Parte 3

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La mañana de la partida hacia calor y había humedad. El cielo estaba anaranjado y misterioso. Nosotros estábamos aterrados.

Nos designaron unas habitaciones en los pisos inferiores del barco para todos los sicilianos. Habían como cincuenta catres de madera y un olor peculiar que nos daba la bienvenida a lo que sería nuestro hogar por unas semanas. El lugar estaba propuesto para medio centenar de personas, sin embargo, entraron más del doble.

Las condiciones eran espantosas, pero todos sabíamos que era mejor estar ahí que en nuestro hogar, donde las cosas habían comenzado a tornarse oscuras. Yo recuerdo que meses antes de embarcar pasaban las carretillas cargadas de cadáveres, y yo cual niño travieso, me colgaba de ellas. Ahora recordar todo eso me estremece.

El barco avanzaba lentamente por el Atlántico. Mi madre cuidaba a Donna, Lucia y Mariano, que eran los menores de la familia. Estela, Gaetano y yo habíamos conocido a varios jóvenes de nuestra edad con los que jugábamos todas las tardes a las cartas. Aunque tuviéramos gente con quien hablar, los minutos se hacían larguísimos. Y el miedo iba en aumento.

No solo la idea de dejar todo nos aterraba, también el no saber qué era lo que nos esperaba del otro lado del mundo nos inquietaba.

Después de una semana soportando los mareos del asqueroso barco, las mellizas murieron. La verdad es que todos nos íbamos deteriorando lentamente, pero ellas eran pequeñas y eran más vulnerables que nosotros. No solo mis hermanas murieron, hubieron cerca de cincuenta personas que no llegaron a destino.

Cada día me preguntaba si ya llegaríamos, pero todavía faltaba bastante. El viaje era larguísimo.

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