hombres de bien.
«¡Bien te he entendido! —dije yo entre mí—. ¡Maldita tanta medicina y bondad como estos mis
amos que yo hallo hallan en el hambre!»
Púseme a un cabo del portal y saqué unos pedazos de pan del seno, que me habían quedado de los de
por Dios. Él, que vio esto, díjome:
—Ven acá, mozo. ¿Qué comes?
Yo me acerqué a él y le mostré el pan. Tomóme él un pedazo, de tres que eran, el mejor y más
grande, y díjome:
—Por mi vida, que parece éste buen pan.
—¡Y cómo ahora —dije yo—, señor, es bueno!
—Sí, a fe —dijo él—. ¿Adónde lo hubiste? ¿Si es amasado de manos limpias?
—No sé yo eso —le dije—; mas a mí no me pone asco el sabor de ello.
—Así ruega a Dios —dijo el pobre de mi amo.
Y, llevándolo a la boca, comenzó a dar en él tan fieros bocados como yo en lo otro.
—¡Sabrosísimo pan está —dijo—, por Dios!
Y como le sentí de qué pie cojeaba, dime prisa, porque le vi en disposición, si acababa antes que yo,
se comediría a ayudarme a lo que me quedase. Y con esto acabamos casi a una. Y mi amo comenzó a
sacudir con las manos unas pocas de migajas, y bien menudas, que en los pechos se le habían quedado.
Y entró en una camareta que allí estaba, y sacó un jarro desbocado y no muy nuevo, y, desde que hubo
bebido, convidóme con él. Yo, por hacer del continente, dije:
—Señor, no bebo vino.
—Agua es —me respondió—. Bien puedes beber.
Entonces tomé el jarro y bebí, no mucho, porque de sed no era mi congoja.
Así estuvimos hasta la noche, hablando en cosas que me preguntaba, a las cuales yo le respondí lo
mejor que supe. En este tiempo metióme en la cámara donde estaba el jarro de que bebimos, y díjome:
—Mozo, párate allí, y verás cómo hacemos esta cama, para que la sepas hacer de aquí adelante.
Púseme de un cabo y él de otro, e hicimos la negra cama, en la cual no había mucho que hacer,
porque ella tenía sobre unos bancos un cañizo, sobre el cual estaba tendida la ropa, que, por no estar
muy continuada a lavarse, no parecía colchón, aunque servía de él, con harta menos lana que era
menester. Aquél tendimos, haciendo cuenta de ablandarle, lo cual era imposible, porque de lo duro mal
se puede hacer blando. El diablo del enjalma maldita la cosa tenía dentro de sí, que, puesto sobre el
cañizo, todas las cañas se señalaban y parecían a lo proprio entrecuesto de flaquísimo puerco. Y sobre
aquel hambriento colchón, un alfamar del mismo jaez, del cual el color yo no pude alcanzar.
Hecha la cama, y la noche venida, díjome:
—Lázaro, ya es tarde, y de aquí a la plaza hay gran trecho. También en esta ciudad andan muchos
ladrones, que, siendo de noche, capean. Pasemos como podamos, y mañana, venido el día, Dios hará
merced; porque yo, por estar solo, no estoy proveído, antes he comido estos días por allá fuera. Mas
ahora hacerlo hemos de otra manera.
—Señor, de mí —dije yo— ninguna pena tenga Vuestra Merced, que bien sé pasar una noche y aún
más, si es menester, sin comer.
—Vivirás más y más sano —me respondió—, porque, como decíamos hoy, no hay tal cosa en el
mundo para vivir mucho que comer poco.
«Si por esa vía es —dije entre mí—, nunca yo moriré, que siempre he guardado esa regla por fuerza,
y aún espero, en mi desdicha, tenerla toda mi vida».
