El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de una

cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con

un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las

últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata.

Mientras esperaba a que hirviera la infusión, sentado junto a la hornilla de barro

cocido en una actitud de confiada e inocente expectativa, el coronel experimentó la

sensación de que nacían hongos y lirios venenosos en sus tripas. Era octubre. Una

mañana difícil de sortear, aun para un hombre como él que había sobrevivido a tantas

mañanas como ésa. Durante cincuenta v seis años -desde cuando terminó la última

guerra civil- el coronel no había hecho nada distinto de esperar. Octubre era una de las

pocas cosas que llegaban.

Su esposa levantó el mosquitero cuando lo vio entrar al dormitorio con el café. Esa

noche había sufrido una crisis de asma y ahora atravesaba por un estado de sopor.

Pero se incorporó para recibir la taza.

-Y tú -dijo.

-Ya tomé -mintió el coronel-. Todavía quedaba una cucharada grande.

En ese momento empezaron los dobles. El coronel se había olvidado del entierro.

Mientras su esposa tomaba el café, descolgó la hamaca en un extremo y la enrolló en

el otro, detrás de la puerta. La mujer pensó en el muerto.

-Nació en 1922 -dijo-. Exactamente un mes después de nuestro hijo. El siete de

abril.

Siguió sorbiendo el café en las pausas de su respiración pedregosa. Era una mujer

construida apenas en cartílagos blancos sobre una espina dorsal arqueada e inflexible.

Los trastornos respiratorios la obligaban a preguntar afirmando. Cuando terminó el

café todavía estaba pensando en el muerto.

Debe ser horrible estar enterrado en octubre», dijo. Pero su marido no le puso

atención. Abrió la ventana. Octubre se había instalado en el patio. Contemplando la

vegetación que reventaba en verdes intensos, las minúsculas tiendas de las lombrices

en el barro, el coronel volvió a sentir el mes aciago en los intestinos.

-Tengo los huesos húmedos -dijo.

-Es el invierno -replicó la mujer-. Desde que empezó a llover te estoy diciendo que

duermas con las medias puestas.

-Hace una semana que estoy durmiendo con ellas.

Llovía despacio pero sin pausas. El coronel habría preferido envolverse en una

manta de lana y meterse otra vez en la hamaca. Pero la insistencia de los bronces

rotos le recordó el entierro. «Es octubre», murmuró, y caminó hacia el centro del

cuarto. Sólo entonces se acordó del gallo amarrado a la pata de la cama. Era un gallo

de pelea.

Después de llevar la taza a la cocina dio cuerda en la sala a un reloj de péndulo

montado en un marco de madera labrada. A diferencia del dormitorio, demasiado

estrecho para la respiración de una asmática, la sala era amplia, con cuatro mecedoras

de fibra en torno a una mesita con un tapete y un gato de yeso. En la pared opuesta a

la del reloj, el cuadro de una mujer entre tules rodeada de amorines en una barca

cargada de rosas.

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⏰ Última actualización: Sep 02, 2019 ⏰

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