Y acostóse en la cama, poniendo por cabecera las calzas y el jubón, y mandóme echar a sus pies, lo
cual yo hice; mas, maldito el sueño que yo dormí, porque las cañas y mis salidos huesos en toda la
noche dejaron de rifar y encenderse; que con mis trabajos, males y hambre, pienso que en mi cuerpo no había libra de carne, y también, como aquel día no había comido casi nada, rabiaba de hambre, la cual
con el sueño no tenía amistad. Maldíjeme mil veces (Dios me lo perdone), y a mi ruin fortuna, allí lo
más de la noche, y lo peor, no osándome revolver por no despertarle, pedí a Dios muchas veces la
muerte.
La mañana venida, levantámonos, y comienza a limpiar y sacudir sus calzas y jubón y sayo y capa.
¡Y yo que le servía de pelillo! Y vísteseme muy a su placer despacio. Echéle aguamanos, peinóse y
púsose su espada en el talabarte, y, al tiempo que la ponía, díjome:
—¡Oh, si supieses, mozo, qué pieza es ésta! No hay marco de oro en el mundo por que yo la diese;
mas así, ninguna de cuantas Antonio hizo no acertó a ponerle los aceros tan prestos como ésta los tiene.
Y sacóla de la vaina y tentóla con los dedos, diciendo:
—¿La ves aquí? Yo me obligo con ella cercenar un copo de lana.
Y yo dije entre mí: «Y yo con mis dientes, aunque no son de acero, un pan de cuatro libras».
Tornóla a meter y ciñósela, y un sartal de cuentas gruesas del talabarte. Y con un paso sosegado y el
cuerpo derecho, haciendo con él y con la cabeza muy gentiles meneos, echando el cabo de la capa sobre
el hombro y a veces so el brazo, y poniendo la mano derecha en el costado, salió por la puerta, diciendo:
—Lázaro, mira por la casa en tanto que voy a oír misa, y haz la cama y ve por la vasija de agua al
río, que aquí bajo está, y cierra la puerta con llave, no nos hurten algo, y ponla aquí al quicio porque, si
yo viniere en tanto, pueda entrar.
Y súbese por la calle arriba con tan gentil semblante y continente, que quien no le conociera pensara
ser muy cercano pariente al conde de Arcos, o, al menos, camarero que le daba de vestir.
«¡Bendito seáis Vos, Señor —quedé yo diciendo— que dais la enfermedad y ponéis el remedio!
¿Quién encontrará a aquel mi señor que no piense, según el contento de sí lleva, haber anoche bien
cenado y dormido en buena cama, y, aunque ahora es de mañana, no le cuenten por muy bien
almorzado? ¡Grandes secretos son, Señor, los que vos hacéis y las gentes ignoran! ¿A quién no engañará
aquella buena disposición y razonable capa y sayo? ¿Y quién pensará que aquel gentil hombre se pasó
ayer todo el día sin comer con aquel mendrugo de pan que su criado Lázaro trajo un día y una noche en
el arca de su seno, do no se le podía pegar mucha limpieza, y hoy, lavándose las manos y cara, a falta de
paño de manos, se hacía servir del halda del sayo? Nadie por cierto lo sospechará. ¡Oh Señor, y cuántos
de estos debéis Vos tener por el mundo derramados, que padecen por la negra que llaman honra, lo que
por Vos no sufrirán!»
Así estaba yo a la puerta, mirando y considerando estas cosas y otras muchas, hasta que el señor mi
amo traspuso la larga y angosta calle. Y, como lo vi trasponer, tornéme a entrar en casa y en un credo la
anduve toda, alto y bajo, sin hacer represa, ni hallar en qué. Hago la negra dura cama y tomo el jarro y
doy conmigo en el río, donde en una huerta vi a mi amo en gran recuesta con dos rebozadas mujeres, al
parecer de las que en aquel lugar no hacen falta, antes muchas tienen por estilo de irse a las mañanicas
del verano a refrescar y almorzar sin llevar qué, por aquellas frescas riberas, con confianza que no ha de
faltar quién se lo dé, según las tienen puestas en esta costumbre aquellos hidalgos del lugar.
Y como digo, él estaba entre ellas hecho un Macías, diciéndoles más dulzuras que Ovidio escribió.
Pero, como sintieron de él que estaba bien enternecido, no se les hizo de vergüenza pedirle de almorzar
con el acostumbrado pago.
Él, sintiéndose tan frío de bolsa cuanto caliente del estómago, tomóle tal calofrío que le robó el color
del gesto, y comenzó a turbarse en la plática y a poner excusas no válidas. Ellas, que debían ser bien
instituidas, como le sintieron la enfermedad, dejáronle para el que era.
Yo, que estaba comiendo ciertos tronchos de berzas, con los cuales me desayuné, con mucha
diligencia, como mozo nuevo, sin ser visto de mi amo, torné a casa. De la cual pensé barrer alguna
parte, que era bien menester; mas no hallé con qué. Púseme a pensar qué haría, y parecióme esperar a
mi amo hasta que el día demediase, y si viniese y por ventura trajese algo que comiésemos; mas en vano
fue mi experiencia.
Desde que vi ser las dos y no venía y el hambre me aquejaba, cierro mi puerta y pongo la llave do
mandó, y tórnome a mi menester. Con baja y enferma voz e inclinadas mis manos en los senos, puesto
Dios ante mis ojos y la lengua en su nombre, comienzo a pedir pan por las puertas y casas más grandes
que me parecía. Mas como yo este oficio le hubiese mamado en la leche (quiero decir que con el gran
maestro, el ciego, lo aprendí), tan suficiente discípulo salí, que, aunque en este pueblo no había caridad,
ni el año fuese muy abundante, tan buena maña me di, que, antes que el reloj diese las cuatro, ya yo
tenía otras tantas libras de pan ensiladas en el cuerpo, y más de otras dos en las mangas y senos.
Volvíme a la posada y, al pasar por la tripería, pedí a una de aquellas mujeres, y diome un pedazo de uña
de vaca con otras pocas de tripas cocidas.
Cuando llegué a casa, ya el bueno de mi amo estaba en ella, doblada su capa y puesta en el poyo, y
él paseándose por el patio. Como entré, vínose para mí. Pensé que me quería reñir por la tardanza; mas
mejor lo hizo Dios. Preguntóme de dónde venía. Yo le dije:
—Señor, hasta que dio las dos estuve aquí, y de que vi que Vuestra Merced no venía, me fio por esa
ciudad a encomendarme a las buenas gentes, y me han dado esto que veis.
Mostréle el pan y las tripas, que en un cabo del halda traía, a lo cual él mostró buen semblante, y
dijo:
—Pues, esperado te he a comer, y, de que vi que no viniste, comí. Mas tú haces como hombre de
bien en eso, que más vale pedirlo por Dios que no hurtarlo. Y así Él me ayude, como ello me parece
bien, y solamente te encomiendo no sepan que vives conmigo por lo que toca a mi honra; aunque bien
creo que será secreto, según lo poco que en este pueblo soy conocido. ¡Nunca a él yo hubiera de venir!
—De eso pierda, señor, cuidado —le dije yo—, que maldito aquel que ninguno tiene de pedirme esa
cuenta ni yo de dalla.
—Ahora, pues, come, pecador, que, si a Dios place, presto nos veremos sin necesidad; aunque te
digo que, después que en esta casa entré, nunca bien me ha ido. Debe ser de mal suelo, que hay casas
desdichadas y de mal pie, que a los que viven en ellas pegan la desdicha. Ésta debe de ser, sin duda, de
ellas; mas yo te prometo, acabado el mes, no quede en ella, aunque me la den por mía.
Sentéme al cabo del poyo y, porque no me tuviese por glotón, callé la merienda. Y comienzo a cenar
y morder en mis tripas y pan, y, disimuladamente, miraba al desventurado señor mío, que no partía sus
ojos de mis faldas, que aquella sazón servían de plato. Tanta lástima haya Dios de mí, como yo había de
él, porque sentí lo que sentía, y muchas veces había por ello pasado y pasaba cada día. Pensaba si sería
bien comedirme a convidarle; mas, por haberme dicho que había comido, temíame no aceptaría el
convite. Finalmente yo deseaba que el pecador ayudase a su trabajo del mío, y se desayunase como el
día antes hizo, pues había mejor aparejo, por ser mejor la vianda y menos mi hambre.
Quiso Dios cumplir mi deseo, y aun pienso que el suyo; porque como comencé a comer y él se
andaba paseando, llegóse a mí y díjome:
—Dígote, Lázaro, que tienes en comer la mejor gracia que en mi vida vi a hombre, y que nadie te lo
verá hacer que no le pongas gana, aunque no la tenga.
«La muy buena que tú tienes —dije yo entre mí— te hace parecer la mía hermosa».
Con todo, parecióme ayudarle, pues se ayudaba y me abría camino para ello, y díjele:
—Señor, el buen aparejo hace buen artífice. Este pan está sabrosísimo, y esta uña de vaca tan bien
cocida y sazonada que no habrá a quien no convide con su sabor.
—¿Uña de vaca es?
—Sí, señor.
—Dígote que es el mejor bocado del mundo, y que no hay faisán que así me sepa.
—Pues pruebe, señor, y verá qué tal está.
Póngole en las uñas la otra, y tres o cuatro raciones de pan de lo más blanco. Y asentóseme al lado y
comienza a comer como aquél que lo había gana, royendo cada huesecillo de aquéllos mejor que un
galgo suyo lo hiciera.
—Con almodrote —decía— es éste singular manjar.
«¡Con mejor salsa lo comes tú!» —respondí yo paso.
—Por Dios, que me ha sabido como si hoy no hubiera comido bocado.
«¡Así me vengan los buenos años como es ello!» —dije yo entre mí.
Pidióme el jarro del agua y díselo como lo había traído. Es señal que, pues no le faltaba el agua, que
no le había a mi amo sobrado la comida. Bebimos, y muy contentos nos fuimos a dormir, como la noche
pasada.
Y por evitar prolijidad, de esta manera estuvimos ocho o diez días, yéndose el pecador en la mañana
con aquel contento y paso contado a papar aire por las calles, teniendo en el pobre Lázaro una cabeza de
lobo.
Contemplaba yo muchas veces mi desastre, que, escapando de los amos ruines que había tenido y
buscando mejoría, viniese a topar con quien no sólo no me mantuviese, mas a quien yo había de
mantener. Con todo, le quería bien, con ver que no tenía ni podía más, y antes le había lástima que
enemistad. Y muchas veces, por llevar a la posada con que él lo pasase, yo lo pasaba mal. Porque una
mañana, levantándose el triste en camisa, subió a lo alto de la casa a hacer sus menesteres y, en tanto yo,
por salir de sospecha, desenvolvíle el jubón y las calzas, que a la cabecera dejó, y hallé una bolsilla de
terciopelo raso, hecha cien dobleces y sin maldita la blanca ni señal que la hubiese tenido mucho
tiempo.
«Éste —decía yo— es pobre, y nadie da lo que no tiene; mas el avariento ciego y el malaventurado
mezquino clérigo, que, con dárselo Dios a ambos, al uno de mano besada y al otro de lengua suelta, me
mataban de hambre, aquéllos es justo desamar y éste es de haber mancilla».
Dios es testigo que hoy día, cuando topo con alguno de su hábito con aquel paso y pompa, le he lástima con pensar si padece lo que aquél le vi sufrir; al cual, con toda su pobreza, holgaría de servir
más que a los otros, por lo que he dicho. Sólo tenía de él un poco de descontento: que quisiera yo que
no tuviera tanta presunción; mas que abajara un poco su fantasía con lo mucho que subía su necesidad.
Mas, según me parece, es regla ya entre ellos usada y guardada: aunque no haya cornado de trueco ha
de andar el birrete en su lugar. El Señor lo remedie, que ya con este mal han de morir.
Pues, estando yo en tal estado, pasando la vida que digo, quiso mi mala fortuna, que de perseguirme
no era satisfecha, que en aquella trabajada y vergonzosa vivienda no durase. Y fue, como el año en esta
tierra fuese estéril de pan, acordaron el Ayuntamiento que todos los pobres extranjeros se fuesen de la
ciudad, con pregón que el que de allí adelante topasen fuese punido con azotes. Y así, ejecutando la ley,
desde a cuatro días que el pregón se dio, vi llevar una procesión de pobres azotando por las Cuatro
Calles. Lo cual me puso tan gran espanto que nunca osé desmandarme a demandar.
Aquí viera, quien vello pudiera, la abstinencia de mi casa y la tristeza y silencio de los moradores,
tanto que nos acaeció estar dos o tres días sin comer bocado ni hablar palabra. A mí diéronme la vida
unas mujercillas hilanderas de algodón, que hacían bonetes y vivían par de nosotros, con las cuales yo
tuve vecindad y conocimiento. Que, de la lacería que les traían, me daban alguna cosilla, con la cual
muy pasado me pasaba.
Y no tenía tanta lástima de mí como del lastimado de mi amo, que en ocho días maldito el bocado
que comió. A lo menos en casa bien los estuvimos sin comer. No sé yo cómo o dónde andaba y qué
comía. ¡Y verle venir a mediodía la calle abajo con estirado cuerpo, más largo que galgo de buena casta!
Y por lo que toca a su negra que dicen honra, tomaba una paja, de las que aun asaz no había en casa, y
salía a la puerta escarbando los que nada entre sí tenían, quejándose todavía de aquel mal solar,
diciendo:
—Malo está de ver, que la desdicha de esta vivienda lo hace. Como ves, es lóbrega, triste, oscura.
Mientras aquí estuviéremos, hemos de padecer. Ya deseo se acabe este mes por salir de ella.
Pues estando en esta afligida y hambrienta persecución, un día, no sé por cuál dicha o ventura, en el
pobre poder de mi amo entró un real, con el cual él vino a casa tan ufano como si tuviera el tesoro de
Venecia, y con gesto muy alegre y risueño me lo dio, diciendo:
—Toma, Lázaro, que Dios ya va abriendo su mano. Ve a la plaza y merca pan y vino y carne:
¡quebremos el ojo al diablo! Y más te hago saber, porque te huelgues: que he alquilado otra casa y en
ésta desastrada no hemos de estar más de en cumpliendo el mes. ¡Maldita sea ella y el que en ella puso
la primera teja, que con mal en ella entré! Por nuestro Señor, cuanto ha que en ella vivo, gota de vino ni
bocado de carne no he comido, ni he habido descanso ninguno; mas ¡tal vista tiene y tal oscuridad y
tristeza! Ve y ven presto y comamos hoy como condes.
Tomo mi real y jarro y, a los pies dándoles prisa, comienzo a subir mi calle encaminando mis pasos
para la plaza, muy contento y alegre. Mas, ¿qué me aprovecha, si está constituido en mi triste fortuna
que ningún gozo me venga sin zozobra? Y así fue éste, porque, yendo la calle arriba, echando mi cuenta
en lo que le emplearía que fuese mejor y más provechosamente gastado, dando infinitas gracias a Dios
que a mi amo había hecho con dinero, a deshora me vino al encuentro un muerto, que por la calle abajo
muchos clérigos y gente que en unas andas traían. Arriméme a la pared por darles lugar, y, desde que el
cuerpo pasó, venía luego a par del lecho una que debía ser su mujer del difunto, cargada de luto, y con
ella otras muchas mujeres; la cual iba llorando a grandes voces y diciendo:
—Marido y señor mío, ¿adónde os me llevan? ¡A la casa triste y desdichada, a la casa lóbrega y
oscura, a la casa donde nunca comen ni beben!
Yo, que aquello oí, juntóseme el cielo con la tierra, y dije:
«¡Oh desdichado de mí, para mi casa llevan este muerto!»
Dejo el camino que llevaba, y hendí por medio de la gente, y vuelvo por la calle abajo a todo el más
correr que pude para mi casa. Y entrando en ella, cierro a grande priesa, invocando el auxilio y favor de
mi amo, abrazándome de él, que me venga a ayudar y a defender la entrada. El cual, algo alterado,
pensando que fuese otra cosa, me dijo:
—¿Qué es eso, mozo? ¿Qué voces das? ¿Qué has? ¿Por qué cierras la puerta con tal furia?
—¡Oh señor —dije yo—, acuda aquí, que nos traen acá un muerto!
—¿Cómo así? —respondió él.
—Aquí arriba lo encontré y venía diciendo su mujer: «Marido y señor mío, ¿adónde os llevan? ¡A la
casa lóbrega y oscura, a la casa triste y desdichada, a la casa donde nunca comen ni beben!». Acá, señor,
nos le traen.
Y ciertamente, cuando mi amo esto oyó, aunque no tenía por qué estar muy risueño, rio tanto que
muy gran rato estuvo sin poder hablar. En este tiempo tenía ya yo echada la aldaba a la puerta y puesto
el hombro en ella por más defensa. Pasó la gente con su muerto, y yo todavía me recelaba que nos le
habían de meter en casa. Y, desde que fue ya más harto de reír que de comer, el bueno de mi amo,
díjome:
—Verdad es, Lázaro, según la viuda lo va diciendo, tú tuviste razón de pensar lo que pensaste; mas,
pues Dios lo ha hecho mejor y pasan adelante, abre, abre y ve por de comer.
—Dejálos, señor, acaben de pasar la calle —dije yo.
Al fin vino mi amo a la puerta de la calle, y ábrela esforzándome, que bien era menester, según el
miedo y alteración, y me torno a encaminar. Mas, aunque comimos bien aquel día, maldito el gusto yo
tomaba en ello. Ni en aquellos tres días torné en mi color. Y mi amo, muy risueño todas las veces que se
le acordaba aquella mi consideración.
De esta manera estuve con mi tercero y pobre amo, que fue este escudero, algunos días, y en todos
deseando saber la intención de su venida y estada en esta tierra; porque, desde el primer día que con él
asenté, le conocí ser extranjero, por el poco conocimiento y trato que con los naturales de ella tenía.
Al fin se cumplió mi deseo y supe lo que deseaba; porque, un día que habíamos comido
razonablemente y estaba algo contento, contóme su hacienda y díjome ser de Castilla la Vieja, y que
había dejado su tierra no más de por no quitar el bonete a un caballero, su vecino.
—Señor —dije yo—, si él era lo que decía y tenía más que vos, ¿no errábades en no quitárselo
primero, pues decís que él también os lo quitaba?
—Sí es y sí tiene, y también me lo quitaba él a mí; mas, de cuantas veces yo se le quitaba primero,
no fuera malo comedirse él alguna y ganarme por la mano.
—Paréceme, señor —le dije yo—, que en eso no mirara, mayormente con mis mayores que yo y que
tienen más.
—Eres muchacho —me respondió— y no sientes las cosas de honra, en que el día de hoy está todo
el caudal de los hombres de bien. Pues te hago saber que yo soy, como ves, un escudero; mas ¡vótote a
Dios!, si al Conde topo en la calle y no me quita muy bien quitado del todo el bonete, que otra vez que
venga, me sepa yo entrar en una casa, fingiendo yo en ella algún negocio, o atravesar otra calle, si la
hay, antes que llegue a mí, por no quitárselo. Que un hidalgo no debe a otro que a Dios y al rey nada, ni
es justo, siendo hombre de bien, se descuide un punto de tener en mucho su persona. Acuérdome que un
día deshonré en mi tierra a un oficial y quise poner en él las manos, porque cada vez que le topaba, me
decía: «Mantenga Dios a Vuestra Merced». «Vos, don villano ruin —le dije yo—, ¿por qué no sois bien
criado? ¿Manténgaos Dios, me habéis de decir, como si fuese quienquiera?». De allí adelante, de aquí
acullá, me quitaba el bonete y hablaba como debía.
—¿Y no es buena manera de saludar un hombre a otro —dije yo— decirle que le mantenga Dios?
—¡Mira, mucho de enhoramala! —dijo él—. A los hombres de poca arte dicen eso; mas a los más
altos, como yo, no les han de hablar menos de: «Beso las manos de Vuestra Merced», o por lo menos:
«Bésoos, señor, las manos», si el que me habla es caballero. Y así, de aquél de mi tierra que me atestaba
de mantenimiento, nunca más le quise sufrir, ni sufriría ni sufriré a hombre del mundo, del rey abajo,
que «Manténgaos Dios», me diga.
«Pecador de mí —dije yo—, por eso tiene tan poco cuidado de mantenerte, pues no sufres que nadie
se lo ruegue».
—Mayormente —dijo— que no soy tan pobre que no tengo en mi tierra un solar de casas, que, a
estar ellas en pie y bien labradas, dieciséis leguas de donde nací, en aquella Costanilla de Valladolid,
valdrían más de doscientas veces mil maravedís, según se podrían hacer grandes y buenas. Y tengo un
palomar que, a no estar derribado como está, daría cada año más de doscientos palominos. Y otras cosas
que me callo, que dejé por lo que tocaba a mi honra; y vine a esta ciudad pensando que hallaría un buen
asiento; mas no me ha sucedido como pensé. Canónigos y señores de la iglesia muchos hallo; mas es
gente tan limitada que no los sacarán de su paso todo el mundo. Caballeros de media talla también me
ruegan; mas servir a éstos es gran trabajo, porque de hombre os habéis de convertir en malilla, y, si no,
«andad con Dios» os dicen. Y las más veces son los pagamentos a largos plazos, y las más y las más
ciertas, comido por servido. Ya, cuando quieren reformar consciencia y satisfaceros vuestros sudores,
sois librado en la recámara, en un sudado jubón o raída capa o sayo. Ya, cuando asienta un hombre con
un señor de título, todavía pasa su lacería. Pues por ventura ¿no hay en mí habilidad para servir y
contentar a éstos? Por Dios, si con él topase, muy gran su privado pienso que fuese, y que mil servicios
le hiciese, porque yo sabría mentirle tan bien como otro y agradarle a las mil maravillas. Reírle ya
mucho sus donaires y costumbres, aunque no fuesen las mejores del mundo; nunca decirle cosa con que
le pesase, aunque mucho le cumpliese; ser muy diligente en su persona, en dicho y hecho; no me matar
por no hacer bien las cosas que él no había de ver, y ponerme a reñir, donde él lo oyese, con la gente de
servicio, porque pareciese tener gran cuidado de lo que a él tocaba. Si riñese con algún su criado, dar
unos puntillos agudos para encenderle la ira y que pareciesen en favor del culpado; decirle bien de lo
que bien le estuviese y, por el contrario, ser malicioso, mofador, malsinar a los de casa, y a los de fuera
pesquisar y procurar de saber vidas ajenas para contárselas, y otras muchas galas de esta calidad que
hoy día se usan en palacio y a los señores de él parecen bien; y no quieren ver en sus casas hombres
virtuosos, antes los aborrecen y tienen en poco y llaman necios y que no son personas de negocios, ni
con quien el señor se puede descuidar. Y con éstos los astutos usan, como digo, el día de hoy, de lo que
yo usaría; mas no quiere mi ventura que le halle.
De esta manera lamentaba tan bien su adversa fortuna mi amo, dándome relación de su persona
valerosa.
Pues, estando en esto, entró por la puerta un hombre y una vieja. El hombre le pide el alquiler de la
casa y la vieja el de la cama. Hacen cuenta, y de dos en dos meses le alcanzaron lo que él en un año no
alcanzara. Pienso que fueron doce o trece reales. Y él les dio muy buena respuesta: que saldría a la plaza
a trocar una pieza de a dos y que a la tarde volviesen; mas su salida fue sin vuelta.
Por manera que a la tarde ellos volvieron; mas fue tarde. Yo les dije que aún no era venido. Venida la
noche y él no, yo hube miedo de quedar en casa solo, y me fui a las vecinas y contéles el caso y allí
dormí.
Venida la mañana, los acreedores vuelven y preguntan por el vecino; mas a esta otra puerta. Las
mujeres le responden:
—Veis aquí su mozo y la llave de la puerta.
Ellos me preguntaron por él, y díjele que no sabía dónde estaba, y que tampoco había vuelto a casa
desde que salió a trocar la pieza, y que pensaba que de mí y de ellos se había ido con el trueco.
De que esto me oyeron, van por un alguacil y un escribano. Y helos do vuelven luego con ellos, y
toman la llave, y llámanme, y llaman testigos, y abren la puerta y entran a embargar la hacienda de mi
amo hasta ser pagados de su deuda. Anduvieron toda la casa y halláronla desembarazada, como he
contado, y dícenme:
—¿Qué es de la hacienda de tu amo, sus arcas y paños de pared y alhajas de casa?
—No sé yo eso —le respondí.
—Sin duda —dicen ellos— esta noche lo deben de haber alzado y llevado a alguna parte. Señor
alguacil, prended a este mozo, que él sabe dónde está.
En esto vino el alguacil y echóme mano por el collar del jubón, diciendo:
—Muchacho, tú eres preso, si no descubres los bienes de este tu amo.
Yo, como en otra tal no me hubiese visto (porque asido del collar sí había sido muchas e infinitas
veces, mas era mansamente de él trabado, para que mostrase el camino al que no veía), yo hube mucho
miedo y, llorando, le prometí decir lo que me preguntaban.
—Bien está —dicen ellos—. Pues di todo lo que sabes y no hayas temor.
Sentóse el escribano en un poyo para escribir el inventario, preguntándome qué tenía.
—Señores —dije yo—, lo que este mi amo tiene, según él me dijo, es un muy buen solar de casas y
un palomar derribado.
—Bien está —dicen ellos—; por poco que eso valga, hay para nos entregar de la deuda. ¿Y a qué
parte de la ciudad tiene eso? —me preguntaron.
—En su tierra —les respondí.
—Por Dios, que está bueno el negocio —dijeron ellos—. ¿Y adónde es su tierra?
—De Castilla la Vieja me dijo él que era —le dije.
Riéronse mucho el alguacil y el escribano, diciendo:
—Bastante relación es ésta para cobrar vuestra deuda, aunque mejor fuese.
Las vecinas, que estaban presentes, dijeron:
—Señores, éste es un niño inocente y ha pocos días que está con ese escudero y no sabe de él más
que vuestras mercedes; sino cuanto el pecadorcico se llega aquí a nuestra casa, y le damos de comer lo
que podemos por amor de Dios, y a las noches se iba a dormir con él.
Vista mi inocencia, dejáronme, dándome por libre. Y el alguacil y el escribano piden al hombre y a
la mujer sus derechos. Sobre lo cual tuvieron gran contienda y ruido, porque ellos alegaron no ser
obligados a pagar, pues no había de qué ni se hacía el embargo. Los otros decían que habían dejado de ir
a otro negocio, que les importaba más, por venir a aquél.
Finalmente, después de dadas muchas voces, al cabo carga un porquerón con el viejo alfamar de la
vieja, aunque no iba muy cargado, allá van todos cinco dando voces. No sé en qué paró. Creo yo que el
pecador alfamar pagara por todos. Y bien se empleaba, pues el tiempo que había de reposar y descansar
de los trabajos pasados, se andaba alquilando.
Así, como he contado, me dejó mi pobre tercero amo, do acabé de conocer mi ruin dicha, pues,
señalándose todo lo que podía contra mí, hacía mis negocios tan al revés, que los amos, que suelen ser
dejados de los mozos, en mí no fuese así, mas que mi amo me dejase y huyese de mí.

Lazarrillo de Tormes Donde viven las historias. Descúbrelo ahora